América Internacional

Cacería del borrego Dall en Alaska (III)


El tercer día comenzó el traslado. Primero nos despertamos. Posteriormente se nos sirvió el desayuno frugal de todos los días, consistente en avena y café. Concluido el desayuno, Steve sugirió empacar las mochilas y cruzar el glaciar.

Como a un kilómetro del campamento, se alcanzaba a atisbar un puerto. Cruzando ese paso se erguía un enorme glaciar.

Si queríamos encontrar un buen borrego, teníamos que atravesar la gigantesca masa de hielo.

Iniciamos el trayecto una hora después de haber terminado el desayuno. Con las backpacks colgadas de nuestras espaldas, y con un sentimiento de esperanza rejuvenecido, iniciamos el viaje. Un paso tras otro, nos alejábamos de donde pernoctamos las primeras tres noches. Justo cuando comenzábamos a encariñarnos con nuestro hogar transitorio, las circunstancias nos obligaron a abandonarlo.

Antes de iniciar el ascenso al glaciar, llegamos a un hermoso
antial. Ahí optamos por dejar las mochilas y tomar fotografías. El famoso y típico instagrameo. Y Armando me retrataba a mí; y yo retrataba a Armando. Y éste me decía que cómo me gustaba hacerla al cuento; y yo le respondía que me dejara de jorobar y me tomara la foto. Y de pronto Steve empezó a toser. Lo escuchamos preocupados carraspear por un tiempo prolongado; por lo que Klein y yo cruzamos una mirada de preocupación. No teníamos que hablarnos para comunicarnos entre nosotros: Steve se escucha mal; eso suena a pulmonía; ya se había quejado de dolores en la espalda; ¿y si le pasa algo? No chingues, toco madera; ¿estamos ante una emergencia? Aún no.
Pero existe la posibilidad.

Le preguntamos a Steve que cómo se sentía. El nerviosismo nos obligó a hacerle esa pregunta retórica, cuya respuesta conocíamos perfectamente bien. Johnson se crispaba con fuerza cada vez que tosía, y se quejaba de una punzada en la espalda. Sin embargo, insistía en que teníamos que dejar el glaciar a nuestras espaldas cuanto antes. Y dicho esto, comenzó a subir por el hielo inmenso, indicándonos que lo siguiéramos.

La ascensión fue pasmosa. Sin embargo, también lenta, casi vacilante, nerviosa. Cada paso que dábamos tenía que ser sobre el hielo firme. Así que con los palos palpábamos la zona en donde íbamos a pisar. Ahí no podías dar paso sin huarache. Tropezarte significaba una larga caída, deslizándote por encima del hielo y la nieve, hasta encontrar un golpe casi fatal.

Afortunadamente logramos vencer al glaciar. No obstante, Johnson ya no contaba con fuerzas para seguir adelante. Además, la temperatura había descendido como si le colgasen una pesa de plomo en los pies. Consecuentemente, desempacamos el campamento, lo montamos y decidimos pasar la noche en esa zona, al pie del enorme pedazo de hielo.

Aquella noche ni Steve ni Armando quisieron cenar fuera de sus tiendas de campaña. Por lo que Jason y yo preparamos la cena y se las acercamos a Johnson y a Klein cuando estuvieron listas. Ambos tiritaban dentro de sus bolsas de dormir, y agradecieron el gesto con una hilo de voz.

Cuando el neozelandés y yo terminamos nuestra bolsa de comida deshidratada, aquél sacó un termo de aluminio que contenía apenas unos veinte mililitros de whisky. Sirvió un poco a nuestros Tang de naranja y los dos encendimos un cigarrillo. Mientras bebíamos y fumábamos intercambiamos comentarios sobre la cacería, el paisaje, la vida. Pero un grito iracundo de Steve nos sorprendió.

—¡Armando! ¡What the fuck!

Steve Johnson desde su casa de campaña llamaba desesperado a Klein a gritos y entre gruñidos. Mi amigo le preguntó desde sus aposentos que qué pasaba. En su voz alcancé a percibir un tonillo de nerviosismo. Y Steve que pinche mexicano loco; que cómo era posible; que nunca había escuchado locura igual. Y el resto de nosotros se preguntaba que a qué se refería. ¿Serían delirios de la fiebre? Pero no, por fin luego de unas cuantas mentadas de madres más, entendimos qué había hecho enfurecer a nuestro master guide.

Johnson nos explicó, entre reproches y quejidos, que nos tenía una buena y una terrible noticia. Carajo. Qué feo sonó esa frase en ese momento. Sobre todo cuando escuchas ese oxímoron en medio de la nada, con los chillidos de las águilas y el suspirar del viento como tu única compañía. Además, el sol se escondía, las cumbres nevadas, otrora blancas, comenzaban a teñirse de gris. Y el frío ganaba terreno. Una buena y una ‘terrible’ noticia. ¿Cómo puede caber el ‘terrible’ en ese enunciado?

Cabe mencionar que todo esto sucedió dentro de un periodo de tiempo dilatado, porque cuando Steve estaba por informarnos, una llamada a su satelital lo interrumpió. Y entonces alcancé a escuchar que ordenaba que volaran gente de inmediato a la zona, que necesitaban ayuda los que tenían su campamento a orillas del río Copper. En el segundo campamento. ¿Quién estaba ahí, mi primo Baltasar o mi amigo Sebastián? Y por fin colgó.

So Steve, what happened?”, preguntó Armando nuevamente a gritos desde su tienda de campaña. Ésta se encontraba a un par de metros de la de Johnson, por eso ambos se comunicaban a chillidos. En medio de las exclamaciones y con cara de idiotas, fumábamos Jason y yo en silencio, preguntándonos qué estaba pasando.

Y Steve que bueno, pues les cuento; que Balta ya tiró; que parecía ser que un muy buen moose; que mi primo y su guía, Mike y su hijo Hunter, estaban muy contentos; que todos celebraron eufóricos, hasta que le preguntaron a Baltasar que cómo iba a querer disecar su trofeo. Y mi primo, que full mount; y que el guía y su hijo, ¿que qué?; que are you fucking kidding me?; y que Balta, pues no, que él disecaba todo completo, que hasta un elefante; y ellos que you’re kidding, right?; y mi pariente que no, que no era broma. Y entonces que todos molestos, que todos enfadados. Y que ahora, ¿qué hacemos? Le preguntaron. Y Baltasar que, pues yo qué sé, pues copinarlo, ¿no? Y Mike que no chingues. ¿Sabes lo que pesa la copina de un alce? ¿Sabes que la ley de Alaska nos obliga a únicamente dejar las vísceras y los huesos? Y mi primo que no, que no sabía eso. Y que dijo que podían pedir ayuda. Que te va a salir caro, le dijeron. Que no hay pedo. Respondió.

El desenlace y final de esta historia, la historia de la discusión entre mi primo y sus guías sobre qué harían con la piel del alce, terminó con un hacha y la copina de un moose completa partida a la mitad; con la espalda de mi primo lastimada; con un boleto de regreso a México adelantado. Sudor, sangre y lágrimas. Pero me informaron que previo a su salida de las montañas, mi primo y su guía bebieron mezcal, bourbon, whisky y vodka. Que cantaron todo el repertorio de The Beatles y amanecieron al día siguiente un poco malheridos.
man

De esto último nos enteramos cuando en el campamento base me topé con mi primo minutos antes de que lo volaran a la ciudad de Anchorage. Tenía ojeras, dolores lumbares y náuseas.

¿Cómo acabé yo en el campamento base el sexto día de cacería? Les cuento.

Cuando Steve terminó de quejarse de las excentricidades de mi primo, la calma volvió a reinar al pie del glaciar. Jason y yo apagamos nuestros cigarrillos, nos dimos las buenas noches y cada uno se dirigió a su tienda de campaña.

Esa noche Armando y yo leímos un poco antes de dormirnos. Luego la oscuridad y el silencio lo dominó todo.

Al día siguiente amanecimos sepultados bajo nieve. Una tormenta que se prolongó durante la madrugada, y no se apagó hasta el alba, cubrió de blanco toda la cordillera de Alaska.

El clima ya era un problema grave Así que comenzaba a tornarse urgente que replanteásemos el plan. Por lo que mientras bebíamos café decidimos bajar a pie hasta el campamento base, para de ahí volar a una zona completamente distinta a probar nuestra suerte. El viaje sería largo. Tres días, por lo menos. A pie y con todo el equipo a nuestras espaldas. Pero valía la pena hacerlo. En la travesía podíamos encontrar borregos, caribúes, lobos, osos, todo. No iba a ser tiempo perdido, había asegurado Steve, que esa mañana se encontraba mucho mejor.

Iniciamos nuestro descenso internándonos a un cañón que serpenteaba cuesta abajo, en dirección al río. Posteriormente, recorrimos una escalofriante cresta de piedras sueltas, que hacían que cada paso se sintiera irresoluto y siniestro. Luego por fin atacamos una colina, cuyas laderas se erguían desde el cauce de un arroyo, que cuando se nos dibujó en el horizonte supimos que ya no faltaba mucho para encontrarnos en tierras bajas. “All that thick bush you see downhill, that’s moose country, my friend”, me dijo Johnson.

A nuestros pies, cuesta abajo, emergía un mar de arbustos intransigente y rociado, que cruzarlo resultó un suplicio, pues los arbustos tenían infinitas manos que insolentes se aferraban al cañón del rifle y lo jalaban, haciendo el descenso laborioso y terrible. Sin embargo, entre el sabor a sal en los labios y las explosiones de perfume por las miles de moras que nos rodeaban, la bajada también tuvo un gusto como agridulce.

Para cuando por fin salimos del maldito bush, un crepúsculo de luces mortecinas guió nuestros últimos pasos para encontrar un lugar donde montar el campamento a orillas del arroyo. Al día siguiente, la meta era alcanzar el campamento de mi amigo Sebastián, que se encontraba a cinco millas. Así que teníamos que recuperar fuerzas con un largo y profundo sueño, pues el quinto día iniciaría al alba y consistiría en caminar y seguir caminando.

Y sí, en efecto, dormimos largo y tendido. Y cuando despertamos, a caminar. Y el camino fue más largo de lo esperado, tan largo que lo recorrimos cien veces. Subimos y bajamos lomas que eran idénticas. Siempre entre maleza y diminutos árboles, sobre agua y entre marañas. Pero lo logramos. A eso de las cuatro de la tarde arribamos al campamento de Johnny y Daniel, desde el cual cazaba Sebas. Ahí nos recibieron con comida caliente y whisky escocés.
Esa tarde nos relajó a todos. Bebimos, reímos e intercambiamos innumerables historias de cacería. Aquella noche, tal y como Serrat lo manda, no dosificamos los placeres. Los derrochamos. Comimos y bebimos de más. Así que el tiempo voló, y cuando nos dimos cuenta, era un nuevo día, de vuelta en el campamento base. Con la prisa correteándonos, secando lo que se podía, comiendo lo que encontramos y limpiándonos el cuerpo de la mejor manera posible. El tiempo apremiaba, pues esa misma tarde debíamos volver a volar a la nueva zona de caza. Tenía que ser esa tarde, puesto que de lo contrario, hubiésemos perdido dos días completos de caza por disposiciones legales, ya que no se puede volar y cazar el mismo día.

Humberto, the plane is here. Take all that shit and get the fuck out of here. Quickly!”, me ordenaron a gritos súbitamente mientras terminaba de empacar mi mochila. Y acto seguido, aterricé nuevamente a orillas del río Copper, al pie de todas las montañas, justo cuando Steve terminaba de montar nuevamente el campamento.

Armando nunca llegó.

Esa misma noche, en lo que Steve y Jason levantaban las tiendas de campaña, tomé el spotting scope y comencé a gemelear la montaña que teníamos de frente. Árboles, piedras, tierra y nieve. Así de monótona se sentía la búsqueda. Sin embargo, luego de unos diez minutos detrás del telescopio lo vi. Inmediatamente después de encontrarlo con la mirada clavada en el borrego, pregunté: “Steve? Is that a legal ram?”. Así que mi guía se acercó a mí, se hincó y me pidió me hiciera a un lado para que viera a través del telescopio. “Yes, my friend. That is a goddamn nice legal ram”. Por fin. (Continuará).

Por H. E. Cavazos Arózqueta

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