Internacional

Los hipopótamos del Luangwa

361 - Hipopotamos del Luangwa (17)

El hipopótamo no figura entre los big five. Elefante, rino, búfalo, león y leopardo forman esta élite, relegando al resto al papel de ‘artistas secundarios’. Sin embargo, la estadística lo coloca como número uno en el ranking de causantes de ataques con resultado de muerte en seres humanos en África.

No es especialmente agresivo, pero al ser compartida la querencia al agua del animal con el ser humano, se crea un conflicto que ocasiona encuentros peligrosos, con resultados fatales.

Tras haber disparado mis flechas a todos los integrantes del exclusivo big five club, decidí intentarlo con el que muchos consideran que debería transformar el big five en big six. Para el arquero, junto con elefante y rino, el hipopótamo es una pieza a la que se le tiene que dar inevitablemente un tratamiento diferenciado, especialmente en cuanto al ‘armamento’.

Con semejante historial, una masa de casi tres toneladas y una piel gruesa y dura, así como una capa de grasa más que respetable, hacen que plantearse tumbar a semejante ‘aparato’ con flechas, requiera, para empezar, sentido común y, como consecuencia, intentarlo sólo si somos capaces, entre otras cosas, de dispararle proyectiles con la suficiente energía kinésica como para no dejar todo en una sesión de acupuntura.

361 - Hipopotamos del Luangwa

La primera intentona… fallida

Como me había sucedido en otras ocasiones con otros animales de ‘primera división’, me precedía el fracaso, con todo lo amargo y enriquecedor que esto conlleva.

Tiempo atrás, un cazador profesional sudafricano me había invitado a cazar un hipopótamo que se había alejado de su parque nacional y, al invadir zonas más o menos pobladas, había entrado en el programa ‘control de animal problemático’, con lo que le convertía en un animal cazable y cuanto antes, mejor…

Pero tras una semana de rastrear cada día sus huellas, volvimos de vacío. Os preguntaréis que cómo es posible que habiendo huellas, tan evidentes, no localizásemos inmediatamente al animal… Es normal, pero hay que saber cómo era el lugar y, creedme, que huellas del tamaño de un taburete pueden despistar al mejor de los trackers, cuando éstas desaparecen en un río con caudal para volver a aparecer, quién sabe dónde, siendo las orillas selváticas y el animal aficionado a largos paseos y a sestear en lo frondoso, en vez de hacerlo en bancos de arena, como lo hacen los hipos ‘como Dios manda’.

Siete días de rastreo y esperas, incluso por la noche, y resultado de fiasco, hicieron que, involuntariamente, fuese desarrollando cierta animadversión hacia el animal. Pero sabía que algún día volvería. Sabía que era poseedor de lo más difícil en cuanto a posibilidades de éxito: determinación, paciencia, recursos y capacidad de manejo del ‘instrumental’ adecuado, ése era mi capital.

Conociendo a Derick

La voz del comandante anunció el aterrizaje en Las Vegas, donde, por casualidad, comenzaba el SCI su XL Convención. Tras tantas horas de vuelo, la ilusión por curiosear algo así me despejó inmediatamente.

Existía, además, otro motivo de interés. Podría, o mejor dicho, podríamos, dado que me acompañaba Lucía, mi mujer, conocer a la pareja con la que íbamos a pasar diez días en Zambia.

El objetivo principal de este safari iba a ser, ¡cómo no! el hipopótamo.

El profesional con el que iba a cazar pertenecía a una importante compañía y disponía de estand en la feria. Su mujer le acompañaba. Con los PH, o sea los cazadores profesionales, pienso que para el cazador con arco, orientado a la caza peligrosa, hay ciertas capacidades que tienen importancia capital: experiencia en caza con arco, virtuosismo en el tiro, sensatez, ser intrépido, sin que esto interfiera demasiado con lo anterior, y buena forma física.

Luego, también hay algo que tiene su gracia. Tener el honor de cazar con un veterano de la caza con arco, que llegó a conocer personalmente en su juventud a arqueros míticos como Howard Hill y Bill Negley, los primeros que acreditaron haber tumbado un elefante con arco recurvado, esto allá por los sesenta.

Derick van Staden es uno de éstos. Fue arquero en sus años mozos y tuvo el honor de ser elegido en una convención del SCI como la persona que debía entregarle un trofeo a Bill Negley, no tan bueno como Howard Hill, pero un auténtico deportista. Abatió al elefante en los sesenta, un año después de Howard, pero sin dispararle previamente con un rifle en la rodilla para inmovilizarlo, tal y como, según el equipo de filmación de Howard, dicen que hizo. La película se llamó Tambo y está disponible en internet.

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Había contratado una cacería de diez días con tres animales, en la que el objetivo era el hipo. Luego, una vez abatido, usaríamos su carne para cebar al cocodrilo y, una vez cazado éste, el búfalo.¡Vamos, el cuento de la lechera!

Después de quince años de andar dando tumbos por el mundo con mis arcos, ya soy más sabio o, dicho de una manera más modesta, sé más que aquel novato, que era yo, allá por el 2000, cuando le tiré unas flechas a un rinoceronte.

En un asunto como éste, un autodidacta, si persevera con entusiasmo, o bien acaba relacionándose intensamente con la ‘clase médica’ o, si tiene suerte y ciertas aptitudes, acaba aprendiendo una barbaridad. Yo estoy, de momento, aprendiendo. La verdad es que en este tipo de caza no existe escuela, así, el ser autodidacta no tiene nada que ver con la soberbia, aunque bien es verdad que en los últimos tiempos y gracias a la red, existe mucha información disponible.

Cuando ya creía que tenía el material perfecto, me daba cuenta de que era mejorable. Cuando ya creía que conocía la técnica adecuada para reglar mi arco, me daba cuenta que mis conceptos eran muy básicos. Sólo existe una apreciación de la que fui consciente nada más empezar en este asunto, que ha permanecido inalterable durante todos estos años: el entorno es determinante haciendo fácil lo difícil o difícil lo fácil.

Pero Derick me transmitió confianza inmediatamente. Le pregunté sobre el entorno, o sea dónde estaban los hipos que, claro estaban en el agua, pero, ¿cómo era el río?, ¿era muy profundo?, ¿era muy caudaloso?, ¿era muy ancho?, ¿había vegetación en los márgenes?, ¿eran pozas o tenía curso continuo…? Preguntas que me respondió, pero mis dudas persistieron porque la experiencia me dice que siempre, cuando llegas al sitio, te encuentras sorpresas.

Primer contacto con los hipos

Como muchos ríos en África, depende de en qué época del año los veas, te pueden causar una impresión u otra. El Luangwa en octubre, que está en sus horas bajas, tiene en algunos puntos más de cien metros de orilla a orilla. Los pequeños acantilados que forma la erosión en sus márgenes en algunos puntos, cuando el río esta con pleno caudal, dan una idea de lo que es realmente.

Como ya esperábamos, después del viaje desde Lusaka, nos encontramos con un bonito y sobre todo ‘auténtico’ campamento africano. El recibimiento del matrimonio Van Sataden fue especialmente cálido. Pero otros importantes anfitriones también nos esperaban. La tse –tse es un tremendo problema en Zambia. Poca broma con el bicho. Algo hay que echarse, pero pensar que, incluso si te duchas con insecticidas, no te van a morder, es una ingenuidad: son capaces de morder a través de la ropa.

El campamento estaba en las orillas del río y, como en la crecida las aguas inundaban el terreno, se desmontaba cada año. Era confortable y natural. Las paredes eran sólo un murete de paja de algo más de un metro. Por aquello de la intimidad, unas persianas de caña caían del techo, pero nosotros, debido al sofocante calor, las enrollábamos por la noche con la ilusión de que corriese la brisa del Zambeze, pero allí lo único que corría era aquel al que le perseguían para comérselo. Disponía de agua caliente y fría… a la misma temperatura, o sea, sobre unos cuarenta grados. Por las noches empapábamos las toallas de baño para extenderlas sobre el colchón para que cuando comenzara a evaporarse pudiésemos experimentar algún frescor. Lo positivo era que no había que prestar mucha atención en cuanto a qué grifo se habría, el resultado era el mismo.

La primera cena me tranquilizó. Con el estómago satisfecho, quedé con Derick en que al amanecer saldríamos hacia los puntos donde se agrupaban los hipopótamos a ver cómo pintaba la cosa.

El omnipresente en África Land Cruiser cubrió en un santiamén la corta distancia existente entre el campamento y la primera familia de hipopótamos que Derick decidió visitar.

Bajamos la duna y nos dirigimos hacia lo que, ya en la orilla del río, y a unos doscientos metros, parecía un blind en proceso de construcción, y que en realidad no era otra cosa que una pantalla de cañas y juncos con una pequeña ventana ventana que Derick había colocado unos días antes para que los hipopótamos se acostumbrasen a la estructura que nos serviría de escondite esperando el momento del disparo. Me acerqué al sitio, me paré tras la ventana y observé durante unos minutos… Me fundí con el entorno y enseguida comprendí que la cosa no iba a ser fácil.

Lo que pude observar tras la ventana fue un grupo de hipos, entre cuarenta y cincuenta individuos, que me observaban con recelo y que sólo mostraban sus ojillos, el cogote y una pequeña parte su tremendo cuerpazo. Se me antojó que la pantalla vegetal les engañaba lo mismo que la sonrisa del asesino. Sabía que el río podía tener, en su parte más profunda, algo más de un metro, así que estaba claro que aquellos gordinflones estaban todos descansado con la panza sobre el lecho.

Derick, a mi lado, guardaba silencio esperando la pregunta que haría cualquier cazador que no pudiese disparar a la cabeza, cosa que era mi caso, como lo fue el del desafortunado ‘ballestero’ americano, que me precedió, y que vino con la misma intención que yo.

«¿Cuando se levantan?, Derick», le dije. Se encogió de hombros y con resignación dijo, muy bajito: «Hay que esperar».

El río, de orilla a orilla, tenía unos cien metros, según me indicaba el range finder, y los hipopótamos, que en un principio estaban a unos cuarenta, sigilosamente, sin que me hubiese percatado, al cabo de un ratito se habían alejado aún más, justo en la mitad. No se fiaban un pelo.

Pregunté si había más grupos de hipopótamos en otros puntos. La respuesta fue afirmativa y de hecho, como comprobé más tarde, se habían construido en otros puntos del río más pantallas vegetales. Vista la eficacia de las mismas la cosa ni me tranquilizo ni me subió la moral. Como ya era tarde, y la cosa requería meditación, decidimos volver al campamento.

Por la tarde fuimos a otro punto más lejano y el escenario fue tan parecido al de la mañana que creí que los hipopótamos eran los mismos, que se habían desplazado río abajo sólo para seguir observando la cara que yo ponía.

Decidí aparentar que me lo tomaba con calma y hacer comprobaciones que me tomaron tiempo, y que entiendo que eran procedentes: observar la reacción de los hipos, mostrándome a cuerpo descubierto y desplazarme por la orilla buscando puntos donde el río se estrechaba y la distancia disminuía, aunque fuesen pocos metros, observando su reacción. Lo de la pantalla vegetal entiendo que incluso era contraproducente, porque, por poco orgullo que tuviesen aquellos animales, era a todas luces un insulto a la inteligencia, que poca o mucha debían tener. Fue interesante observar si sus maniobras de evasión eran seguidas por todo el grupo o existían ‘criterios individualizados’. Fue lo segundo. Aunque sin estridencias, fue un rayo de esperanza.

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Acecho al big six

El calor era sofocante. La zona del Zambeze en esas fechas es algo serio. Con el uniforme más ‘tropical’ del que disponíamos en nuestro vestuario nos dirigimos al cobertizo que era, a la vez, salón de estar, biblioteca y comedor.

El cocinero, un tipo simpático oriundo de un poblado cercano, disfrazado de gran chef uniformado, declamó el menú, con encasquillamientos, lo que demostró que era buen cocinero, pero mal estudiante y pasamos a degustar sin más preámbulos las exquisiteces. Intentando no ser obsesivo y procurando de tanto en tanto hablar de temas triviales, le hice a Derick gran cantidad de preguntas acerca de los hipos, siendo una de sus respuestas determinante en relación a una rápida y delicada decisión que debería tomar a la mañana siguiente, y que no podía imaginar.

Cualquier cazador sensato debe de plantearse, antes de disparar, qué puede ocurrir si el animal resulta herido y, en función de las características del mismo, el lugar, los medios disponibles y otros detalles, decidir en un momento dado si se dispara o no, y si existen posibilidades de rastrear la pieza y lograr cobrarla.

La posibilidad de seguir un rastro son los cimientos de ese plan B, así que la pregunta del millón fue: «¿Qué pasa si herimos al hipo ‘bajo la línea de flotación’, no se ve la flecha o la herida y se refugia en el pelotón siendo imposible identificarlo? La respuesta de Derick me resultó fascinante y dramática a la vez: «Lo más probable es que, estando herido, los guardianes no le permitan reincorporase al grupo», respondió.

El resto de la cena lo pasé pensando en la respuesta. Por una parte, me daba esperanzas y, por otra, cierta ansiedad, pensando en cómo resolver una situación tan delicada. Un hipopótamo herido intentando buscar cobijo en el grupo que lo rechaza… no se me antojaba algo fácil de manejar.

Al amanecer nos dirigimos a la zona del día anterior. Dejamos el coche retirado, caminamos y, amparándonos en la pantalla, nos dirigimos en perpendicular al punto. Los hipopótamos no se alarmaron en absoluto, lo que no quiere decir que los sorprendiéramos. Seguían en el centro del río con el agua hasta el cogote, fuera de alcance. Tras una hora, sugerí a Derick ir a otro punto.

El escenario resultó ser parecido. El ancho del Luangwa era el mismo, unos cien metros, pero debido a la erosión de las crecidas y el retroceso del agua, y dado que el punto estaba en un alto, se había formado un pequeño acantilado que me pareció muy apropiado en cuanto a favorecer la trayectoria de un hipotético disparo al hacer que la flecha entrase, si impactaba con un ángulo favorable para un blanco semioculto en el agua.

Escogí para esta cacería el Mathews Safari de 85 libras, que había hecho subir a 95. Había reglado y marcado la mira para un mismo tipo de flechas, pero con dos pesos distintos: con un rango de entre 20 y 70 metros para un peso de 850 grains y de 20 a 55 para 1.000 m. También había traído un PSE Omen, el arco, en ese momento, más rápido del mundo, de 80 libras subido a 90, un auténtico trueno, pero con un brace de 5” y unos cam de lo más salvaje que le hacen realmente delicado. Se necesita una tensión muscular y una concentración añadida, cuando se apunta, que lo hace muy crítico y, por lo tanto, algo desagradable, aunque tira francamente bien.

Las flechas Victory V1 250 son de las más rígidas que existen. Su spin digiere el tremendo empujón de la cuerda de estos arcos con esta potencia, deformándose lo mínimo y recuperándose antes. Aunque, como se ve en la foto, en realidad se retuercen en el aire como un churro, hasta que no transcurren bastantes metros de vuelo, es por eso que algunas veces, los cazadores de arco, cuando hacemos pruebas de penetración, observamos con sorpresa que tenemos más en casos más lejos que de cerca. Parece paradójico que, dado que la flecha a medida que avanza pierde velocidad y por tanto energía, tenga más penetración a más distancia. La explicación es sencilla: la flecha tarda un tiempo en volver a estar como está en reposo, o sea, completamente recta. Sería algo así como clavar un clavo doblado aplicándole sólo algo más de fuerza que a otro completamente recto. Si se prueba, se entiende al momento, por eso es tan importante armonizar el arco y la flecha en todos sus aspectos.

El pequeño pequeño diámetro de estas flechas las hace volar muy bien, incluso con viento, y los insertos de acero cónicos le confieren una capacidad de penetración que ninguna flecha en el mercado posee, si bien, por otra parte, también pueden presentar un gran problema cuando hablamos de caza extrema, problema que he solucionado recientemente fabricando mis propios insertos, que son parecidos al diseño original, pero con un detalle oculto que los hace comportarse de un modo absolutamente distinto en cuanto a la absorción de la energía que en el momento del impacto puede tender a doblarlos dependiendo del ángulo de incidencia.

Calculando el tiro

Si bien estaba en un puesto en alto, disponiendo de una ventaja balística para los efectos, los hipos, por el contrario, parecían estar más interesados en permanecer próximos a la orilla opuesta.

Me encaré el range finder y constaté que el grueso del grupo estaba a unos 70 metros. Me lo tomé con calma y procedí a montar el puesto. Suelo extender un gran pañuelo en el suelo donde acostumbro a dejar el arco incluso con la flecha puesta por si hay acción rápida. Me tomó poco tiempo. Al incorporarme, pude ver, a través de la ventana en la pequeña empalizada de juncos, algo que me sorprendió y que automáticamente me puso en lo que llamo ‘función depredador’. Me refiero a esa actitud tan particular que se puede observar en los felinos cuando se percatan por primera vez de su presa, eso es inmovilismo total, ojos fijos y respiración aparentemente contenida: un par de hipos se habían separado del grupo y… ¡se habían puesto en pie!

O bien el grupo estaba en una poza y aquel par se había salido de ella, o bien el río no era en aquella parte tan profundo y estaban echados sobre su panza, la cosa es que tenía dos hipopótamos con el cuerpo totalmente expuesto y, además, de costado. Miré a Lucía que me observaba mientras su mano se dirigía a la funda de su cámara, prueba inequívoca de que me estaba leyendo el pensamiento. Cogí el arco y salí a descubierto. A esa distancia, aunque nos pusiésemos todos a bailar la jota, a los hipos les iba a parecer bien.

El resto del personal no sé si prestó atención a mis movimientos. Medí la distancia y el blanco elegido estaba a 70 metros, pero con la corrección de ángulo la distancia, en cuanto a reglaje de la mira, era algo menor.

El tiro no era muy difícil, el tamaño del blanco, y no me refiero al hipopótamo sino tan sólo a la zona de sus pulmones, que a pesar de subir triangulando el cuerpo hacia arriba en su parte baja y media, presentaba una zona lo suficientemente amplia como para acometer un disparo con suficientes garantías.

El problema era el viento. Era bastante fuerte y racheado. Por si esto fuera poco, el hipopótamo elegido, si bien no andaba, no paraba de moverse, aunque lentamente y contra el viento, con lo cual el cálculo de deriva era aún más complicado. El viento soplaba a noventa grados a mi izquierda, y el hipo también se movía en esa misma dirección, o sea que, si me decidía a tirar, mientras la flecha estuviese volando el viento la desplazaría hacia la derecha del blanco, que a su vez se desplazaba hacia la izquierda aliándose con el viento, para que no impactase donde yo quería.

Valoré otra vez la situación y la respuesta a mi pregunta en la cena respecto a qué pasaría con un hipopótamo herido, unido a que la ocasión en la caza hay que aprovecharla, especialmente cuando se nos antoja, por las circunstancias, muy difícil, hizo la decisión más fácil. Mi mano derecha fijó la distancia en la mira con la corrección de ángulo que me había dado el medidor de distancia y, una vez fijada, el disparador buscó con decisión el loop de enganche en la cuerda.

Tensé el Mathews con el explosivo tirón inicial, que necesita noventa y cinco libras, decreciendo la velocidad progresivamente cuando el arco ya estaba casi abierto. Apunté con suavidad y firmeza. El viento me soplaba en la oreja izquierda con más fuerza de la que yo quería, y el endiablado hipo no andaba, pero tampoco se estaba completamente quieto. Podía estar unos segundos esperando, pero no muchos, luego debería o bien tirar o bien desmontar. El silbido en mi oreja pareció disminuir y también me pareció, o quise que me pareciese, que el animal estaba quieto. Acaricié el gatillo y la flecha salió como un misil.

Obviamente, para esta distancia había elegido las ligeras de 850 grains. Para llegar a 70 metros la corrección en alza es muy importante, así que la flecha describe una trayectoria parabólica importante perfectamente visible. ¡El vuelo de la flecha hacia abajo fue bellísimo!

El violento salto hacia adelante del hipopótamo y el oleaje de espuma blanca que creó fue impresionante. El animal, como suele ocurrir con los tiros con flecha, no sabía qué había pasado. Unas flechas tan pesadas, y de tan poco diámetro, se comportan bien con viento, pero, a pesar de todo, la distancia era importante, puede que también el animal se moviese algo y puede que yo no tirase todo lo bien que hacía falta, o puede que todo a la vez… La cuestión fue que el resultado en cuanto a precisión fue mediocre. Perfectamente colocado en altura, pero demasiado atrasado. La penetración fue suficiente. Cuando el animal se puso de costado pudimos ver que sobresalía algo más de un palmo, pero ya se había movido mucho y era difícil saber si eso había afectado a la penetración inicial.

361 - Hipopotamos del Luangwa (3)

El hipopótamo seguía, más o menos, en el mismo sitio, sin duda no acababa de entender qué había pasado. Puse otra flecha en el arco y esperé una nueva oportunidad. El animal estaba intranquilo y comenzó a moverse siguiendo el curso del río. Yo le seguí por el acantilado. Tras unos diez minutos, sus movimientos erráticos le acercaron a menos de sesenta metros, cincuenta y cuatro para ser exactos. Esta vez su posición era mucho más favorable. Nuevamente voló la flecha impactando en la parte alta de sus pulmones.

Esta vez la reacción del animal fue tremenda. Se sumergió violentamente corriendo por el fondo a una velocidad tal que parecía que no estuviese bajo el agua. Como la profundidad que allí tenía el río apenas le cubría, la ondulación que producía en la superficie mostraba su rumbo y su velocidad y, por supuesto, su impresionante potencia.

La captura final

Joseph, el scout –funcionario estatal dedicado a la lucha antifurtivos, así como a redactar un informe de los safaris–, era un adolescente de unos 18 años con un AK47 y ropa militar, pero con experiencia como para tomarle en serio. Cuando me miró sonriendo, a la vez que asentía con la cabeza señalándose el costado con el índice debajo del brazo, entendí que el disparo había sido bueno.

Esta vez el animal parecía estar herido de consideración. A diferencia de su reacción con el primer flechazo, no siguió aislado, sino que se dirigió con determinación hacia el grupo al que, al parecer, pertenecía. Lo que ocurrió a continuación no hizo otra cosa que confirmar mi admiración por las personas que, por formar parte de ese maravilloso mundo que es la naturaleza en estado puro, conocen las reacciones y las reglas del juego de los seres que allí habitan. La respuesta a mi pregunta en la cena la tuve ante mí de un modo tan dramático como real.

Con los cocodrilos paladeando su sangre y pegados a su estela, a no más de seis o siete metros de su cola, el hipo buscó el refugio de los amigos.

Los animales, a diferencia del ser humano, tienen en términos generales comportamientos más homogéneos en función de su especie. Una cebra se jugará la vida por ayudar a otra compañera en una situación complicada. Un hipopótamo lo hará luchando contra un compañero que comete el error de volver al grupo buscando amparo estando herido. En nuestra especie nunca sabemos quién es cebra o hipopótamo hasta que, por desgracia, tenemos que experimentarlo.

El guardián de la parte alta del grupo recibió al desamparado con las fauces abiertas de par en par. El herido no se arredró y abriendo su bocaza, de un modo más amenazante aun si cabe, se lanzó contra el portero. La violencia del lance quedo reflejada en los borbotones de agua que sus agresivos movimientos provocaban. Tras unas cuantas escaramuzas, todo acabó. El guardián cumplió con su cometido y el herido, perdiendo con honra, como estaba cantado, se alejó río abajo seguido de su sigilosa escolta en busca de su destino, del que darían fe los siniestros notarios que le perseguían y que cada vez, insolentes, se acercaban más a sus cuartos traseros.

Con los cazadores profesionales, en las situaciones que a uno se le antojan inciertas, nunca sabes si conoces lo que realmente saben o lo que piensan que saben o los planes que tienen o si no los tienen y lo que hacen es ir improvisando. De cualquier manera, Derick dijo que se iba a buscar un bote al poblado más cercano. A mí pareció bien, aunque yo había oído dos cosas acerca de los hipopótamos que me inquietaban. Una era que el hipopótamo ostentaba el récord en África de muertes de humanos. Otra era que la mayoría de víctimas eran pescadores que habían osado faenar con sus botes en la proximidad de estos irascibles mamíferos acuáticos.

La idea de pasar a ser ‘infante de marina’ en el Luangwa en aquellas circunstancias, no me resultaba así, al pronto, muy sugestiva, pero siempre podría, en última instancia, quedar como cobarde no enrolándome, alegando problemas de mareos o cualquier otra cosa.

A Joseph los cocodrilos no le hacían ni pizca de gracia. El campamento de los scouts estaba cerca del poblado de la zona y no hacía mucho tiempo los bichos se habían zampado a una lavandera incauta. Sea por esa razón o simplemente porque le resultaban antipáticos, cuando me vio meterme en el río tratando de acortar la distancia con el hipopótamo, con la intención de lanzarle otra flecha, le creé un problema grave. Él era un tipo serio y plenamente consciente de que, en ausencia de Derick, era el responsable de mi protección, así que si un coco se me comía estando yo metido en el río con el agua a la altura de mi desagüe natural y, no estando él a mi lado, le podía caer un buen paquete. Se quitó las botas, metió una bala en recamara del AK y se me pegó.

Un tercer flechazo sólo sirvió para atravesarle el cuello de parte a parte, esta vez con la flecha de 1.000 grains con la temible punta Ashby, que, aunque no tocó ningún punto vital, fue como si le atravesaran el mismo con la espada Tizona. Se alejó aún más, y nosotros volvimos a la orilla, cosa que entusiasmó a Joseph.

El tiempo pasaba, Derick no daba señales de vida y nosotros no podíamos hacer otra cosa que seguir al animal. De pronto, el hipopótamo comenzó a mostrar un comportamiento extraño. Se incorporaba hasta estar completamente de pie y entonces se zambullía dando un salto, haciendo esto una y otra vez. Cuando la profundidad aumentaba parecía un delfín saliendo y entrando del agua. Esto duró poco. Repentinamente, cesó la sesión de ballet acuático, se giró hacia la orilla opuesta y, lentamente, doblando alguna pata y cayendo de costado para incorporase nuevamente con gran trabajo, fue acercándose a la orilla. Murió a pocos metros de tierra. Fue un final dramático. Lamenté no haber logrado unos disparos más efectivos, con un fin más rápido.

361 - Hipopotamos del Luangwa (4)

Empecé este artículo en noviembre de hace dos años, al volver del safari. Cuando regreso es cuando siento ganas de escribir y contar lo vivido, luego, como suelo dejarlo a medias, va pasando el tiempo y se van acumulando nuevas historias de nuevos viajes. Hoy, octubre de 2014, acabo de volver de Mozambique, donde, además de tumbar a dos de los big five, un leopardo y un elefante, he tenido la oportunidad de disparar a otro hipo con el que empleé otros elementos en mis flechas. Comentaba que en esto de la caza extrema con arco uno se da cuenta de que es un camino sin final, en cuanto a estar definitivamente satisfecho respecto al material que uno está empleando. Siempre se están probando nuevos elementos buscando una mayor efectividad.

Hoy puedo decir que las puntas y los insertos que empleé entonces no fueron las adecuadas, aunque al final lograse abatir al animal.

Por fin, apareció Derick con un banana boat, uno de esos barquitos de fibra que ya se empiezan a utilizar por allí. Remolcamos al hipo hasta donde se pudo y, con toda la mano de obra disponible, incluyéndome a mí, logramos situarlo en la orilla.

El examen forense determinó que aquella pequeña incisión, apenas perceptible en mitad del cuerpo, por donde aparecían pequeñas burbujas sonrosadas, había sido la puerta de entrada de la muerte. Nadie diría que aquel discreto corte, casi un arañazo de apenas veinticinco milímetros, fue por donde entró aquello que acabó con la vida de tan formidable animal.

Aquel tremendo corpachón sirvió de alimento para los cocodrilos del Luangwa, en forma de bites. También para los nativos del poblado próximo a los que se les entregó una parte. Y, para nosotros, la parte más exquisita, el rabo, cocinado con maestría por nuestro elegante chef declamador.

 

Por Luis Villalba.

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