Desde el pulpitillo

Días de agua… y rosas

images_wonke_opinion_carlos-elopez_carlos-enrique-lopez-foto-portadaDespués de unas cuantas ciclogénesis explosivas que nos han dejado hechos unos zorros, parece que el sol quiere asomar tímidamente entre tanta nube para dar testimonio de sí mismo. Por Andalucía aparece como el perro que, después de volcar la olla y recibir su merecido, asoma la cara en la esquina de la caseta para ver si ha pasado el chaparrón. Se deja ver, tímido, detrás de cualquier nube, para, a continuación, dar ‘el candilazo’ que, según mi abuela y según todas las observaciones posteriores, anuncia agua cierta. Y así es: al cabo de una hora, otra vez chorreando. La sierra ya no puede parir más agua, de cualquier rincón sale un manantial y aun en lo más alto, brota. En Cazorla, las cascadas se ven nítidas desde el mirador del Puerto de las Palomas y el agua baja rauda.

El espectáculo es impresionante, los pantanos no pueden más y los aliviaderos son auténticas cataratas. El viento ha sido de esos de chupa de dómine y, como decía el pastor de don Hilario, parecía que iba «a poner los cerros mirando pa otro lao». ¡Señor, qué días! Sin duda, una temporadilla de éstas tuvo que ser la que hizo a Noé meterse a carpintero.

Con el agua se fueron las ilusiones de muchos cuquilleros que cerraron la temporada con más barro que plumas en los morrales y, ahora, después de tanta tempestad, cuando parece que Natura nos da una tregua, empezamos a coger unos puñaíllos de espárragos que alegran la sartén con ese gusto amargo y dulce a la vez, que es como el sabor de cualquier vida. Se acabaron los tiros en el monte. Llega la época de cría y, con ella, la tregua en que los cazadores nos convertimos en cuidadores y protectores de las especies que, con el tiempo, serán de nuevo objetivo de nuestras salidas al campo. El cazador del siglo veintiuno es el mayor protector de la naturaleza y lo demuestra, especialmente, en esta época en que vivimos cuidando la cosecha de primavera para recoger los frutos en otoño.

Durante la obligada tregua saldremos al campo en busca de espárragos, de ajos porros, de collejas, de setas o de espinacas silvestres. Recolectaremos, respetuosos con las lindes y los mallados, lo que la naturaleza nos brinde para seguir dando sabor a campo a la cocina de los domingos y disfrutaremos observando el vuelo de la totovía que marca su nido o escuchando el canto del macho de perdiz que ronda a su hembra que ha empezado la puesta. Cualquier excusa es buena para echarnos al monte y disfrutar viendo, oyendo, oliendo y sintiendo la vida que salta a nuestro alrededor.

El campo ya está verde y las diferentes especies van haciendo pares que se convertirán en familias. Este año he observado bastantes más parejas de perdiz que el anterior, espero que no sea un espejismo. También se ven muchas muestras de conejos que, a pesar del palo que les ha dado la nueva mutación del virus de la vírica, parece que se quieren reponer y saltan de cualquier mata alegrando la vista.

También, desgraciadamente, con el sol vuelven los urbanitas invasores. Cada año experimento una sensación diferente ante su presencia y creo que éste me toca pena. Pena ante su ignorancia, pena ante su desprecio, pena ante su incapacidad para disfrutar de la naturaleza sin contaminarla con su sola presencia.

Yo, que he gozado tratando de explicar y de explicarme cada uno de los sonidos que se pueden escuchar en una noche de acampada, no puedo comprender que se vaya nadie a la sierra a presumir de los dos mil watios de sonido que lleva en el maletero del coche. Creo que cada cosa tiene su espacio y que los amantes del ruido producido por instrumentos que nacieron para concebir música, pueden disfrutar de ese ruido en los locales adecuados para ello. De hecho, está prohibida la contaminación acústica de los espacios naturales. Pero con esto no hay Guardia Civil que se meta. Si llevas en el coche una navaja para cortar espárragos y te paran, además de los trescientos euros de multa, te quitan la navaja. A los que a las doce de la noche están en medio de una dehesa, hartitos de porros y de alcohol, con su ruido musical a tropecientos mil decibelios, a ésos, palmaditas en la espalda. Y, por supuesto, nada de retirarles el equipo hasta que el instructor del proceso administrativo dictamine la sanción por la infracción cometida.

Si tú, buenamente, montas una tiendecita de campaña junto al pantano, enciendes una lumbre de campamento perfectamente controlada y te dedicas a explicarle a tu hijo o a tu nieto el origen de cada sonido que se escucha en la noche, mientras le preparas un choricillo al infierno, en cualquier momento puede aparecer el todoterreno de la Guardia Civil que, amablemente, te invitarán a levantar el campamento e irte a casa a pasar la noche. Como lo de tener el coche en medio de la dehesa con el maletero abierto y el ruido a todo trapo no es acampar, pues allí se podrán pegar hasta que el sol les alumbre la espalda, para después volver borrachos a la urbe, dejando tras de sí el rastro de botellas, latas, kleenex, compresas y preservativos usados, que tan bien lucen en el campo, además de una lumbre mal apagada que dará trabajo a los retenes contra incendios y contribuirá a disminuir el paro. ¡País!

 

Por Carlos Enrique López.

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.