Europa

La caza del ibex de Kri-Kri en las montañas de Macedonia

El autor con el Ibex del Kri-Kri, el objetivo prioritario del viaje a Macedonia.
Por Alberto Núñez Seoane

Macedonia es un pequeño país de poco más de 25.000 kilómetros cuadrados de superficie, con menos de 900.000 habitantes, situado entre Serbia, Bulgaria, Grecia y Albania. Con una Historia apasionante, un presente problemático y un futuro que dependerá, por entero, de su desarrollo para tener opción a integrarse en la Unión europea.

Fue la tierra de Alejandro Magno, pero su composición actual tiene poco que ver con la que tuvo en tiempos del gran conquistador. Tras muchos problemas con la antigua Yugoslavia, con sus vecinos griegos –con los que aun tiene disputas vigentes– y con la ONU, fue reconocido como Estado independiente y soberano en 1993, hace apenas diecisiete años.

Macedonia es un país eminentemente agrícola y con una relativamente importante producción de acero que, junto al tabaco y los alimentos, son sus exportaciones más significativas. La situación económica que atraviesa es bastante mala y la tasa de paro alcanza casi a un tercio de la población.

Su capital es Skopie, con más de 600.000 habitantes –casi dos tercios de la población del país–. El resto de su territorio, salvo las poblaciones de Bitola, Kumanovo, Prilep y Tetovo, con poblaciones de unas cincuenta mil personas, lo conforman pequeños pueblos y diminutas aldeas.

La relativa proximidad de este país, amable y acogedor, se torna en largo viaje debido a las pésimas conexiones aéreas, lo que me obligó a realizar al menos tres vuelos desde mi salida y a sufrir una gran cantidad de horas muertas en las esperas aeroportuarias. Pero, ¡al fin!, estaba en Skopie. Allí me esperaban para viajar durante unas tres horas hacia el sur del país, muy cerca de su frontera con Grecia, cuyas montañas de la zona noroeste divisaba con claridad desde los montes en los que iba a cazar.

Kri-Kri y lobo gris
Dos trofeos me trajeron a estas latitudes: el ibex kri-kri y el lobo gris. El primero de ellos, el ibex kri-kri (Capra aegagrus creticus), no es una cabra salvaje oriunda del Mediterráneo oriental, pero fue introducida en la época Minoica (1.500 a.n.e.) y, con el tiempo, se convirtió en una especie endémica de Creta. Actualmente sólo se encuentra en esta isla, en otras dos islas griegas, Sapienza y Atalanti, y en Macedonia, la tierra que piso.

Es un animal tímido y probablemente sea el más pequeño de todos los ibex. Su piel, de color marrón claro, tiene llamativas manchas negras alrededor del cuello y en la parte delantera de las patas. Suelen descansar durante el día, aprovechando las primeras horas de la mañana y el atardecer para salir en busca de alimento y agua.

Desde Skpoie viajamos durante unas tres horas hacia el sureste, hasta Lakavica, a un paso de la frontera con Grecia,  a un terreno de casi 9.000 hectáreas en el que iba a intentar cazar el kri-kri.

Incertidumbre
En la primera mañana de caza fuimos hacia un gran barranco, no muy distanciado de la casa en la que dormimos. En la solana, los ibex acostumbraban a dejarse ver, muy temprano, cuando se movían en busca de alimento. Allí estuvimos varias horas, pero lo único que conseguimos fue localizar dos hembras. Anduvimos, luego, por el viso de uno de los cerros que delimitaban el barranco, pero el resultado fue el mismo. La mañana se nos fue y la tarde no supuso ninguna novedad, al menos en cuanto al kri-kri, porque lo que si tuve fue la fortuna de poder estrenar mi rifle en tierras de Macedonia, disparando sobre un guarraco que encontramos, muy al caer la tarde, en uno de los comederos colocados en la finca.

Íbamos de vuelta a casa, por el carril, cuando el guarda se paró para comprobar la zona. Yo hice lo propio y, los dos a una, nos sorprendimos con aquel cochino. Muy grande de cuerpo, comía tranquilo, pero nuestra posición no nos iba a permitir acercarnos demasiado, por lo que, una vez andado lo que aconsejaba la prudencia, me acomodé y preparé un disparo de unos 170-180 metros.

Cuando sonó el tiro, el guarro emprendió una frenética carrera monte abajo, en busca de la seguridad del matorral. Le pude disparar otra vez, en plena carrera pero, así como le pegué con el primer disparo, el segundo se quedó muy atrás.

Estuvimos siguiendo la sangre hasta que nos quedamos sin luz y sin suerte. A la mañana siguiente, con un par de perros, reemprendimos la búsqueda, infructuosa, del guarro. Mientras almorzábamos, me aconsejaron que lo dejásemos tranquilo en la espesa barranca en la que se había refugiado, si acababa por morir, lo encontraríamos al día siguiente, de lo contrario, en uno o dos días, debería salir a los claros en busca de comida o agua y tendríamos, tal vez, la ocasión de rematarlo. Me pareció razonable y accedí. Mi confianza en el daño que puede hacer el 8x68S, es total, aunque, en este caso, pensé, mi mal tiro, al vientre del animal, complicase bastante el pronto final del cochino. ¡En fin…!

Por la tarde volvimos, sin éxito, en busca de los ibex. La noche la tenía reservada para un animal que siempre he querido tener en mi colección, un animal… un tanto especial, el lobo.

En esta primera salida, fuimos a hacer una espera nocturna a un viejo almacén situado en las afueras de un pequeño pueblo. El lugar era bastante deprimente, pero la enorme densidad de lobos en la zona hacía muy frecuente sus vistas a este sitio, en busca de restos de animales muertos.

El frío era muy intenso, la visibilidad, a través de la vieja mira rusa de visión nocturna que me prestaron, era… penosa. El caso es que aunque, según me aseguraron, mis compañeros, vieron uno, pero yo no vi nada, salvo un precioso y enorme gato salvaje que no tiré por creer que estaba prohibido.

Cuando volvimos a casa eran más de las dos de la madrugada. Una ligera comida caliente y una buena ducha, me llevaron en volandas hasta la cama, con la que no tuve ningún problema para pasar, juntos y sin discutir, unas cuantas horas de reparador descanso.

El cochino seguía sin aparecer, y a los ibex no los encontrábamos por ninguna parte. El día transcurrió en este empeño y luego llegó, de nuevo, lo que esperaba ansioso: la noche del lobo. En esta ocasión fuimos a una pradera al pie de unas colinas, lejos del pueblo y de la gente. Allí había una pequeña cabaña de madera que nos serviría para pasar la noche, si era necesario. Al parecer, era frecuente que los lobos si no aparecían en la noche lo hiciesen al clarear el alba.

Nos acomodamos con estrecheces e hice un reconocimiento visual del terreno para situarme y tener claras las posibles indicaciones que Zlatko, mi guía, me haría si llegaban los cánidos.

Las horas pasaban con lentitud. El frío nos iba calando poco a poco. Había mirado tantas veces los restos de la vaca que usábamos como cebo, que apenas si era capaz de distinguirlos del entorno. Me quedé sumido en un duerme vela hasta que unas palmaditas de Zlatko en mi hombro, me hicieron dar un respingo que casi me lleva a golpearme la cabeza con el techo. Faltaba poco para las tres… y me dijo que dos lobos venían derechos al cebo. Debía prepararme y estar muy atento, él –que usaba un buen aparato de visión nocturna– me indicaría cuando estuvieran a tiro.

Un par de minutos más tarde, recibí la señal. Miré, vi, disparé y… fallé. Mejor dicho: miré, creí ver, disparé y… acerté. Lo que ocurrió fue que a lo que yo apuntaba, y recibió la bala, no era un lobo si no una sombra proyectada por el cuerpo sin vida de la vaca.

Cuando, tras el disparo, Zlatko me preguntó: «¿A qué has tirado?», comprendí que algo no había ido bien. Salimos de la caseta, nos dirigimos al lugar en el que yo creí ver los lobos y me di cuenta de mi error. Él me dijo donde estaban los animales cuando yo disparé y por donde huyeron después. La verdad es que mi confusión no fue muy descabellada, pues la forma de la sombra y el ‘movimiento’ aparente de la misma con el soplar del viento sobre la yerba, daban a mi ‘lobo’ un parecido más que curioso con la silueta de uno de verdad.

En fin… me disculpé por haber echado a perder una buena ocasión, recogimos los bártulos, caminamos hasta el coche y nos fuimos a dormir. Mañana sería otro día…  ¡Ya creo que lo fue!

¡Ibex!
Muy temprano, al poco de haber dejado el calor de la chimenea en la casa, encontramos a un guarda en el camino. Nos dijo que venía en nuestra busca, ya que había visto, no lejos de allí, un grupo de cinco ibex machos. Zlatko, los dos guardas y yo, echamos a andar hacia el lugar, al que llegamos dando un pequeño rodeo que nos llevó algo menos de una hora. Nos colocamos encima de un saliente rocoso que nos permitía divisar la mayor parte de la zona en la que estaban los animales. El problema era lo tupido de la vegetación, que sólo nos permitiría ver a los ibex si salían a alguno de los pocos claros, o bien si lo atravesaban.

Entre los cuatro nos dejamos los ojos mirando a través de los prismáticos, pero no veíamos nada. Ante nuestra reiterada insistencia en la duda, el guarda nos aseguraba, una y otra vez, que los animales tenían que estar allí, no albergaba ninguna duda al respecto.

Pasó toda la mañana y llegada la hora del almuerzo. Me preguntaron si volvíamos a la casa, pero les dije que prefería seguir aguardando, así que uno de los guardas se quedó conmigo y el otro, junto con Zlatko, fue  en busca de algo para engañar al estómago.

Antes de que regresaran, localizamos a dos de los ibex, uno tumbado bajo un árbol y otro cerca de él, ramoneando la vegetación. El que estaba echado era un buen trofeo, pero la excesiva distancia y las ramas me impedían tener un blanco factible, así que continuamos esperando, aunque ahora más esperanzados por la certeza de su presencia.

Parecía que los animales no tenían intención de moverse. El tiempo pasaba y la proximidad del crepúsculo me preocupaba: mañana los ibex ya no estarían allí y tendríamos que volver a empezar; pero, en uno de los ‘peinados’ visuales por la zona, me pareció apreciar movimiento entre la espesura, bastante lejos de donde estaban nuestros dos ibex. Zlatko ya había regresado, así que se lo comenté y nos concentramos en la zona en la que había visto ‘algo’.

A los pocos minutos, tres ibex aparecieron por un pequeño sendero avanzando hacia nuestra posición. Me preparé para disparar. Uno de ellos era similar al que permanecía tumbado e inalcanzable para mi rifle y, si los tres machos continuaban su marcha, en unos minutos los tendría a tiro. El que ya pensaba que era el ‘mío’ era el último de los tres.

La suerte estaba a mi lado, ¡ya lo tenía! Coloqué la cruz del visor en el codillo del animal, la moví un poco hacia su pecho, para compensar el ángulo en el que estaba y… apreté el gatillo. El ibex dio un salto, inconfundible, y corrió desapareciendo entre la espesura.

No debía de estar muy lejos, pero lo que nos dio tiempo a rastrear, hasta que la luz se fue, no dio resultado… no lo encontramos. Zlatko, uno de los guardas y yo, regresamos a la casa para prepararnos, debíamos salir al tercer aguardo al lobo. El otro guarda se quedó para apurar la búsqueda hasta la última claridad.

Un poco preocupado, me preparé en la casa, ya que iríamos al mismo sitio del primer día. No llevaba ni media hora sentado en mí puesto de espera dándole vueltas al lugar en el que podría encontrarse el ibex, cuando la radio de Zlatko sonó: ¡habían encontrado el kri-kri!

Lo que bien empieza…
Pero ya se sabe que lo que bien empieza bien acaba. Poco antes de la una y cuarto de la madrugada, Zlatko me avisa: «¡Viene un lobo, prepárate!» Aprieto la cara contra el visor, trato de distinguir algún movimiento a través de la pantalla, turbia y llena de brillos. Por fin, puedo ver algo que se mueve en nuestra dirección, ¿será eso un lobo?

–¿Es eso? –Pregunto.
–¡Sí, ese es el lobo! –Escucho.
–¡Está muy lejos! –Digo.
–No, no está a más de 130 metros. –Me responde Zlatko.
–¡Dispara! –Insiste.

El lobo se para, pero no me da tiempo a fijar el tiro. Avanza unos metros. Logro no perderlo en la mira. Aguardo a que se vuelva a detener. Se vuelve a parar. Ni me lo pienso, aprieto el gatillo y veo, con cierta claridad, como huye corriendo en zigzag. Sin duda va pegado.

Bajamos del puesto y vamos con las linternas hacia el lugar en el que estaba el lobo cuando disparé. A los pocos metros encontramos sangre. La seguimos hasta que llegamos a un pequeño arroyo por el que el animal había cruzado. No pudimos encontrar el rastro al otro lado, así que lo tuvimos que dejar para el día siguiente. ¡Otra nochecita de incertidumbre! ¡Vaya tela!

A primera hora de la mañana estábamos tras el rastro. Encontramos el lobo muerto a escasos metros de donde habíamos abandonado la pasada noche, al otro lado del riachuelo ¡Pedazo de alegrón pa mi cuerpo serrano!

Y de postre… un muflón
Con los deberes hechos, solamente me quedaba encontrar el guarro… perdido. Mientras tanto, aproveché los huecos para tratar de cazar uno de los muy buenos muflones que había tenido oportunidad de ver días antes.

Fue en la misma mañana en la que encontramos el lobo, a última hora, cuando vimos una piara con un par de magníficos machos. Le hicimos una buena entrada y le pude tirar sin mayor problema.

Tan sólo disponía de un día más para encontrar el dichoso cochino y, la verdad, ya no tenía muchas esperanzas. Pero al día siguiente, la buena suerte me volvió a llamar infiel. Estábamos almorzando antes de emprender la última salida, cuando el guarda que nos solía acompañar me dio el alegrón: uno de los perros que llevaba su compañero –nos habíamos dividido en dos grupos para abarcar más terreno– encontró el rastro y dio con el dichoso jabalí: ¡llevaba muerto unos dos días! Las navajas que asomaban por su boca iban a juego con el tamaño de su cuerpo: ¡espectaculares!

Panorámica del bello cazadero donde se desarrolló el rececho del Kri-Kri.
El aeropuerto internacional de Skopie, como se puede apreciar, es la ‘puerta de entrada’ a las tierras del Gran Alejandro Magno.
Con el lobo gris, otro de los objetivos de esta expedición a tierras macedonias, y el muflón que abatió el autor en los últimos días de caza.
El autor en Skopie, la capital de Macedonia.

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