Europa

Un muflón de récord

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En condiciones extremas

Por Marcial Gómez Sequeira

Hay momentos cruciales en los que la decisión, casi inhumana, de seguir o retirarte depende del siguiente paso. Si puedes darlo sigues, si no… Pero aunque todos los elementos se conjuguen en tu contra, si llevas tiempo persiguiendo una meta que te has marcado y la tienes al alcance de los dedos, tu espíritu se enerva y te alienta para continuar avanzando. Aunque sientas que tus manos se quiebran como un cristal…

Hace frío. Mucho frío. Un aire glacial penetra por las rendijas imposibles y se clava en la piel como un acerico de alfileres penetrándola hasta alcanzar los huesos y entumecerlos. Se incrustan y se hunden los pies en el blanco, esponjoso y gélido manto impidiendo ejecutar los pasos y dejándote como un guiñapo al albur de la suerte. Es difícil pensar. Es difícil transmitir a tus músculos, por un esfuerzo tan brutal, la orden de seguir avanzando cuando todo tu ser se revela y te pide que regreses, que abandones, que dejes de sufrir este martirio de una vez por todas. ¿Qué sentido tiene…? Llevamos más de dos horas en medio de esta infernal nevisca en busca del rastro de un fantasma que se niega a mostrarnos su espectro. Sabemos que está ahí. Sabemos que estamos en el lugar y en el momento adecuado. Pero este rececho, en tan adversas condiciones, no es sino el anticipo de la cercana derrota… Aunque me niego. No tiene sentido haber esperado tanto tiempo para llegar y rendirse. Hay que hacerlo. Hay que jugar las últimas bazas de esta dolorosa partida y llegar hasta el final. Y que la suerte decida. Pero hay que hacerlo. Un paso más…
 
Un cola blanca
Es esta una larga historia. Fue hace un año cuando, por avatares del destino, todo quedó pendiente de resolver. A través de mi amigo Norbert Ulmann, Iván Bezak, propietario de Tatralov, en Bratislava (Eslovaquia), me propuso la posibilidad de cazar el récord del mundo de muflón, SCI. Un gran y muy apetecible reto. Sin pensármelo dos veces me presenté en tierras eslovacas para intentarlo. El resultado, aunque meritorio, no fue el esperado. Bien es cierto que el muflón que me hicieron tirar, y al que hice los honores de abatir, resultó un buen ejemplar, pero con poca curva, por lo que si no se precipitan en decirme que lo tirase hubiese ganado importantes puntos en años venideros ya que era demasiado joven y no cumplía las expectativas planteadas en el reto. Ante esas adversas circunstancias surgió la… llamémosle ‘apuesta’, de que si tan codiciada pieza hacía su aparición, allí estaría yo como un clavo para volver a intentar hacerle honores. Y en esas estamos…
¿Y, a cuento de qué aparece un cola blanca en esta historia? Iván, a primeros del pasado mes de diciembre, me informó de la posibilidad de ganar ‘mi apuesta’. Aunque parezca mentira, el tiempo se había deslizado con una rapidez espantosa y había pasado todo un año. Por eso, al reto fallido se añadía uno nuevo. Para no hacer dos viajes, también me pusieron ‘el anzuelo’ del cola blanca. Puesto que íbamos a uno de los pocos territorios de la vieja Europa –la República Checa− en los que es posible cazarlo, el añadido desafío consistía en abatir uno que estuviese entre los cinco primeros del SCI. ¿Y a qué narices voy yo a la República Checa –pensaba− si ‘mi’ muflón estaba en Eslovaquia? ¿Había emigrado? No adelantemos acontecimientos.
Teníamos de plazo hasta el 31 de diciembre del pasado año. Para que no nos ‘pillase el toro’, preparamos todo para cazar entre el 17 y el 20, por lo que el 16 ya estábamos –mi inseparable Fernando Blázquez, que me acompaña siempre que puede, y yo– metidos en el avión camino de Múnich, donde nos esperaba Norbert para llevarnos en coche hasta los cazaderos, medir los trofeos si los conseguía para el SCI, y dar fe de los mismos.
Nada más pisar la capital bávara recibí las dos primeras sorpresas. Una, que ‘mi’ muflón ya no era ‘mi’ muflón –empezamos bien−. Cuando consiguieron localizarlo, tras una ardua tarea, descubrieron que tenía un cuerno roto y había perdido más de 7 puntos. ¡Por eso nos íbamos a otro país!
La segunda sorpresa es que ‘pintaban bastos’. Desde que salimos de la hermosa ciudad de la cerveza, camino de los cazaderos (a cinco horas en coche) una impresionante nevada y unas carreteras absolutamente heladas, con visibilidad nula, presagiaban la que se nos venía encima. Cualquiera en su sano juicio hubiera dado media vuelta y adiós muy buenas. Pero… los devotos de San Huberto estamos hechos de otra pasta.
Para empezar, la paliza del viaje, no exenta de tensión, fue tremenda, pero nos aliviamos con unos sabrosos escalopes vieneses con patatas, acompañados de una excelente cerveza checa. Sobre la media noche ya estaba en mi habitación relajando tensiones con una buena lectura, un buen puro (en algunos países no existen absurdas prohibiciones) y una buena copa de whisky.
 
Recechando en el infierno
Amanecí el primero. Toqué diana a mis compañeros y, tras un reconfortante desayuno… ¡a la temible carretera! El cazadero se encontraba en la zona de Jeseniky, en Moravia, pegando a la frontera con Polonia en el noreste de la República. La mañana estaba, como no podía ser menos, entrada en nieves y al llegar al cazadero nos pertrechamos con todo lo inimaginable. El magnífico equipo de cazadores locales, con todo perfectamente preparado y organizado, me hizo saber, con Norbert ejerciendo de intérprete, que no me precipitase al elegir el venado, ya que habíamos venido a cazar el que era, sin duda alguna, el mejor de la zona. Y aquí empezó el infierno.
Las condiciones para realizar el rececho eran dantescas. La cellisca te cegaba, te impedía dar más de tres pasos seguidos y el aliento se quebraba como el vidrio justo en el borde de los labios. El intenso frío, por encima de los quince bajo cero, te invadía hasta anular tu voluntad y desear encontrarte a unos cuantos miles de kilómetros de aquel castigo endemoniado. Y el maldito cola blanca sin dignarse aparecer. ¡Tres horas estuvimos recechando sin encontrar ni un atisbo de su presencia! Claro que, ante aquel panorama, podía haber pasado hasta tres veces delante de nuestras narices y no habernos enterado.
Sobre lo que supuse que era el medio día, decidimos cambiar de táctica. Norbert y yo nos auparíamos a una torreta, como mejor opción, y los demás intentarían empujarlo, si lo encontraban, hacia nosotros. Con lo que no contábamos, o no nos dimos cuenta hasta que estuvimos instalados, es que allí, a escasos metros de un cielo inclemente como aquel, el frío era muchísimo más intenso, insoportable, y además estábamos estáticos. Cuando ya me había decidido a bajarme de aquel ‘potro de tortura’ aparecieron los ciervos. Eso sí, apretados por una piara de guarros que les cortaron el paso y les hicieron salir como alma que lleva el diablo. ¡Increíble! Ni podía fijar mi objetivo, ni apuntar, ni, por supuesto, realizar el disparo. Aunque estuve a punto de hacerlo sobre un gran macho, por terminar cuanto antes, y lo hubiera hecho si Norbert no me lo hubiera impedido diciéndome que no era el que estábamos buscando. Aguanté otros quince minutos ¡sin el guante derecho para poder apretar el gatillo! La sensación de que la mano se te puede cuartear es auténtica. Pero hay que aguantar.
Y cuando aguantas… tienes premio. Apareció, en medio del rebaño, como salido de aquella nada gélida y blanca, el que sin duda era el cola blanca que buscábamos. Se reculó entre sus congéneres, pero lo metí en el visor y disparé. Pero no disparó… el rifle. Peor imposible. Saqué rápidamente la bala, cargué, volví a disparar y… créanselo, silencio absoluto. Créanselo, el seguro estaba echado, pero que me digan a mí quién, en esas circunstancias, se acuerda del maldito seguro… Entre unas cosas y otras el bicho ya había puesto pezuñas en polvorosa, por lo que los dos tiros que le solté se perdieron en la esponjosa blancura. Le pedí otra bala a Norbert, cargué, apunté como pude, cuando ya estaba a cien metros, conseguí meterlo en la lente y… ¡le di! ¡Vaya que si le di!
Se perdió entre la nieve. Norbert no las tenía todas consigo porque su felicitación fue… poco efusiva. Yo no es que estuviera seguro, pero… Descendí como pude detrás de él y le seguí hasta el lugar en el que le habíamos visto desaparecer. Poco antes de llegar Norbert se vino hacia mí, me abrazó y me felicito, ahora sí, efusivamente. ¡Allí estaba! El causante de tanto sufrimiento, y en esos momentos de tanta felicidad, yacía en mitad de la nieve. Y era él, justo el que estábamos buscando y que, a falta de medición oficial, podría ser el cuarto o quinto en el libro de récords del SCI. El amigo Iván Bezak había cumplido su palabra y el animal, que a priori alcanzaba los 110 kilos, era impresionante. Su espeso pelaje de invierno, que le permitía soportar aquel gélido infierno, lo hacía más grande aún. La cuerna era muy gruesa con la segunda punta del cuerno izquierdo rota por la mitad y con las ocho puntas características de esta especie europea, que lo diferencian de las diez de los cola blanca americanos. ¡Un excelente trofeo!
 La trompa de caza sonando, felicitando con su música a todos los que han participado en la cacería, fue una preciosa ceremonia de clausura rindiendo merecido tributo a tan hermoso animal que nos había ofrecido su cuerpo para abatirlo. Hay que reconocer que, aun en medio de tan gélido lugar, se le ponen a uno los pelos como escarpias. Más de lo que ya los tiene.
Ya repuestos, al calor de un agradecido hogar, Fernando y Norbert, como representante del SCI, que esas eran sus funciones, procedieron a sacarle la piel y medirlo, confirmando todo lo antes expuesto.
¡Había merecido la pena lograr dar el siguiente paso! Pero quedaba lo mejor… y lo peor.
 
Más de lo mismo
Cambiamos de escenario. Ahora, apenas doce horas después, estábamos en la zona del más que famoso cristal, en Bohemia, exactamente en Jihlavské Vrchy, junto al lago Smichov, al lado de Horní Myslová, en el sur, cerca de la frontera con Austria. En el recuerdo cercano… la tremenda paliza de ayer y el temor a no poder resistir si se volvía a repetir. Las perspectivas eran, como mínimo, ilusionantes, cazar el muflón posible récord del mundo, pero después de lo vivido…
Aunque temprano, no madrugamos demasiado. A las diez de la mañana estábamos en el cazadero dispuesto a localizar nuestro objetivo. La idea era dividirse en grupos para rececharlo e intentar localizarlo. Al menos no nevaba y la visibilidad era mucho mejor que el día anterior. Pero la nieve estaba muy blanda y el lograr avanzar metiéndote en ella hasta la cintura, como el día anterior, resultaba poco menos que imposible. Y el frío era el mismo. ¡Diecisiete bajo cero, confirmaron los cazadores locales, y por la noche se habían alcanzado los veintiuno! Las sensaciones de congelación volvían a repetirse. La única esperanza era que, al dividirnos el trabajo, al menos fuese mucho más corto. Ni por esas. Yo me fui con el cazador de la zona, Fernando y Ulmann se fueron juntos y una pareja de guardas por otro lado. Y en las dos primeras horas no vimos ni la sombra, ni una huella, ni una pista, ni nada que, al menos, nos hiciera albergar esperanza alguna. Nos juntamos los tres grupos para cambiar de estrategia, pero de lo único que cambiamos fue la zona, en la misma área de caza. Elegimos, por indicaciones de los guardas, las cercanías de un comedero que frecuentaban con asiduidad y cerca del cual se solían refugiar para paliar estas tremendas adversidades climatológicas. Empezábamos a vislumbrar la luz al final del túnel. No se piensen lo peor, no, lo que vimos fueron unas huellas del grupo de muflones por el mismo camino que estábamos recorriendo. Algo es algo.
 
Un muflón de récord
Las dudas habían surgido pensando en el tiempo precioso que habíamos perdido el día anterior. Unos apostaban por seguir la misma táctica, la de subir a una atalaya y esperar a que intentasen acercarnos los animales. Yo, aunque no sabía qué hacer, estaba entre la espada y la pared, prefería seguir recechando ante el recuerdo del tremendo frío de la torreta. En esas estábamos cuando vimos las huellas y se nos disiparon las dudas. Seguimos recechando.
Era un grupo de veintitantos animales entre machos y hembras. Los vimos al poco de tomar la última decisión y cuando, una vez más, las fuerzas estaban al límite. Sí me gustaría resaltar que a pesar de todos los pesares y cuando crees que estás en las últimas, el mero hecho de contemplar aquello que tanto has deseado te hace resurgir, como el Fénix, de tus cenizas. Allí estaba, en medio de la manada y no podía creer lo veían mis ojos. Era un macho excepcional con una cuerna inmensa en un completo círculo. La primera duda que me asaltó fue la de tirarle al codillo con el riesgo, por lo grande que era, de poder romperla. Claro, ante mis dudas, los animales nos vieron y emprendieron la huida, aunque no a una velocidad de miedo como para pensar en no encontrarlos. Les cortamos el camino y les dimos la vuelta. Los perdimos de vista una y otra vez pero los volvíamos a encontrar. El juego del gato y el ratón tenía que acabarse mejor antes que después, por lo que, una de las veces que se cruzaron por el camino, a unos ochenta o noventa metros, me eché el rifle a la cara y me dispuse al lance. Con el citado temor de por medio, apunté como un palmo por detrás del codillo, hacia los cuartos traseros. Me quité el rifle. El frío estaba haciendo de las suyas. Volví a apuntar y me lo volví a quitar. Pero cuando el animal ya iniciaba un nuevo trote… me sorprendió el disparo, cosa que siempre es buena. El animal emprendió un pequeño trote borriquero y desapareció con la manada. Tuve la impresión de que ni le había rozado. ¡Qué decepción!
Los otros dos grupos llegaron todo lo más rápido que pudieron y tardamos más de quince minutos en atravesar la nieve y llegar al lugar en el que se encontraba el bicho cuando realicé el disparo. A pesar de mis malas impresiones, había un poquito de sangre y un mínimo de pelos, como si le hubiese rozado y le hubiese arrancado un pequeño mechón. Nos volvimos a separar cada uno por su lado. Pero ahora si atendí a las peticiones de Norbert de encaramarnos los dos a un puesto a esperar. Nuevo sufrimiento gélido, aunque en esta ocasión, a Dios gracias, fue bastante corto. A los veinte minutos apareció de nuevo la manada… pero el macho no venía con ellos. ¿Le habría tumbado a pesar de todo? Al poco de descender de la torreta y ponernos a buscar por los alrededores, Fernando le descubrió tumbado pero vivo. Se incorporó al acercarnos pero… parado como estaba, le coloqué un último tiro en el cuello, con mucho cuidado, que dio, definitivamente, con sus huesos en tierra.
Era un magnífico animal, impresionante, que dio una primera medición en verde de 159” 6/8 (*). A falta de homologación oficial con toda seguridad ocupará uno de los lugares más altos en la lista de los mejores muflones del mundo, aunque… no creo que pueda ponerse el primero.

(*): Al final el trofeo dio una puntuación de 158”, entrando en el Libro de Récords del Safari Club Internacional como el segundo muflón centroeuropeo.

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