Relatos

Las joyas cinegéticas de mis cotos

Por José Fernando Titos Alfaro
Siempre se ha dicho por aquí que eso de llamarle perdigalla a la perdiz, caramono al conejo y gitanona a la liebre, amén de otros muchos dichos y palabrejas de similar calaña, fueron garbanzos que se cocieron en la olla de un tal Tío Calandria. ¡Vaya usted a averiguar ahora por qué! ¿a dónde estarán ya los huesos del dicharachero y muy singular Tío Calandria…? Era yo un chavalín, y ya andaba el pobre hombre encorvado como una alcayata y con los pies arrastras como ‘rastrillos’…

He querido traerle a colación las tales palabrejas con toda la intención, porque sabiendo –con toda seguridad, además– que deben de ser como un pecado mortal para el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, mucho me temo que, a partir de ahora, se me puedan ir escapando con bastante frecuencia, puesto que de lo que pienso hablarle a continuación, es de mis cotos, y mis cotos son, precisamente, de perdigallas, caramonos y gitanonas, amén, claro está, de las temporeras zuras, del zorzal y de la tórtola que, aunque cada temporada que pasa, se está viendo claramente que se van agotando como torcía de candil que se está quedando sin aceite, hasta ahora, no han dejado de acudir como para proporcionar tiradas que aún mantengan cierta dignidad.

Pero antes de meternos de lleno en harina, y para que el demonio no se ría de la mentira, creo que le debo aclarar que los herederos de mis padres fuimos dos: mi hermana y yo, sus dos únicos hijos. Los Lobos y El Peñón le tocaron a ella y Retamales y Ciruelos a mí. Sin embargo, fui yo el que siempre llevé las cuatro como mías. Le quiero decir que sin papelotes ni demás historias por medio, y en la más fraternal y bien avenida armonía.

La pobre de mi hermana, tal vez por aquello de que ‘los de a caballos’ se pasaban y ‘los de a pie’ no llegaban, se nos quedó para vestir santos. Solterona, sí señor. Y así sigue con sus ochenta y algo de años, pues es algo menor que yo. A ella, no obstante, jamás le faltó ni gloria bendita bajo ningún concepto. Por allá anda por esos madriles, viviendo, por descontado que en su propio piso, y con toda la servidumbre que necesita, pero siempre al apego de tres de mis hijos y una de mis hijas, que por allá andan también en sus muy señoriales casas, más o menos, aledañas a la de su tía Mercedes, que es como mi hermana se llama.

No son muchos años aún los que mis cortijos llevan dedicados, prácticamente por entero, a la explotación cinegética, sin embargo, su fama, y muy en especial la de sus ojeos de perdices, no ya los Pirineos, sino que hasta ‘el charco’ han saltado, y hoy se los disputan las más prestigiosas y poderosas escopetas de Bélgica, de Holanda, de Suiza, de Italia, de Alemania, de Canadá y hasta incluso de los mismos Estados Unidos.

La explotación del conejo es otra historia muy distinta, así como la de la liebre, la torcaz, la tórtola y el zorzal. La más difícil de controlar, bajo este concreto aspecto, es la liebre, por muchas razones que sería largo exponer, pero que todas ellas, a fin de cuentas, podríamos resumirlas diciendo que tienen sus raíces en ‘lo gitana’ que este roedor (lagomorfo) es, por lo que de nómada y errática tiene. Hoy las tiene usted aquí, y mañana las tiene en Sebastopol.

De ellas, no obstante, suelen dar buena cuenta, temporada tras temporada, los batidores, los cargadores, los secretarios, los camilleros y demás cofrades de nuestros ojeos de perdices, pues, en agradecimiento a su eficaz y sabio comportamiento en tales ojeos, además de pagarles, como es natural, unos espléndidos salarios, yo les suelo recompensar con este regalo de mis cotos, con el que, por otra parte, todos salimos beneficiados. Yo, en concreto y hablándole en plata, recibo mucho a cambio de nada, prácticamente. Porque, ¿qué otra cosa podría hacer yo con estas andariegas gitanonas, si es que no es dejarlas, para que tan buenos aficionados se diviertan, sin costarles ni un céntimo, en el tan sano y atractivo deporte de la caza que, por otra parte, tanto dinero suele costar hoy…? ¡Nada! ¡Absolutamente nada! Y, sin embargo, ellos, tan agradecidos son y tan buena gente que, cuando hay que arrimar el hombro en los ojeos, ahí los tengo fieles como estacas al pie del cañón e, incondicionalmente, a mis órdenes, si bien es cierto que aquí las órdenes, como tales, pintan poco, ya que ellos, porque les sale de dentro, suelen extremar su buen saber y entender, y las órdenes son muy poco necesarias. Cosa, por otro lado, que en tanto a ellos les dignifica, a mí me llena de orgullo.

Con gente así no es extraño, que nuestros ojeos sean lo que son. ¡Toda un codiciado capricho de lujo, que fascina a propios y extraños!

Con los conejos y los puestos que vendemos para los pasos de la torcaz, de la tórtola y, en especial, del zorzal, sacamos una buena tajada, para ayuda en este complicado guisoteo de sufragar gastos, que toda esta parafernalia de mis explotaciones cinegéticas conlleva en sí misma, y que no crea usted que la cosa es como el que echa un huevo a freir. ¡Ni mucho menos! Le estoy hablando a usted de millones, que aquí eso otro de ‘las miles’ se nos queda demasiado corto. Sueldos, seguros sociales y gratificaciones a los guardas… el lío de los papelotes y las gestorías… el pienso de los caballos… el gasoil y demás historias de los todoterrenos… indemnizaciones por daños a los colindantes… los bebederos en tiempo de verano y los comederos en tiempo de especial escasez… los sembrados en los sitios más estratégicos… y muchos imprevistos que, de una u otra manera, ahí suelen estar siempre a la orden del día. ¡Ya le digo, señor periodista! ¡La Biblia en pasta!

Para los caramonos, por lo pronto, no quiero ni una escopeta. Sobre los meses de marzo y abril, una vez que las conejas dejan de parir y antes de que empiece a atacarles de lleno la mixomatosis y la neumonía vírica, pedimos el correspondiente permiso del descaste, para hacer las cosas como Dios manda –que es como a mí me gustó hacer las cosas siempre– y así, contratamos una cuadrilla de especializados y muy experimentados ceperos de la provincia de Córdoba, ya que como los de estas tierras no los hay en lugar alguno, y desde esas fechas y hasta que las conejas comienzan a quedarse preñadas de nuevo –allá por diciembre o enero, pues eso depende bastante de cómo se presente la otoñá– cada día sale de mis cotos hacia los mercados de las grandes urbes, una furgoneta frigorífico con cientos y cientos de conejos que, por saludables y por el exquisito sabor de su carne a la jara, al tomillo y al romero de estas sierras, hacen las delicias de los más exigentes paladares.

Fueron más de diez mil conejos los que la última temporada fueron capturados y que a tres mil reales por unidad… ¡Éche, échele usted lápiz y verá que montón de duros hacen! Evidentemente que los ceperos, junto con los guardas, aunque éstos en mucha menor cuantía, se llevan su respectivo tanto por ciento. Pero, a excepción de todo esto, yo no tengo nada más que poner la mano, aunque eso sí, con toda dignidad y justicia, porque, además de ser el dueño legítimo de los cotos, también ‘me rompo los cuernos’ dirigiéndolo todo y estando, como los buenos, donde hay que estar, dando la cara y exponiendo todas mis responsabilidades.
¿Usted se imagina lo que sería en el descaste, durante el infierno de julio y agosto, escopetas y más escopetas, aunque sea sin perros, en esos Retamales –el más castizo para los conejos de mis cortijos– o en cualquiera de los otros, que tampoco son mancos, con un incesante ¡pim, pam, pum!, disparándole a los conejos…? ¡Ni hablar! ¡Los cepos y sanseacabó!

Ve usted, lo de los puestos de la torcaz o de la tórtola, durante la media veda, ya es otro cantar. Se trata de apostaderos, y, como tales, fijos o de muy poca movilidad, y así, de ninguna de las maneras, pueden liar, ni por asomo, la tangana que los escopeteros podrían organizar en la caza del conejo. Estos puestos, aunque nunca en la proporción de lo que nos dejan los ceperos, nos suponen también un buen remiendo. En esta línea, aunque durante mucho más tiempo, explotamos los pasos de los zorzales. Puestos estos para los que tenemos novios a porrillo, y hasta de los lugares más lejanos e insospechados. Son tantos los miles de cartuchos que se disparan cada temporada a estas aves migratorias en los distintos pasos que, con frecuencia, impone la enorme cantidad de vainas que aparecen desparramadas por los distintos puestos. Sacos y más sacos –fíjese bien lo que estoy diciendo– ¡sacos y más sacos!, recogen los guardas cada año. Fácil es deducir, según esto, la de zorzales que deben entregar su alma a Dios en estos mis cotos. ¿Qué duda cabe pues de que esto también nos deja su buen puñado de pesetas…? Pero, como le decía, lo nuestro es, ante todo y sobre todo, la perdiz.

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