Desde el pulpitillo

El cielo paga su deuda

En Andalucía, el cielo esta pagando su deuda con la tierra, un poco tarde, pero generosamente. Durante toda la semana no ha parado de caer agua y aunque en algunos sitios ha causado destrozos, en la mayoría su presencia ha sido agradecida por una tierra caliente que a las primeras de cambio ha sacado a la calle su alegría, acompañando el repiqueteo del agua con una ofrenda de color verde.

Nuestros campos se han cubierto por fin de hierba y hasta en los montes que hace un año fueron víctimas del fuego, aparecen los primeros retoños de forma tímida, como si no supieran si el peligro está todavía cercano.  Los lentiscos que empezaban a tener un aspecto más cercano al pardo que a su color natural vuelven a tener color de vida, y el campo entero se estremece.

 La lluvia ha llegado después de la apertura de veda, y a pesar de que nos ha hecho dejar en casa la escopeta, hemos dado una vuelta por el coto aprovechando las zonas que atraviesa la carretera, aprovechar un clarillo entre dos nubes y salir a empaparnos de ese olor a tierra mojada, que es olor a vida. Hoy hemos hecho jornada de “no caza”. Meterse en el monte es como meterse en una piscina, e intentarlo en las olivas, o en la tierra calma, es ponerse de barro hasta las cejas. Por tanto hay jornada de puertas cerradas en el armero, y a disfrutar de un paseíllo con la Lola que, en cuanto salta del coche, corre bajo la lluvia sacudiendo las orejas y me mira como preguntándome porqué no cierro el paraguas y me meto hasta las rodillas en ese charco, que ella ha elegido para saborear el agua sin cloro. He forrado el maletero de papel de periódico y así todo estará oliendo a “perro mojao” una semana.  

Antes de salir he dispuesto a las perdices en formación de combate en el suelo de la terraza, a esas también les gusta que se les moje el lomo y lo deben estar disfrutando, aunque no quiero que les pille el aguarrón que anuncia este cielo de color panza de burra y, acordándome de ellas, pienso en no tardar mucho en dar la vuelta.

Lo peor será la entrada en casa, ya he previsto las zapatillas junto a la puerta antes de salir pero, a la perra, aunque la seque dentro del coche dejará las huellas de sus patas pasillo adelante, dejando el comedor y la cocina señalados a su paso. Isabel no me dará tiempo a coger la fregona, y vendrá detrás de nosotros, renegando, tratando de borrar las señas de nuestra entrada  y el niño tendrá que ponerse una sudadera limpia después de ponerse chorreando abrazando a su perra.  La escena es rediviva y no por eso deja de resultar nueva. El niño es ahora más grande que la perra, mucho más, la primera vez que vimos esta escena sería, como mucho, igual. Isabel ya reniega con menos ímpetu, pero reniega. Una entrada en casa mojados y con barro sin escuchar sus letanías, sería como unas migas sin tropezones.

Es bonito, es intenso, es sentir la plenitud de una vida que cuando ya creíamos estar dentro del túnel, viene con su oscuridad de nubes cerrando al cielo, a llenar de luz los campos,  a llenar de esperanza las casas de los pueblos que viven de la agricultura, a dejar una vez más constancia de que no todo depende de nuestros caprichos y de nuestros intereses, a recordarnos que la vida es este agua que viene del cielo y que tanto echamos de menos cuando tarda.

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