Entre tórdigas

Si dejamos de cazar…

Hay muchas voces que piden que dejemos de cazar para ver lo que ocurriría social, económica y moralmente en este país y me piden que dé mi opinión al respecto. Yo, como siempre, baruto y rochero, no sé si voy a acertar. 

 

En primer lugar, yo sí cazaría porque tendría toda España para mí solo, sin guardas ni forestales ni civiles, sin vallas ni problemas ecológicos, porque, al no haber cazadores, no habría vertidos tóxicos ni basura en el campo ni habría incendios ni harían falta depuradoras, ya que en las ciudades cagarían flores. Es decir, el mundo sería perfecto. Imagínense, podríamos llevar rifle y chupete en el coche porque la Guardia Civil no nos pararía ya que ésta no existiría, puesto que, al no haber cazadores, no habría armas ni drogas ni secuestros, porque, como ‘algunos’ aseguran, los cazadores somos el apocalipsis ecológico y social del planeta Tierra… 

 

Ahora bien, yo dudo, en contra de opiniones más importantes que la mía, que en este edén natural existiesen muchos de los animales que ahora conocemos, cinegéticos o no. 

 

Un país sin cazadores sería un lugar sin bebederos, sin comederos, sin vigilancia, sin refugios y, sin duda, sin lo que más necesitan los animales cazables: gente en el campo.

 

No habría, una vez sembrados los campos, quien llevase un perro a que quitase un zorro, un visón americano o un mapache. Nadie habría en el campo, durante los calores estivales, quien, entre bebedero y bebedero, diese la alarma de un incendio y, a largo plazo, no habría ni ecologistas porque en el campo no habría nada que ver.

 

Puede que, en un principio, hubiese una explosión demográfica tremenda de animales, pero, irremediablemente, lo que proliferaría, a largo plazo, serían las zooantroponosis, al principio, y las antropozoonosis, al final. Las enfermedades están ahí y para los incrédulos solamente tengo que recordar: sarna, tiña, leucemia felina, gripe aviar, tuberculosis, mixomatosis, parvovirus, neumonía vírico hemorrágica y tularemia, entre otras. Estas patologías están ahí, no las hemos inventado nosotros, los cazadores. Pero, en cambio, gracias al mundo de la caza, se detectan, se estudian y se controlan. Y, eso, eso crea riqueza cinegética y, por ende, riqueza ecológica.

 

Yo provengo de un mundo en que los cazadores no matábamos para controlar las poblaciones; controlábamos las poblaciones para matarlas, es decir, cazarlas. La naturaleza es sabia, pero los censos de caza mayor aumentan porque la mayoría de los cazadores no dispara sobre hembras e individuos jóvenes, aunque esté autorizado. Pocos esperistas disparan sobre un bermejo o una guarra y pocos monteros disfrutan matando ciervas o gamas. No conozco a nadie que mate gazapos ni a galguero que suelte a la carrera de un lebrato. 

 

En cambio, en el mundo de la caza se eliminan las especies que ejercen demasiada presión predadora. ¡Quieto todo el mundo! Hablo de zorros y, sobre todo, de perros y gatos asilvestrados que, además, son competidores directos del lince, del gato montés y de águilas reales e imperiales. 

 

A ningún español cazador se le hubiese ocurrido soltar un virus para erradicar una especie, fuere la que fuere, como ocurrió con el conejo. A ningún españolito matabichos se le escapa que llevamos más de cincuenta años perdiendo la guerra contra la mixomatosis. Nuestra forma de ser camperos, incluso los no cazadores, nos lleva a querer caza y mucha, porque hasta al pastor más apacible del mundo le gustaba, de vez en cuando, echarse un conejo al ajillo a las entrañas. En ningún país del mundo se caza tanto como aquí ni se tiene tanta caza. Por eso, porque se caza.

 

No dejaremos de cazar porque así, como mucho y con permiso de la tuberculosis, sólo quedarían jabalíes, a los que habría que envenenar como en Australia o en Texas (en la primera ya andan por los cincuenta millones) y en sus panzas se llevarían huevos de gangas, ortegas, aguiluchos cenizos o avutardas, de las que tenemos la mayor población del mundo, igual que se han llevado al urogallo y casi a la pardilla. También se llevarían al conejo, a la perdiz y, tras ellos, al lince y a nuestras grandes águilas. 

No dejaremos de cazar porque, en lugar de crearse riqueza cinegética se crearía pobreza económica, ya que el campo, en muchas zonas, se mantiene por la afición a la caza. Miles de hectáreas de montes públicos no producen nada más que animales, y muchos de ellos, repoblados por el mundo de la caza.

 

Millones de kilos de productos agrícolas se emplean en la alimentación de las especies de caza, de los que también se aprovechan ratones, topos, fringílidos y demás especies que mantienen a rapaces cuya capacidad predatoria sobre especies cinegéticas es nula, como cernícalos y elanios…

 

Al final, el mundo del campo está concatenado y el hombre cazador ha ocupado un lugar parecido a una piedra angular. Ahora los gatos monteses, los meloncillos, las ginetas, las garduñas y las rapeces proliferan, como otras muchas especies no cinegéticas, porque nosotros, la gente del campo, también respetamos las leyes, tanto humanas como naturales, y una de las naturales nos dicta que no hay que cazar para controlar, sino controlarse para poder cazar y, ahora, la forma de controlarse es seguir cazando. 

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