Relatos

Capítulo IV: El éxodo rural

 

Por José Fernando Titos Alfaro

En consonancia a cuanto le vengo relatando en nuestra interesante y, espero que hasta grata entrevista, parece encontrarse la extraña actitud de los lugareños que, escapando de la explosiva riada del vergonzoso éxodo rural, aún quedan por estos entornos.

Su apatía e indolencia ante las labores del campo de estas sierras, bien en la agricultura, bien en el pastoreo, se les refleja de forma tan manifiesta, que estoy por decirle que queda a sólo un milímetro del descaro, por no decirle eso otro de la desvergüenza, por sonarme a palabrota tan hiriente como de mal gusto.

Cualquiera le hace hoy a la gente, no ya dormir en el cortijo, sino permanecer en él durante el día. Antes prefieren morir de hambre. Hoy la gente, por lo general, huye de los trabajos del campo como gato que apeona sobre brasas. Aquellos bravos y sacrificados hombres de antaño –ya se lo he dicho- se perdieron para ‘los restos, amén’. Por su saber, por su honradez y por su espíritu de sacrificio, valían lo que no tiene nombre. ¡Igualito que los de ahora, que no son capaces de aguantar ni un simple y pasajero salpullido! ¡No tienen punto de comparación! Y lo peor es que, cuanto más jóvenes, tanto más se acentúa la diferencia. Los jóvenes de hoy, no ya del ámbito urbano, –que esos ni que decirlo tengo– sino los del mismo marco rural, no saben distinguir –que se lo digo yo– una simple amapola de una margarita, y, aún menos, una oveja de una vulgar cabra. Por eso, dejar de hablarle de la tan lamentable depauperación en la que han caído nuestras tierras, para hablarle de sus posibles trabajadores, sería algo así como salir de Poncio y meternos en Pilato. Gente por otra parte, que lo quieren todo. Se creen con todos los derechos del mundo y, por contra, con muy pocos deberes, por no decirle que con ninguno. Algo parecido a lo que se dice del perrillo aquel que, invitado a todas las bodas, no comía en ninguna, para comer en todas.

Cierto, por otra parte, debido a la maquinaria agrícola y ‘a las mil y una química de Satanás’ que, en definitiva, son las principales causantes de la desbandada del campo, la mano de obra, prácticamente, ha quedado, relegada a un muy segundo lugar. La han suplantado canallescamente –así como suena, y se lo repito sin el menor pudor– la han suplantado de forma canallesca, usurpándole al campo sus legítimos dueños y señores, para quedar en manos de advenedizos padrastros que, cuanto menos, son de dudosa reputación.  No obstante, debe saberse que siempre habrá algunas faenas agropecuarias que, necesariamente, precisen de la insustituible y maestra mano del hombre a la que jamás podrá llegarle ni a los tobillos a cualquier otro que sea tutelado y dirigido, si es que no mimado, por la siempre experta mano de un agricultor o de un pastor. Como contundente e irrefutable prueba de lo que le digo, ahí tiene usted a ‘tirios y a troyanos’ suspirando por aquellos productos del campo y de su ganadería, de cuando la agricultura era la agricultura y las cosas se hacían como se debían hacer, y que hoy los llaman con el elegante y académico nombre de ‘productos ecológicos’. Y es que lo artificial siempre será lo artificial, así como lo natural siempre será lo natural. Se trata de dos mundos completamente distintos. He oído, incluso, que, sobre todo en las ciudades, hay quien pierde el culo por conseguir algunos de estos tradicionales productos que, esporádica y casi milagrosamente, llegan a ellas desde algunos muy contados y escondidos reductos agropecuarios, que aún deben quedar por ahí en manos de algún nostálgico, si es que no de algún ‘quijote’.

De todas maneras, no quisiera meterme en camisa de once varas, entrando en disquisiciones que, por prolijas y enrevesadas, bien pudiera quedar enredado en ellas como en una telaraña. Así que centrémonos en mis campos, que es de los que, en definitiva, me he comprometido a hablarle.

Mire usted, al hilo de lo que le vengo diciendo, ¿quién es el que quiere ser pastor…? ¿Quién es el que está dispuesto a estar, a sus horas y en sus horas, sentado sobre una banqueta y con el barreño atrapado entre las piernas, para ordeñar a las ovejas o a las cabras…? ¿Quién a estar ante una mesa, aderezando, con la innata sabiduría de los ancestros rurales, el requesón, y apretándolo y reapretándolo entre la pleita, con el mimo y la maestría, que tan sabia artesanía requiere, para producir esa delicia culinaria que siempre fue el queso de estas sierras…? ¿Y eso de ser porquero…? ¿Qué es eso de ser porquero…? Para las gentes de hoy, el solo mencionarles tan dignos y ancestrales oficios campestres, casi les resulta una ofensa. No parece sino como si les denigrara.

El invento de las alambradas, sí, de momento, ha sido como la salvadora panacea el problema de la escasez de pastores, cabreros, marraneros y a todos cuantos oficios tienen referencia con la guardería y crianza de los animales que, de una u otra manera, están al servicio del hombre. Pero… ¿usted cree que puede ser igual que un animal quede ahí prisionero y como abandonado a su suerte en un espacio, más o menos ámplio, que bajo la vigilancia y tutela de un hombre que, por lo general, de tanto cuidarlo y rozarse con él, hasta le llega a tomar verdadero cariño…?
Le voy a decir una cosa con la misma sinceridad y claridad que lo vengo haciendo hasta ahora. Jamás un hombre que trabajara en mis tierras, ya labrando o pastoreando, jamás me defraudó o me traicionó. Eso solo puede tener una explicación, al margen de las güenas gentes que, de siempre, dieran las aguas de estas tierras. ¿Se la digo…? Pues se la voy a decir. Porque yo –así como suena– tampoco los defraudé ni los engañé jamás. Siempre le di a cada uno lo suyo. Nunca jamás me bebí ni una sola gota de sudor de la frente de nadie. Y le he dicho de ‘sudor’ y no de ‘sangre’, porque el solo pronunciar esta palabra, me da escalofríos de fiebre.

Jamás de los jamases hubiera podido permitir y aún menos soportar, que ni uno solo de mis trabajadores pasara hambre o estuviera metido en otras ‘escaseces’ de imperiosa necesidad, porque mis tierras, como creo que ya le he dicho más de una vez, daban para todo y para todos.

Verá usted, el que todos me llamen don Paco, tiene sus raíces precisamente aquí, por lo que eso de lo ‘de don Paco’, no es una casualidad ni un apodo, más o menos, afortunado. Es como un afectuoso apelativo, sí, pero a guisa de un nombre familiar y cariñoso, que cabalga tanto a hombros del afecto como del agradecimiento, que las buenas gentes de todos estos contornos siempre sintieron por mi persona.
Cuando me vienen al recuerdo tan gratas avocaciones, me resulta del todo inconcebible que los tiempos hayan cambiado tanto y de forma tan radical. Increíble que mis cortijos, siendo lo que son, estén convertidos casi en su totalidad en ‘tierra de bujeo’. Y es que… ¿labrar, hoy, las tierras de secano y hacerlas barbecheras…? Por supuesto que de la forma tradicional, ni hablar. Pero es que ni siquirea con las máquinas. Después de decirle esto, ¿qué quiere usted que le diga de eso otro de entregárselas a los propios trabajadores para que las labren como aparceros, como colonos o como cualquier otro tipo de arrendamiento…? ¡Ni regaladas, que se lo digo yo! A años luz se encuentra todo esto con lo de aquellos tiempos, no muy lejanos aún, cuando, por San Miguel, se hacían ‘los ajustes’, y en los que la gente estaba con la orejas de punta, cual zorros al acecho, viendo la manera de no quedarse, cuanto menos, fuera de juego. Pero, ¿para qué soñar en tanto, cuando creo que la gente hasta ha perdido el gusto y la sensibilidad por los mismos encantos del campo…? ¡Qué pocos saben, sencilla y simplemente, andar por él, si es que no es llevando la escopeta en las manos, y aún así, no en todos los casos. La mayoría, andando por el campo, parecen gallinas que, al aterdecer, van en busca del gallinero. ¿No las ha observado usted nunca, señor Periodista? No parece sino que deambulan como cegatas y sin saber siquiera donde pisan. ¿No ha oído usted, alguna vez, decir el dicho ese de que «ves menos que una gallina al atardecer…»? ¡Pues eso!

Sospecho que se debe de estar preguntando, después de la larga disertación que le vengo manteniendo, cual es el objetivo al que, en definitiva, me dirijo y a dónde quiero ir a parar realmente. ¿Tal vez que concluya diciéndole que aquí se acabó la presente historia, poniendo con ello el punto y final a nuestra entrevista…? ¡No! ¡Ni mucho menos! ¡Afortunadamente, no! La historia de mis tierras, aunque en una dirección muy distinta, sigue, porque ahí han tenido, providencial y oportunamente al quite, la buena estrella que siempre iluminó mi andadura, que, lógicamente, es la de ellas, por este puñetero mundo, para salvarlas del exterminio y, con ellas, a todos los que pudimos escapar de los peligros y astifinos cuernos de este ‘miura’ que le vengo describiendo. Algo que ahí estuvo siempre en las entrañas de nuestras tierras y a lo que nosotros siempre miramos sin darle otra importancia que la que requiere una agradable devoción o un capricho, pero jamás sin llegar a sospechar ni por asomos que, a la postre, sería la salvación de su propia ruina y, lógicamente, la nuestra. ¿Se lo imagina, verdad? ¡Pues sí, la caza!, y, en especial y en mi caso en concreto, la caza menor que, en nuestras tierras siempre fue una bendición, no solo por lo abundante que siempre fue en ellas, sino por lo bien criada y afable que siempre se presentó.

Supongo que, después de lo que me está oyendo, estará comprendiendo, ya de una vez y en toda su extensión e intencionalidad, aquello que le decía de que hoy, la vida de los que hemos vivido en ael campo y del campo, se nos ha trastocado de una forma tan descomunal, que, en mi caso concreto, por ejemplo, se me han convertido, paradójicamente, mis obligaciones en las que fueran mis devociones, y así mismo, mis devociones en las que fueran mis obligaciones. Le quiero decir, obviamente, que mis cortijos, de ser explotaciones agrícolas y ganaderas, han pasado a ser explotaciones cinegéticas, y de forma tan generosa, por cierto, que hoy son el sueño de las mejores y más poderosas escopetas del mundo.

Precisamente es de lo que quiero hablarle a partir de ahora, y además con todo orgullo y con todo anhelo, porque si antes, siendo labrador y ganadero, montaba, todo postinero y ‘empaquetado’ en el potro más celoso de Andalucía, para recorrer mis dehesas y mis labrantíos, viendo como crecían mis sementeras y gozar del lustre que los pastos iban dando a mis ganados, hoy también lo sigo haciendo y con el mismo orgullo y postín, aunque ahora, lógicamente, sea conduciendo un todo terreno, para ver apeonar sobre el monte bandos y más bandos de perdices… para recrearme viendo gazapear a infinidad de conejos al gracioso ritmo que les va marcando la relampagueante blancura de su rabillo respingón… para gozar rastreando a docenas de liebres encamadas o patrullando en alguna que otra garzonía… para observar y, al mismo tiempo, estudiar los posibles pasos de las aves migratorias… o, simplemente, para sentir en mi corazón de auténtico campero, el inefable gozo que para mi supone ver juguetear a los pajarines del campo en el matorral o escuchar el siempre sugestivo y galante ‘reclamo de cañón’ de algún que otro perdigón emboscado en el monte…

Todas estas direcciones de mi vida de campero son las que pienso contarle desde ahora en adelante y desde sus más remotas raíces, que, espero, por otra parte, que, una vez recogidas en el ‘artículo’ del excelente periodista que usted debe ser, sea un verdadero deleite para los lectores de su interesante y prestigiosa revista de caza, Caza y Safaris.

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