Hay que pensar Opiniones

‘¡No seas animal! (y III)’, por Patxi Andión

La humanización del animal y la animalización del hombre

La gente sabe que, muchas veces, la lógica descansa en el poder inmenso de las paradojas. Explican las cosas de la vida desde las contradicciones relacionadas mucho mejor que desde las relaciones previstas. La paradoja contiene y concede más rotundidad en los hechos que la sostienen, porque, precisamente, esa es su naturaleza: la realidad. La realidad observada desde su acontecimiento, por rocambolesca que pueda aparentar.

Pues bien, en esta imperfecta paradoja en la que estamos ahora, entre animal y humano, o lo que es lo mismo, entre animal y animal, pero cada vez más entre humano y animal, esta inversión de naturalezas que nos lleva a los humanos por el camino de la animalidad y a los animales por el de la humanidad, confluyen paradojas luminosas que puede que nos ayuden a entendernos y entenderlo.

En la tendencia de la animalización del hombre coincide por un lado el progresivo estiramiento de la vida, sobre todo de la vejez, gracias a la cada vez mayor trascendencia tecnológica en la vida humana, lo que nos resta, sin duda, algo de humanidad y, por otro lado, el progresivo desprecio por la vida humana, como si el hombre necesitara seguir despreciándose eternamente. Episodios como el ya referido a la muerte del torero Víctor Barrios, se suceden diariamente en los medios de comunicación. Mientras se lucha por alargar la vida, cada día, ésta vale menos. Los espectáculos de muerte colectiva están cada día tratados en la TV o en los periódicos con una rotundidad frívola consecuente con su cotidianidad. Mientras, el hombre, alejado de la vida natural, vuelve su melancólica mirada a su entorno, aún supuestamente virgen, buscando una armonía con él, ya que la armonía en él la abandonó definitivamente y muy pocos colectivos aún la sostienen. De ahí fenómenos como el veganismo y el turismo salvaje. Mientras, se prenda del recuerdo de la vida en la naturaleza y reclama lo sensorial, lucha desesperadamente por erradicar los aspectos más duros de su humanidad, como el dolor o la muerte.

Por eso provoca esa humanización del animal, corroborando esa tendencia suya de no adaptarse sino transformar todo a su medida. Por eso lleva a su mascota al acupunturista, pero con collar y correa. No sé que dirían los animales salvajes si se les pudiera preguntar qué les parecería una vida atados de esa manera. Desde que Iván Pávlov comenzara con sus investigaciones sobre la conducta canina, el hombre invierte enormes cantidades de recursos en la investigación animal, sobre todo en busca de aquellas características que aproximen el animal al hombre. Los estudios sobre cientos de especies se suceden intentando comprender sus conductas, su capacidad comunicativa. Los simios han pisado mucho laboratorio y protagonizado un rosario de vejaciones y torturas para estudiar aquello que no fuera de ellos mismos. Los circos, zoos, acuarios, etc., se preocupan de analizar de qué manera atributos exclusivos de la vida humana pueden reflejarse en la conducta animal. Análisis del lenguaje de las ballenas, capacidad intelectual de los simios, conducta social de las hormigas o vida familiar de los felinos se suceden y se publican resultados. Inversiones internacionales de tamaño millonario, como la del lince en Doñana o el oso panda, lo demuestran. La psicología animal hace rato que dejó de ser un estrambote para acaparar fondos de investigación enormes en pos de descubrir y definir la personalidad de determinadas especies. Eso sí, la mayoría de ellas no se realizan sobre poblaciones animales salvajes o en libertad, sino sobre animales en cautividad, y algunas, como una recientemente publicada a bombo y platillo, sobre una población de ¡seis! animales. Y, también, en la mayoría de los casos, a través de cuestionarios a sus cuidadores, lo que sería suficiente para descalificar una investigación por intermediación/interpretación humana. Justo lo contrario de aquella otra interpretación bárbara de los primeros antropólogos británicos que en el siglo XIX otorgaron a las poblaciones africanas estudiadas una condición semihumana, estudiadas a través de la lupa de su taza de té.

El estrambote está servido y, mientras el animal se desanimaliza, lo que le hace peor, el hombre se animaliza, lo que sólo demuestra que sigue siendo un burro.

Por Patxi Andión

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