Desde el pulpitillo

¡Bendito collar!

Mi perra, era el sueño de un rehalero : Desaparecía de mi vista al saltar del coche y no volvía a verla hasta hartarme de llamar de regreso al cabo de tres o cuatro horas. A lo sumo, le escuchaba persecuciones y ladras a lo largo del coto o la veía dos cerros mas allá marcando la carrera del bicho con su potente voz. Un viento privilegiado. Saltaba del coche, elevaba la nariz al cielo como pidiendo consejo al Dios de los perros cazadores, se orientaba y desaparecía, sin intención siquiera de despedirse, en busca del infeliz que le hubiera servido al viento sus emanaciones, aunque estuviera a quinientos metros. Martillo pilón de peludos imprudentes, y maldición celestial para los descuidados que dormitan en los encames.

El problema, es que yo no soy rehalero, y ella no es ni mucho menos un podenco campanero digno de cualquier cuadro de Mariano Aguayo.

Yo, soy un humilde cazador de menor, enamorado de la caza “a guerra galana”, y ella no es más que una bretona, entradita en carnes, mimada en casa todo el año, propiedad de mi hijo menor, en la que yo veía una magnifica compañera de jornadas cinegéticas, cuando convencí a Isabel de la conveniencia de regalarle un perro al niño y de paso, hacerme yo con sus servicios.

La perra es obediente hasta llamar la atención de los vecinos. Dentro del pueblo si se retira diez metros , es bastante con chistarle para que vuelva a mi sombra. Sólo hace sus necesidades en el campo que hay cercano a la casa. Pasa las noches en su caseta del patio. Nunca ladra. Jamás pide comida, es mansa hasta la idiotez, mi nieto se le cuelga de las orejas y no abre el pico, puedes quitarle la comida de la boca sin que haga un mal gesto, y es cariñosa como ella sola. Mientras yo esté en casa, no se separa de mi lado, si veo la tele, echada a mis pies, si escribo, debajo de la mesa del ordenador, y si estudio con mi hijo, echada entre los dos. Su nivel de sociabilidad es de “diez”.

Pero, amigo mío, cuando llega al campo ya no conoce modales, la pasión por la caza la ciega y va “a lo suyo”. Los compañeros del coto saben en que parte estoy cazando porque me oyen vocear su nombre con desesperación cien veces cada jornada. Unos me dicen que le pegue un tiro cuando esté lo suficientemente lejos como para que asuste, otros que le pegue una paliza cuando la recoja, otros que cambie de perra y otros directamente me remiten a un psiquiatra que me trate a mi porque lo de la perra no tiene arreglo.

Hace tres años, el jueves antes de la inauguración de Ibercaza, la perra levantó y corrió más de veinte conejos, sin darme opción a tirar ninguno. No muestra, llega, para un segundo, arroya como un “cadenas”, mete el hocico , chilla marcando la carrera y se deshace detrás de su presa, hasta que el viento de otro le hace pegar un tornillazo y cambiar la dirección de sus pasos.

Llegué a Ibercaza buscando consuelo en alguien que me pudiera dar consejo y lo encontré. Dionisio Cuenca, propietario de “La Añoreta”, me habló de un tal Antonio el “Alicunero”, que se dedicaba a criar bretones y vendía collares de adiestramiento, que con seguridad acudiría por la feria. El sábado por la mañana, Dionisio me llamó indicándome que pasara por su stand para conocer a aquel que como enviado directo de San Huberto, prometía sacarme de mi desesperación.

La presentación fue breve y enseguida expuse mis cuitas. El bueno de Antonio me escuchaba sin pestañear y asintiendo con la cabeza de vez en cuando. Cuando termine mi exposición, puso en mis manos un aparatito pidiéndome que pusiera mis dedos sobre dos terminales metálicos, mientras el mantenía en la suya un mando a distancia. Apenas había obedecido la orden cuando recibí una descarga eléctrica que me hizo dar un brinco y soltar el chisme aquel. Antonio, me miraba esperando mi reacción que por pura educación quedó en un :¡Joder!.
Con una sonrisa casi beatifica, el Alicunero me dijo: ¿ves?. Eso es lo que va a sentir tu perra cada vez que le des. Conociendo el castigo, sabrás administrarlo.

Por noventa euros adquirí el collar, el mando y el cargador, y más contento que unas pascuas esperé el día del Pilar, con más ansiedad de la habitual por estas fechas.

Por fin llegó el gran día. De camino al coto no podía definir con exactitud si me guiaba la ilusión por la caza o la sed de venganza. Recordaba paso a paso las instrucciones recibidas de Antonio y el “leñazo” que me había propinado haciéndome prometer la mesura que dictaba mi racionalidad. La “Lola” viajaba con el collar puesto desde casa y el mando, probado veinte veces, lucía en el bolsillo superior del chaleco.

Después de equiparme convenientemente, colgarme el morral, colocado la gorra, y montado la escopeta, abrí el maletero. La perra se estiró, tomó aire, se orientó, saltó del coche e inicio el trotecillo cochinero con el que siempre me dejaba tirado. La llamé bajito “Lola”, ni caso. Insistí, “Loolaáá”, ni enmendar la postura… primer aviso : vibrador. La perra se detuvo, buscando el bicho que le zumbaba debajo de la oreja. Pasado el efecto y tras una nueva llamada, ni caso. Continuó con su trote. ¡Ahora si!, Looooolááá…zas ¡leñazo!. La perra pegó un brinco que me hizo reir recordando el que yo había dado en la feria. Dudó…tres pasos avanzando…¡Lola!, zas…parada en seco, media vuelta militar y a mis pies, con las orejas pegadas a la cara. ¡muy bien…!, caricias, fiestas y vamos que nos vamos. Esa mañana le maté tres conejos y lo pasé en grande.

Desde entonces, nunca sale al campo sin el collar del “Alicunero”, y nunca más se ha perdido de mi vista. Cazamos juntos, nos divertimos y agradecemos al destino tan oportuno encuentro.

Moraleja.: No permitáis que un perro os pida cita para el psiquiatra. Por poco dinero tendréis un gran entrenador en vuestra casa. Emplearlo con mesura y disfrutar de la caza en compañía de vuestro perro.

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