Europa Internacional

Rusia: el canto del gallo lira y el urogallo

Rusia es el país por excelencia para la caza de urogallos y gallos lira, que se pueden abatir ‘al canto’, en primavera, o con perros, en otoño. La cacería más clásica es ‘al canto’, que tiene un encanto especial al recechar a los pájaros en el celo, antes de su acoplamiento.

El gallo lira ‘canta en las arenas’ en campo abierto, a poca distancia de los bosques, en los que se esconde el resto del día. Con las primeras luces, en largos vuelos, llegan los machos, que empiezan a cantar (un canto similar a un siseo prolongado), saltando para hacerse visibles a las hembras, que son mucho más discretas, se esconden, y sólo se ven en escasas ocasiones. Los saltos también los hacen visibles a otros machos que llegan volando dispuestos a luchar con el ‘dueño de la arena’. Al más fuerte y vencedor pertenecerán las hembras del harén.

El urogallo es, por excelencia, un pájaro de bosque y nunca sale a lo abierto, como hace el gallo lira. Él también tiene determinados lugares para cantar en los árboles. Lo curioso es que, en uno de esos cantaderos pueden cantar de dos a tres…  ¡hasta veinte y más machos! También empiezan a cantar con la primera luz del alba en los árboles, para bajar a tierra después y luchar entre ellos. El canto es una serie de cloqueo que dura cerca de medio minuto y acaba en otro siseo prolongado. En un momento dado de su canto, el urogallo pierde su capacidad auditiva algunas decenas de segundos… y ése es el momento en el que el cazador, sólo en ese tiempo, puede dar dos o tres pasos para acercarse. Un mínimo error en el acercamiento, cuando el pájaro oye, significa el fracaso de la cacería, porque el urogallo sale volando inmediatamente.

Las dos especies son muy susceptibles y muy sensibles a los ruidos durante el momento del canto, por lo que es un verdadero arte ponerlos a tiro.

¡A la primera!

Decidimos este año intentar una zona nueva para esta cacería cerca de la ciudad de Tver, a unos 200 km al norte de Moscú, en dirección a San Petersburgo. Formamos, con tres cazadores –un americano, un español y un serbio–, un verdadero equipo internacional. Salimos con retraso desde el aeropuerto de Moscú y perdimos el tren. Cambiamos de tren y llegamos a Tver alrededor de mediodía, donde nos esperaban dos chicos con un furgón Mercedes, viejo, que, después de dos horas de viaje, nos dejó en el lugar de la cacería, un pequeño pueblecito de típicas casas de madera rusas, con una estructura en madera nueva, una especie de casas de caza modernas construidas a la antigua usanza, con habitaciones muy cómodas. Nos dijeron, tras una abundante comida de cocina rusa, que podíamos, y debíamos, descansar porque se salía de caza ¡a las 02:00 horas! Y puntual, a esa hora, llegó el guía ruso con un todoterreno para llevarnos por unas carreteras llenas de barro, en medio del bosque, que parecían impracticables a cualquier vehículo, aparte de en los que viajábamos (y con excepción de los tanques, posiblemente). 

Después de una hora  de dar bandazos en plena noche, llegamos, en mitad de un campo, hasta un pequeño escondite hecho con ramas de pino, donde el guía dejó al primer cazador, dándole una pequeña manta de material aislante y explicándole que debería tumbarse y esperar a que los pájaros llegaran al suelo con la primera luz para poder tirarles. Como tiraba con escopeta la distancia debería ser entre treinta y cuarenta metros. Dejamos al otro cazador en otro claro y, al final, el guía me dejó a mí también.

Me tumbé en la tierra mojada, con la manta aislante debajo, pero el frío empezó a sentirse, ya que la temperatura debería estar algunos grados bajo cero. Pero me olvidé de todo cuando, aún en plena noche, alrededor de las 3:30 horas, escuché, en la distancia, el canto de unas hembras, que se parecía a un cloqueo muy bajo. Todavía no se veía nada, pero oí el batir de las alas de un pájaro que bajaba al suelo en la parte derecha de mi escondite. Estaba tumbado hacia la izquierda y empecé, muy, muy despacio, para no hacer ningún ruido, a darme la vuelta para poder tirar. Empezaba a amanecer, pero aún no se veía más allá de unos metros. Pasaron algunos minutos de tensión y, al final, con las primeras y aún escasas luces, vi una mancha negra en la dirección en la que escuché el vuelo. Todavía no estaba seguro si era un animal o una simple mancha de vegetación. Y, en ese momento, esa ‘mancha’ ¡dio un salto de un metro sobre el suelo! ¡Sí, era el macho que quería hacerse visible a las hembras y a los otros machos concurrentes! Luego escuché otro canto característico, también de macho, similar a algo que crujía… ¡Era él! A través de un agujero en las ramas del escondite apunté al bulto negro y ¡lo vi saltar después del disparo! Corrí a recogerlo, ya que si estaba herido podía esconderse en la hierba para siempre… Pero estaba muerto. Era un ejemplar precioso, con colores metálicos brillantes, y muy desarrollada la ceja roja, característica de los machos en celo. Salí al camino para esperar a mis amigos que llegaron enseguida. Parecía que los pájaros no estaban muy activos por la baja temperatura de la mañana. Tras otra hora de trastabillar en el coche por los ‘benditos’ caminos llegamos a la casa, donde nos esperaba un desayuno ‘a la rusa’, con crema, setas y otras especialidades.

‘Ojeo’ de becadas’

Estabamos todos muy cansados y nos tumbamos hasta las 14:00 horas, para comer. Por las tardes, los urogallos y gallos lira no cantan. Pero en esa época se practica la caza a las becadas en celo. Los machos de becadas, en primavera, realizan vuelos nupciales al atardecer, por encima de pequeños claros en el bosque, para atraer a las hembras a lo abierto. En esos vuelos aprovechan los cazadores para tirarles. Así, no se daña a población porque se cazan sólo machos. Volando, las becadas hacen un ruido similar a un chirrido, y así es posible prever su llegada por encima de los claros para poder disparar. No tuve suerte y no pude ver ni disparar a ninguna, excepto una, fallada, la última tarde, a diferencia de mi amigo Jacobo, con mucha experiencia en ojeos de perdices, que se hizo con un par de ellas cada tarde. También Doug se llevó a casa un par… Sólo el que suscribe se volvió ‘bolo’ a casa. Así es la vida del cazador…

Mal tiempo y peor cara

La segunda mañana mis amigos siguieron esperando a los liras mientras yo, con el guía, me metí en el bosque en busca del urogallo. Con el coche atravesamos unos claros alfombrados de árboles caídos que había que saltar de uno en uno… un verdadero infierno. Acabamos atravesando un pequeño arroyo, cómo no, por otro árbol caído. Y todo en plena noche.

Al final llegamos a un lugar en el que los urogallos deberían de cantar, pero nada, ni un canto ni tan siquiera un rumor… El guía me explicó que hacía mucho frío y que los urogallos no suelen cantar cuando se está bajo cero. Regresamos con nuestros amigos, que habían cazado un gallo lira cada uno. Mucho antes de llegar al camuflaje de Jacobo vimos un par de gallos lira en los árboles, que intentamos espantar en dirección hacia su escondite, sin éxito, naturalmente. Cuando llegamos a donde se encontraba, lo vimos sonriente y nos mostró, orgulloso su lira. Nos explicó que vio varios, cantando y luchando, alrededor de su puesto. Proseguimos en busca de Doug, al que encontramos aún en su camuflaje. Pensé que no había hecho nada, pero salió ¡y nos mostró su trofeo! Era sólo el segundo día de caza y ya teníamos todos nuestros gallos lira.

Teníamos todavía tres días por delante para cazar el urogallo, que, en teoría, debería ser más fácil y más seguro de cazar. ¡Qué error! Al amanecer nos encontramos con una lluvia muy fuerte y los urogallos no cantan bajo la lluvia (al contrario que Gene Kelly). Al día siguiente, más. Al siguiente… poca lluvia, mucho viento ¡y no se oía nada! El ambiente se volvió tan taciturno que casi no hablamos entre nosotros. Por las tardes mis amigos tiraban algunas becadas… pero eso no son urogallos.

Diana siempre ayuda

El último día, por la tarde, deberíamos regresar en un tren de alta velocidad a Moscú, sin nuestro deseado trofeo.

Al día siguiente teníamos que estar en el aeropuerto: Doug, a mediodía; yo, más tarde; y Jacobo debía encontrarse con su mujer en Moscú. Me pidió, por favor, si se podía quedar un día más, ya que él no tenía prisa para coger el avión, como nosotros. Hablé con el organizador local y nos buscó un chófer para llevarnos a Moscú en cuatro horas y así pudimos cazar hasta las 07:00 horas y salir corriendo para que Doug no perdiera su vuelo.

El organizador habló con una finca de al lado en la que esa misma mañana cantaron los urogallos y decidió enviar a Jacobo y a Doug a ese cazadero, y a mí a un lugar, más cerca, al que sólo se podía llegar con un quad.

Mis amigos salieron a medianoche; yo, a la hora habitual, las dos de la madrugada. Después de una hora de saltar como un canguro en el quad, llegamos en un claro con árboles caídos. Seguía al guía, paso por paso, ya que la linterna se había quedado sin baterías.

Nos paramos, en plena noche, en mitad del bosque esperando al amanecer, con tan mala suerte, que se levantó un fuerte viento entre los árboles y no escuchábamos nada. Aún de noche por todo el mundo, intentamos desplazarnos más dentro aún del bosque y, como por un milagro, el viento se paró por momentos y el guía me agarró y apretó la mano. ¡Había oído el canto! Yo, un poco sordo, de los muchos disparos que he realizado en mi vida, no oía absolutamente nada.

Tiró de mí dos pasos y se paró. Yo lo seguí dos pasos y paré. Otros dos pasos y parada… y así unos cuantos minutos. Le escuché cloquear yo también, pero no vi al pájaro hasta que nos encontramos directamente debajo de él, que se perfilaba en el cielo como una mancha negra en medio de las ramas. Lo observé muy bien, todavía en la negrura, debajo de los árboles, aunque no se veía la mira de la escopeta. Le apunté bien, cielo arriba… ¡y al pájaro!, que cayó pesadamente entre las ramas. El guía corrió y lo cogió del suelo con aires de triunfo. Después me explicó que si el urogallo no está muerto, sale corriendo a pie y es muy difícil cobrarlo. Debajo de los árboles todavía estaba muy oscuro, no podía ver bien a mi presa. Salimos del bosque… y ahora sí lo pude apreciar, lleno colores y con el plumaje perfecto de un muy viejo y oscuro urogallo…

Regresamos con el quad hasta la casa, donde llegaron mis otros dos mis amigos más contentos que unas pascuas. ¡Los dos habían cazado sus urogallos! Toda una suerte con un tiempo tan inclemente… después de tres mañanas ¡sin oír ni un solo canto!

Diana cazadora siempre premia a los que persisten en el intento… CyS

Por Sergio Dimitrijevic / www.safariinternational.com/es

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