África

Todwa. La caza del sitatunga del Zambeze (I)

Núñez Seoane con el hipopótamo del río Luangwa, el quinto que caza.
Por Alberto Núñez Seone

Tercera incursión cinegética de Núñez Seoane en Zambia. Aunque el objetivo era el sitatunga, cocodrilo e hipopótamo no fueron mal aperitivo.

Zambia es uno de esos pocos lugares que aún quedan en África en los que se puede respirar… aire negro puro como el diamante, se puede oler polvo limpio, se puede palpar el sonido del viento tratando de acariciar un sol imposible –por hermoso– al atardecer, se puede cazar, y vivir la caza… como se debe. Se puede, en fin, sentir la intimidad de nuestros adentros muy a flor de piel, beber de la esencia de una tierra ancestral, mítica, esencial donde las haya, una tierra que, inexorablemente, se nos va.

La República de Zambia está situada en el centro-sur del continente africano, entre Tanzania y la República Democrática del Congo, al Norte, y Zimbabwe y Mozambique, al Sur. Su nombre proviene del río Zambeze, el más importante del país, y en 2014 celebrará sus 50 años de independencia, desde que el 24 de octubre de 1964, se liberasen del patético yugo de «Su ‘graciosísima’ majestad» británica.

Zambia tiene una extensión equivalente a una vez y media la de España (752.000 km2), está dividida en nueve provincias, siendo la sabana arbolada su bioma dominante. También hay muchas zonas montañosas, entre las que destacan los montes Muchinga, y depresiones tectónicas, en las que las aguas de sus tres ríos más importantes, el Zambeze, el Kafue (afluente del anterior) y el Luangwa, dan lugar a abundantes lagos y zonas pantanosas, como el Kariba o el Mweru, entre aquellos, y Bangweulu o Tondwa, entre éstas.

Su economía se basa en la exportación del cobre, la producción de cemento, algodón, tabaco y caña de azúcar. La agricultura es muy pobre: mijo, maíz, mandioca y cacahuetes.

Gran riqueza faunística
La ‘otra’ gran riqueza de estas tierras es su fauna. Zambia cuenta con los cuatro grandes (el rinoceronte blanco se está reintroduciendo), la mayor población de hipopótamos de África, cocodrilos, hiena manchada, eland (Livingstone), sable, roan (southern), waterbuck (common), hartebeest (Lichtenstein), sitatunga (Zambezi), kudu (southern greater), reedbuck (common), bushbuck (Chobe), puku, duiker (southern grey), grysbok (Sharpe), impala, facochero, bushpig y cebra (Grant). Además, están las ‘joyas de la corona’, tres especies animales endémicas, es decir, que sólo se pueden encontrar en Zambia: el lechwe de Kafue, el lechwe negro y el ñu de Cookson. Todo un paraíso cinegético.

Era mi tercer viaje a Zambia. Antes, en los dos safaris anteriores, había estado cazando en los pantanos de Bangweulu, donde conseguí el lechwe negro, y también en el valle del Luangwa. De allí me traje todas las especies que se podían cazar menos el grysbok de Sharpe, que lo fallé, y el leopardo, que no lo intenté.

Volé desde Lusaka hasta Nyaminga. Cuando la avioneta se acercaba a la pista de aterrizaje, pude ver lo mucho que había cambiado, para mal, la sabana. Hacía sólo dos años que había hecho el mismo vuelo, entonces, tan sólo el pequeño poblado de Nyaminga y algunas chozas aisladas, interrumpían la monótona maravilla de la sabana africana. Hoy, centenares de zonas habían sido quemadas, los claros se habían adueñado de lo que antes era territorio de leones y búfalos, pequeños núcleos de población salpicaban lo que antes era territorio virgen. La imparable y desordenada expansión del hombre estaba masacrando el valle.

Un buen comienzo
Nos esperaban en dos coches para acercarnos al campamento en el que había estado en mi último safari. Allí nos aprovisionamos de víveres y bebidas y seguimos viaje hasta Chanjuzi, donde pasaría tres días en un campamento situado a orillas del Luangwa para tratar de cazar dos animales que me apasionan, un hipopótamo –tengo cuatro–, y un cocodrilo –también tengo cuatro–. Luego, seguiría camino hacia el norte, hasta los pantanos de Tondwa.

Saludar a los amigos que dejé hace dos años, fue un verdadero placer. Allí estaban todos, Johnny, Obama, Bud… Nos contamos cosas, recordamos, reímos, bebimos cerveza muy fría, tomamos sopa de gallina de Guinea, criadillas de hipo y filetes de búfalo. Luego, un buen whisky… y ya teníamos la receta del paraíso, sobre todo porque mañana saldríamos a cazar.

Muy de mañana comenzamos a recorrer la orilla izquierda del Luangwa. Frente a nosotros, al otro lado del río, el Luangwa National Park, semillero de grandes leones, miles de buenos búfalos y fantásticos elefantes. No tardamos mucho en ver algunos ‘lagartos’ sesteando en los bancos de arena, pero buscábamos uno, al menos más grande que el que había conseguido la última vez, así que continuamos con nuestra búsqueda que, en esa mañana, no dio su fruto.

A las diez el calor era agobiante. Regresamos para comer y echar una siestecita. A las cuatro estábamos de nuevo en marcha. No lejos del campamento, en un recodo del río, vimos un buen ejemplar que descansaba en la orilla opuesta. La distancia no era excesiva, entre 80 y 90 metros, pero la dificultad estaba, como siempre con cocodrilos e hipos, en la necesaria precisión del disparo, imprescindible para que el animal quede fulminado en el sitio. De lo contrario se perdería en las aguas el río y, aunque el tiro fuese mortal, nunca lo encontraríamos antes que el resto de sus compañeros, que se darían un festín a su costa, y la nuestra.

Usé la horquilla formada por el tronco y la rama de un árbol próximo, como apoyo para asegurar la inmovilidad del rifle en el momento de disparar. Puse la mira en ocho aumentos –con más potencia la cruz se mueve demasiado–, apoyé la cara contra la culata de mi viejo 8×68, apreté con fuerza la base, completa, de la culata contra mi hombro, aguanté la respiración y comencé a calcular.
No había prisa, aún hacía mucho calor y el reptil estaba profundamente dormido, inmóvil, calentando su sangre bajo el sol africano. Podía tomarme mi tiempo. Por la posición del animal respecto a la mía, debía colocar la bala entre el ojo y el oído. Por ese espacio, de unos 10 centímetros, el proyectil llegaría directo al cerebro y el éxito estaría asegurado.

Como suelo hacer en muchas ocasiones, coloqué la cruz de la mira por debajo del punto en el que quería hacer blanco, para ir subiendo luego, lentamente, hasta llegar al objetivo. Una vez allí, la presión de mi dedo sobre el gatillo iría aumentando hasta que el disparo me sorprendiese. Es bueno que así sea para evitar lo que conocemos por ‘gatillazo’. Repetí esta operación, obviamente sin disparar, dos o tres veces, no recuerdo, hasta que en una de ellas ‘sentí’ el tiro… y lo hice.

El cocodrilo no se movió, pero la sangre que le brotaba a borbotones de su cabeza, tiñendo de rojo las cercanas aguas del Luangwa, me ‘decía’ que el disparo había sido bueno.

Los dos pisteros cruzaron el río para recoger el trofeo, pero cuando el primero de ellos se acercó al animal, éste se revolvió –¡increíble!– atacándoles y se metió en el agua. El salto que pegó el pistero se lo pueden imaginar. Por fortuna las mandíbulas del cocodrilo no le alcanzaron y, también por fortuna, el bajo nivel del agua que había en la orilla, dejó al descubierto la cabeza del animal. Sin miramientos y ahora sin apoyo, ante la urgencia de la situación, en pocos segundos volví a apuntar y a apretar el gatillo haciendo blanco de nuevo. Esta vez, si fue suficiente y mis compañeros pudieron arrastrar sin peligro los once pies y medio que midió el reptil, hasta nuestra posición. ¡Un buen comienzo!

Viento en popa
Salimos en busca de hipopótamos. Como saben, el Luangwa es el río con mayor densidad de estos animales en toda África, por eso es fácil encontrar numerosos grupos de estos asombrosos ‘caballos de agua’ –eso significa su nombre–. La dificultad consiste, primero en distinguir los machos de las hembras, y después en encontrar el momento en el que aquellos se decidan a abrir su enorme bocaza para calibrar la posibilidad de un buen trofeo.

Parecían saber por qué estábamos allí, porque resultaba frustrante el tiempo que podía pasar hasta que ‘el candidato’ se decidiese a regalarnos un buen bostezo. El caso es que, con paciencia, siempre llega el momento en el que nos dan una alegría y nos muestran sus descomunales colmillos –doce tienen–.

Localizamos un buen ejemplar, pero me fue imposible poder dispararle. No se decidía a asomar la cabeza, manteniendo fuera del agua sólo los ojos y las fosas nasales, por lo que la posibilidad de colocar la bala en el sitio adecuado –bien entre los ojos, bien entre un ojo y el oído– era prácticamente nula.

Los cuatro hipopótamos que llevaba en mi haber hasta ese día –en Camerún el primero, en Mozambique el segundo, en Uganda el tercero y aquí mismo, el cuarto–, fueron todos cazados en el agua, bastante más complicado, obviamente, que hacerlo en tierra. Esta vez, tampoco iba a ser una excepción.

Dimos por inútil la espera, así que abandonamos el lugar y seguimos, río arriba, en busca de otro grupo. No tardamos mucho en dar con él. Repetimos la operación, y cuando estuve de acuerdo con el profesional sobre cuál era el elegido, coloqué el trípode en la arena y me preparé para esperar el momento en el que el animal me diese la oportunidad de hacer un buen blanco.

A veces tienes suerte, dicen, y ese momento no tarda mucho en llegar, pero a mí nunca me ha ocurrido. Siempre he tenido que aguardar bastante tiempo, horas a veces, con el ojo lloroso, el visor empañado y los brazos cansados de sujetar el rifle. No fueron pocas las veces en las que quité el seguro del arma, preparándome para disparar, y un poco más tarde lo volvía a poner, para seguir esperando. Pero es que esta caza es así.

La noche se venía encima, en pocos minutos no habría luz suficiente para poder disparar con garantías. La inquietud se fue apoderando de mí, pero tenía muy claro que no apretaría el gatillo hasta estar convencido de poner la bala en su sitio –luego, sería lo que Dios quisiese–. Además, aún me quedaba otro día por delante, incluso podría retrasar la marcha hacia Tondwa si fuese necesario, así que… paciencia.

Pepepótamo –así se llamaba un simpático personaje de dibujos animados, el del hipoaullidohuracanado– se portó, y con las últimas luces de la tarde, colocó su cabezota unos cuatro o cinco dedos por encima de la superficie del agua, fue lo último que hizo. Apreté el gatillo y la enorme corpulencia del hipo desapareció bajo el agua. La gran mancha de sangre que surgió, me aseguraba que había hecho blanco.

Decidimos esperar a que el cuerpo saliese a flote –a veces tarda un par de horas, otras bastante más–, porque si lo hacía a media noche y no estábamos allí, por la mañana lo único que íbamos a encontrar serían los jirones que dejasen los cocodrilos. También tuvimos suerte con esto, antes de transcurridas las dos horas de rigor, el lomo del fantástico animal asomó y, con la ayuda de una chalupa y una cuerda, nos dispusimos a arrastrarlo hasta la orilla, cosa que logramos después de casi una hora de esfuerzo agotador. ¡Las cosas seguían viento en popa!

Aunque ya tenía los dos trofeos por los que había venido, no quise adelantar el viaje hacia el norte. Esa noche dormiríamos muy poco y prefería pasar el día siguiente descansando y haciendo estragos entre francolines, gallinas de Guinea y gansos, antes que darme, por adelantado, la paliza que me esperaba. Así lo hice.

La avioneta que nos llevaría, a Johnny y a mí, hasta Kasama, nos recogió al alba en la pista de tierra de Nyaminga. Una hora y media después, aterrizábamos en la capital de la Provincia del Norte, una pequeña población surgida al amparo de los que en su día fueron fructíferos y rentables cafetales.

En Kasama nos duchamos, comimos bien, recogimos el todoterreno que usaríamos para el viaje, compramos algunos víveres, un par de ruedas de repuesto y, sobre todo, mucho gasoil. Luego, salimos hacia el norte, a siete u ocho horas de coche, cuarenta kilómetros al sur de la frontera con la República Democrática del Congo, nos aguardaban los pantanos de Tondwa, tierras de sitatunga.

Tuvimos suerte, sólo pinchamos una vez y no encontramos ninguna pista bloqueada. Mucho calor, eso sí, muchas moscas y empanizados por completo en el polvo rojizo que lo cubría todo, pero, en un poquito menos de siete horas, el morro del Toyota me señalaba el verdor húmedo de unas tierras que fueron de leyenda: Tondwa.

Panorámica de la sabana humillada zambiana.
Imagen del río Luangwa.
El comité de recepción.
Los pisteros cobrando, al fin, el cocodrilo sin sobresaltos.
El autor y cazador con el cocodrilo, que midió once pies y medio (unos 3,5 metros)
Vista del campamento de Chanjuzi.

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