Relatos

El silbido de la victoria

353 - PolvorillaQué peñón tan soberano. Dominaba alturas, barrancos y pedrizas. Qué privilegio estar allí, en lo alto de un cancho, cubriendo la huida por dos callejones tan sucios como tomados. Es un puesto en el que hay que ser ducho, rápido y leer un poquito del monte.

El campo tiene las letras muy gordas. El aire viene gallego y suave. Me acaricia la frente. Tengo vista, oído y apoyo… ¡Qué maravilla de sitio!

Un vareto levanta su esbelta figura del encame al oír lejanos los camiones de los perros. Orejas firmes y hocico al viento. Camina unos metros tenso y prudente. Fija su atención a pocos metros y pega un tornillazo que le lleva a huir… Quedo extrañado de esa espantada. Algo en el monte le ha alertado y los perros ni siquiera han soltado. Fijo bien mis instintos… Y veo el tarameo de una piarilla que acude ligera al callejón de mi derecha. Ahora, más que nunca, hay que ser frío como una noche de enero.

Descubro una cochina enorme, barrigona… Está enmontada. Quiero asegurarme de que no está parida. Aparece la prole de rayones pegados a su madre. Por supuesto que están perdonados. Pero, hasta el rabo todo es toro… ¿Quién más le sigue? Empiezan a cruzar cochinos de todos los tamaños y colores. Vienen derechitos como velas. ¡Madre mía la que puedo armar si ando espabilado! Pero no me puedo dejar llevar por el ansia. El grupo es grande. Tiene que venir un ‘macario’ con él. Seguro. El callejón es corto, pero tengo que arriesgarme a cobrar un gran cochino y no disparar sobre un puñado de primalotes grandes. El último del grupo cruza un claro. Es él. Sin duda. Va zorreado, esperando acontecimientos, y se arropa con dos o tres ‘motoristas’. ¡Qué cabrón! Cómo sabe que en el monte no hay horas ni minutos. Lo único que tiene que hacer en todo el día es proteger las costillas de algún balazo. Sabe de sobra que sus piñatas son veneradas y aclamadas. Y sabe de sobra que cualquier cosa que le chive el campo que no sean los cánticos del solano contra las jaras es algo peligroso. «Tranquilo, que corra primero el alboroto… Que yo me quedo rezagado», dirá para sus adentros.

Lo tengo metido en el visor, pero ahora sólo veo el tarameo. No quiero perder de vista al resto de la piara, porque, en cuanto descabece al capitán, pienso liarme con toda la tropa de mediana talla para arriba. Estamos de caza, señores, y cuando a ello andamos nos guardamos las sensiblerías y poemas para el momento de la lumbre.

La cochina parida está a punto de librarse… En cuanto esto ocurra todo lo que hay entre ella y el verraco es luz verde. Pero este último es quien me gusta. Me atacan los nervios. El cochino parece que avanza y que se mete en zona de visión. Me preparo, me muevo… Otra cochina me ve y se arremolina con el resto sin saber qué ha visto. Todo queda paralizado. El verraco está entre ellos, pero sólo veo pelo. Se me ocurre la solución para delatar al que tiene más enemigos que cerdas: fijo que este marrano ha sentido crujir las balas más de una tarde y que lo último que hará será correr cuando todo está en plena quietud…

«¡A ver qué tal sales de ésta, granuja!», pensé. Y solté un silbido suave, pero audible.

De aquel grupo vi como tres cochinos levantaban las jetas curiosos y otro se encogía bajando la cabeza, intentando pasar desapercibido… ¡Ahí estás! Y le mandé un recado a las sienes que le quedó patas arriba de por vida. Tiré de cerrojo intentando pensar poco y tirar a los bultos más grandes que corrían y zigzagueaban por aquel jaral mientras algunos huían y otros caían…

Pude disfrutar de su imagen preciosa. El guerrero curtido en la sangre de mil batallas yace rendido por una lucha. Con la mano en el corazón no sé si la hazaña es noble o desigual, no ha habido caballo ni lanza ni flecha. Sólo pólvora. Pero no es menos cierto que fue un juego en el que perdió el que estuvo menos atento…

Ahora, siempre que voy por la calle y veo a alguien, le silbo. Todos se vuelven y miran… ¡Será porque no les han estallado las balas entre las patas!

 

Por Lolo de Juan.

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