En la prensa

Noviazgo montero; por Alfonso Ussía

Fuente: larazon.es

En España hay fiestas populares y costumbres tradicionales repugnantes. Entre las segundas destaca el «noviazgo» de los nuevos monteros, es decir, la insufrible y tosca gracieta a la que son sometidos los novatos que en una montería abaten su primera res. No la he visto, pero se ha escrito mucho de la fotografía de un político del PP balear en la que aparece con los testículos de un venado muerto en su cabeza. 

 

La caza se rige por leyes y costumbres. Resulta sorprendente la mutación anímica que experimentan muchos cazadores, educados y normales vestidos de gris, cuando se indumentan con verdes y pardos y se ajustan los zahones monteros. Se convierten en seres deleznables, salvajes, y lo que es peor, ayunos de gracia. Harían bien las autoridades prohibiendo los noviazgos monteros, o limitando la frontera de sus fechorías. En los países centroeuropeos, prevalece ante todo el respeto hacia animal cazado. Al animal y al cazador, que de eso se trata.

La leyenda urbana, en este caso campera, dice que son los perreros de las rehalas los primeros que establecieron los «noviazgos» en nuestras monterías. Puede ser cierto. Pero si lo hicieron, contaron con el permiso y la complicidad de los monteros, de los cazadores, que eran en los primeros tiempos personajes distinguidos y antiguos alumnos de colegios de pago. El montero acude a la montería a cazar y el perrero a dominar su rehala por las manchas serranas. Terminada la jornada de caza, las reses son depositadas en un patio del cortijo o en una explanada. Ahí termina todo. Pero a la barbarie de los viejos monteros se ha sumado la barbarie de los nuevos, y la nefasta costumbre del «noviazgo» escatológico y sangriento, prevalece. Mucho me temo que el político con los testículos de su primer venado muerto en la cabeza es el menos culpable de su lamentable exposición. El primer responsable es el propietario de la finca monteada, o en su defecto, el organizador de la cacería. Después, el resto de los monteros, y finalmente, los perreros, que tampoco mandan tanto. Del mismo modo que los representantes de la autoridad examinan en los momentos previos la documentación, las licencias y las guías de las armas de los monteros, habrían de estar en la reunión posterior a la montería para evitar salvajadas y exigir el respeto debido a los animales muertos y a los cazadores novatos. Se han dado casos de un mal gusto inconcebible entre personas obligadas, por educación y raíces sociales, a cumplir con el buen ejemplo y un comportamiento impecable.

Los «noviazgos» monteros no son menos intolerables que las cabras lanzadas al vacío desde los campanarios, los toros perseguidos y lanceados por una multitud de jinetes insensibles, o demás muestras populares de nuestro peculiar incivismo y pésimo estilo. Bien está la broma del «juicio» y que le rocíen al novato un jarro de agua sobre la cabeza. Pero ahí se tiene que terminar el festolín de los necios.

La Ley de Caza regula las vedas y los tiempos abiertos a la práctica cazadora y montera. Prohíbe toda acción que afecte a las especies y ha contribuido al crecimiento y mejora de la vida natural en nuestros campos. Creo que también habría de preocuparse de los cazadores sensatos, que los hay a miles, que caen en manos de las costumbres forajidas que enturbian el prodigio de la montería en España. Se evitarían escenas tremendas y escabrosas como la del politico que ha aparecido con los cojones sangrantes de un venado adornando su cabeza. Un asco de costumbre.

 

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