Opiniones Pluma invitada

‘A Eduardo Aranzadi’, por Antonio Notario Gómez

Conocí a Eduardo Aranzadi, pero sólo de vista, sin ningún intercambio verbal, a mediados de la década de los setenta del siglo pasado, en el Hotel Barataria, de Alcázar de San Juan, el que elegía con mi hermano Mario para velar las armas ‘pateras’. Muy tempranito, como es natural en este tipo de actividad, partíamos cada uno por su lado, perdiéndonos en la inmensidad de la masa acuática que, por aquél entonces, durante el invierno, cubría una buena parte de las tierras manchegas del entorno (1984).Por la tarde del día siguiente, de camino hacia el hogar, en algunas ocasiones topábamos con el coche de Eduardo, que, al adelantarlo, nos permitía contemplar la hilera de patos colgados cuidadosamente en la parte superior de las ventanillas de los asientos traseros. Nos daba, por una parte, no me avergüenzo decirlo, auténtica envidia, y por otra parte, nos confirmaba lo que pensábamos de él, que era el no va más de los cazadores de acuáticas.

Tuvo que pasar la friolera de casi veinte años hasta que pude hablar bis a bis con Eduardo, justo a últimos de enero de 1998, cuando recibimos la amable invitación de José Luis Oriol a cazar en su hermosa finca de El Taray, rodeados de buenos amigos, Mundo Pérez, Fernando Portillo, Carlos Otero, Juan Delibes….

Hicimos buenas migas casi de inmediato, no sólo porque habíamos tenido un amigo en común, Enrique Grases, íntimo de él, sino porque comulgábamos con un montón de ideas relacionadas con el maravilloso mundo de las zonas húmedas.

Este buena sintonía se extendió a otros muchos aspectos de la vida, pues Eduardo era, además de un perfecto caballero, un conversador sencillamente delicioso, dando de sobra la talla desde cualquier punto de vista, fuese profesional, fuese humano.

Magnífico escritor, leer el diario de sus cacerías o los libros en que colaboró y los artículos que escribió en revistas especializadas, resulta sumamente agradable. Los relatos, de prosa muy cuidada, adobada con un preciso y precioso argot cinegético, hacen que el lector interactúe fácilmente con los avatares que describen.

Aunque ‘patero’ de pro, lo que a Eduardo le gustaba, lo que le hacía más feliz, era el perseguir por esos campos encharcados de Dios las huidizas y velocísimas becacinas. Su felicidad no sólo consistía en voltearlas, sino en estudiarlas, indagar sobre sus costumbres y migraciones.

Cierto, nuestra amistad fue un poco tardía, pero creo que bastante sólida. Compartimos más o menos media docena de cacerías, todas celebradas en El Taray. Nunca olvidaré las pláticas que manteníamos en el desayuno, poco antes de recoger los archiperres para embarcar hacia los puestos. Me decía, invariablemente, que no había podido dormir en toda la noche imaginando la entrada de los patos al puesto, que esta caza le atraía tanto que se olvidaba del sueño y de cualquier pesar, físico o psíquico.

En los últimos años, la salud de Eduardo fue declinando. Sólo podía, de vez en cuando, reunirse con los amigos ‘pateros’ para comer y recordar anécdotas. Era entonces cuando nos veíamos. Al margen de esta circunstancia, él y yo intercambiábamos regularmente epístolas durante las fiestas navideñas, epístolas que trataban sobre diversos asuntos de nuestras queridas anátidas. La del 2016 puso punto final. Pocos días después de que dejara la misiva en correos, en esta ocasión trataba de la barnacla cuellirroja y de la cerceta pardilla, Eduardo abandonó este mundo. Ya no tendré contestación. Estoy convencido que la habrá leído en el Paraíso y que me esperará, cuando Dios así lo crea conveniente, para continuar comentando los temas que tanto nos apasionó.

Descansa en paz, querido amigo.

Por Antonio Notario Gómez

 

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