Almacenado

Al salto con Tragacete

Por Antonio Mata

pagePocos cazadores, y no porque algunos no lo merezcan, gozan del privilegio de tener una calle con su nombre impreso en ‘letras de oro’ en su localidad natal. Una placa de toledana cerámica perpetuará en el tiempo el nombre, y al hombre, de uno de esos personajes que, sin duda alguna, ennoblecen esta bendita afición. Y no precisamente por el número de perdices abatidas que, por cierto, han sido y son una cuantas.

Levanta apenas un palmo el sol por la ermita de la Virgen de la Muela, en el sopié de la umbría del Gollino y La Encomienda, por las corraleñas tierras del moro Almaguer, cuando enfilamos la recta −jalonada de sarmientos que aguantan las tostadas pámpanas, verdecidas por las recientes, y abnegadas, borrascas de este casi final del otoño− que une estos últimos rincones de la manchega llanura, como lo son Corral de Almaguer y Cabezamesada.

 

En los desvencijados hilos del ya arcaico telégrafo –fantasmas asidos por vetustas jícaras ancladas a los rollizos de pino, que semejan un calvario en perspectiva–, aguiluchos, urracas, chovas, grajas, cuervos y algunas que otras rapiñas, avizoran y esperan pacientes su almuerzo en forma de despistado gazapo o curioso roedor que se atreva a libar el relente de la ricia.

A la entrada a la localidad, en un aprendiz de parque, el rollo nos evoca tiempos de la Orden de Santiago y el patronazgo de villa que le otorgaran sus Católicas Majestades en el tercio final del decimoquinto siglo. Atravesamos un hermoso pueblo, pueblo de los de verdad, desperezándose aún del tedio matutino y, en una calle, al lado de la adusta torre de la Iglesia de la Concepción, descubrimos una placa de cerámica que emotiva y emociona: Calle Ismael Tragacete.

La Casilla

Nos espera en La Casilla. Por el Camino Viejo de Ocaña abordamos el Cerro del Buitre, que no se alcanza ni a loma, y, cruzando la Cañada de Doña Rosa, oteamos la pequeña casa, casilla, encalada, que recuerda a tantas y tantas esparcidas por los andurriales manchegos, pintoneando de blanco y añil el pardo terruño, y que sirvieran, no ha muchos lustros, de quintería para acoger a gañanes, ganapanes y temporeros. Rodeada de viejas cepas de antaño, se enmarca entre cuatro almendros y algún que otro frutal, con su pozo y con su alberca y lo que en sus tiempos fuera un chamizo, hoy de chapa de uralita y calambucos.

En el sobrio interior −una banca, un canapé, mesa baja y alguna silla de enea– destaca el aroma a invierno del fuego en la chimenea, con basar, que crepita, atizado con tenaza y con badil, bajo la trébede que apuntala una parrilla, con una sabrosa careta de la que, como mandan los cánones, daremos buena cuenta de inmediato con un vino recio de Lillo. De las vigas de la techumbre cuelgan los melones, puro azúcar, y las uvas del invierno. Todo, que así se lo ha impuesto, a la antigua usanza.

−Esto es lo que yo quería después de tantos años sufriendo por Madrid. Cuando me jubilé me ofrecieron lo mejor, incluso casa en el mar. Pero yo quería, lo necesitaba, volver a esto, al lugar donde nací, a revivir, y vivir, como antiguamente se hacía en el campo, con las necesidades cubiertas con las cuatro cosas que da la tierra… Si no tuviéramos tantas necesidades creadas, otro gallo nos cantaría y no tendríamos estos problemas de hoy en día que nos están quitando la vida…

Y habla y rememora, entre trozos de somarro que hábilmente trocea con la navaja, otros tiempos y otras gentes. Evoca viejas historias de hambre y de como la caza fue la solución para que el padre –un sabio en aritmética al que le faltaba un brazo y que mal arrancaba el sustento dando clases particulares de números a los infantes− sacase adelante a sus once hijos a base de economizar cartuchos… porque no había.

Y ahí le inculca, a él, la madre naturaleza, sabia como el padre, sus saberes. La carencia obliga a apostarse en la rama, horas eternas, examinando el zureo de la tórtola y la torcaz, el zigzag de la liebre, buen bocado, la astuta intuición voraz de la zorra, el peonar y la querencia de la perdiz… y el vuelo regio del águila que, con sus círculos concéntricos rasgando el aire, le inspiran el que será uno de sus lances más nombrados y meritorios: el caracol.

Y es ahí, en esa zona de la vida en la que niñez es esponja que todo lo absorbe, donde se curte, donde se forja un corazón de acero y fibra que le hará fuerte en la adversidad, ágil en el trance, ilustre ante la aventura y humilde tolerante y deferente ante los elementos que la vida le planta cara a cara en cada esquina. Y es ahí, en ese tiempo ya remoto en el que tiene que echar el resto para arañarle a la tierra sus frutos con sudor y sangre, donde labra su ya casi leyenda.

Al salto con Mito 

Prepara los archiperres y se calza. Revolotea a su vera un nervio hecho perro, y amigo fiel, que ventea cicatero sabedor del gozo que le aguarda.

−¡Tengo un cabreo…! Estuve el otro domingo en el provincial de Madrid. Resulta que con media hocena perdices y otros tantos conejos te clasificabas para la final… ¡Joder! ¡A la hora ya tenía las seis perdices y me quedaban tres horas para cazar los conejos! Como el Mito el día antes no había estado muy católico, me llevé un cachorro a ver si funcionaba… ¡Ni por esas! Estaba a siete kilómetros del control y me volví a por el Mito… Resulta que cuando lo bajo del coche me echa la última papilla que le dio su madre. ¡Qué mala suerte! ¡Ni un conejo me echó, y me quedaban tres horas! ¡Con las seis perdices, que es lo difícil, ya cazadas…! ¡Ni un conejo! ¡Si es que podía haber ganado…!

Lo lleva en la sangre. Lo mamó en la cuna, desde la misma tierra, y eso… eso ya no se va nunca, es eterno, es… puro veneno.

El cuchicheo de la perdiz, a ritmo de seguidillas, eriza la pelambrera cuando recalamos en Los Carboneros, un paraje de viñedos emparrados que, si bien alegra la vista por su cromática hermosura, nos hace renegar de la dichosa modernidad a la hora de atacar los linios cuando nos ponemos en marcha. Y ya no es que, que también, se te pierdan las piezas en un santiamén cruzándose los linios al bies, que para eso son más listas que el hambre y se pintan solas, el problema es que al estar levantadas las cepas sobre los armazones de alambre, el suelo se queda más limpio que el jaspe y no tienen protección, siendo carne de cañón de las rapiñas de turno… ¡Todo son ventajas… para los ‘malos’!

A Mito… sólo le falta hablar. Es admirable como sigue las instrucciones que le marcan con un simple gesto de la mano y, a veces, hasta con la mirada. Caza como los ángeles entre la escasa maleza que dejan los arados en las lindes.

–¡Imagínate si me llega a cazar así el otro día, armo una zapatiesta…! ¡Joder, qué mala suerte! Me podía haber clasificado…

Abandonamos el piélago sarmentoso retomando los rastrojos y barbechos. La monotonía parda y tostada la rompen algunas hitas, islas de piedra en la llanura que no puede atacar y roturar la vertedera, pobladas de encinas de siglo y medio, con su densa hojarasca alfombrándoles los pies. Mito ataca de largo. Ventea a la entrada y se sumerje en el tupido espino que da grima sólo de verlo. Sale largo un rabicorto y corre Ismael, como un rayo, a cortarle la salida. Demasiada ventaja cuando quiebra su carrera y se pierde por la otra linde. Mito no se achanta, se va a por él y le acogota con sus ladridos… aunque se pierde en la boca.

–¡Ahora vendrá reventao…!

Y reventao vuelve, pero no ceja en su empeño y sigue, erre que erre, en sus trece, de echarnos los caramonos. Y nos los echa. Se encara el Maestro –porque lo es y lo demuestra– le deja que cumpla y, a la distancia precisa, le arrea un zurriagazo y lo voltea. Y Mito lo cobra y lo trae sumiso, eso sí, después de pasar, con dos… por debajo la alambrera…

Pasos con mala leche 

Es un placer de dioses, cinegéticos, patear la radiante campiña otoñal con este sabio de la vida y el terruño. Erudito donde los haya en las querencias de los bichos, se sabe de pe a pa sus encames, sus salidas, sus carreras, sus escapes, sus refugios y, sobre todo, cuando te han ganado la partida aunque…

–¡El plomo que no mata es el que se queda en la recámara…!

Lo apostilla después de un tiro inverosímil a una torcaz que se descuelga en lazo desde una encina. Casi agazapado, como una zorra, no duda en enviarle un cartuchazo aun a sabiendas que tiene perdida la batalla… y reconoce que ha perdido porque el animal es más listo y se merece otra oportunidad.

Caen algunos conejetes. Mito cumple como nadie y relajamos el paso. A la perdiz la respeta como a su propia vida y sabe, más que de sobra, que ese no es su momento. Eso sí, según avanzamos nos va colocando los bandos en un imaginario mapa que abarca toda la vista.

–¡En aquella hita hay un bando de catorce!

¡Y las cuenta al vuelo según van saliendo! ¡Y no falla, en la cuenta, ni una!

– Para cazar la perdiz hay que dar los pasos con mala leche.

Ante la mirada atónita por tamaña afirmación se sonríe y remata al vuelo.

–Hay que avanzar con zancada grande y echar el cuerpo p’alante tirando de riñones hasta que se aguante. Claro que si no sabes a donde van a volar es como tener tos y rascarse… La caza tiene su querencia natural en los refugios, lindazos y ribazos, si los hay que cada vez quedan menos, sarmenteras y leñeras, montículos de piedras… El famoso caracol lo aprendí viendo cazar a las perdiceras. Volaban y volaban en círculos alrededor del bando, como si estuvieran hipnotizando a las perdices. En el momento oportuno se lanzaban en picado, pero no encima del bando, de forma tangencial para, cuando estaban casi en el suelo, hacer un quiebro al ras y agarrar a la más despistada… Y eso es lo que hacía yo, dar vueltas cada vez más pequeñas alrededor del bando, hasta que, en cuanto se descuidaban… Claro que para eso hay que tener riñones y piernas, y aguantar la zancada… con male leche.

Arroz de remate

Cuando la percha es curiosa, cuatro conejos, ya es más que suficiente para hilvanar un buen arroz.

–¡Y pa qué más…! ¿Hemos disfrutao de la mañana? ¡Pues ya está…!

En La Casilla, después de un somero acicalado, aviva el fuego con unos curiosos fuelles: un tubo de hierro por el que sopla hasta que crepita la leña ¡Dios, qué pulmones! Un cacho pimiento, otro de cebolla, unos cuantos de tomate y un par de ajos… a sofreír con la carne y en menos que canta un gallo aquello huele a gloria bendita. También pica unos tomates ¡de huerto!, y con un chorro de aceite arpa una ensalada de las de toma pan y moja. Y mojamos.

–Yo… la verdad es que no quería  ir a los campeonatos. Me lo dijeron el presidente y el secretario de la sociedad y dije que no, que no te quedabas con la caza y no podía pagar los cartuchos… Se empeñaron y mira, al final no se ha dao mal…

El bizcocho, de postre, lo ha preparado su hija. Miel sobre hojuelas. Los sabores de antaño, los de la abuela, se mezclan con las evocaciones de otros tiempos, ¿mejores?, desde luego no tan artificiales. Circulan los últimos sorbos de vino y fluyen, de nuevo, el verbo y la memoria…

–Había algunos que no jugaban muy limpio… Siempre le buscaban tres pies al gato y barrían para casa, para la suya, claro. ¿El mejor…? Rodolfo de Asas, sin duda alguna. Era fino como pocos, cazando y compitiendo, aunque también tenía su aquel… Cuando organizaron el famoso Master no se anduvieron con chiquitas, tenía muy claro, el que lo organizó, quien quería que no ganase. Y a fe que lo consiguió. ¡Y a mí que más me da…! Quizá tenían que pensar en hacer algo para revitalizar lo del Campeonato, darle más protagonismo al perro o qué se yo… Y hacer algo para que la gente vuelva a ir. ¡Menudos almuerzos se organizaban…! Y la gente disfrutaba, y hacía porras, y aplaudía…

Se esfuma el tiempo y declina la tarde por la cuerda de la sierra El Romeral. Se mora el ya crepúsculo de nubes tintas deshilachadas que hacen únicos los cielos de estas hermosas tierras. Se nos ha ido en un suspiro. Nos prepara tomates, melones, vinillos (los famosos mantecados de la zona), y avía los conejos, con una maña increíble, para que no se quede la caza.

–La caza hay que aprovecharla hasta la última tajada…

No tiene nada suyo. Todo lo ofrece, de corazón, y goza como un niño si tú lo disfrutas. ¡Vamos, que si por el fuera nos regalaba hasta La Casilla! Y lo hace así porque es así, humano, humilde, cariñoso, agradecido, leal… persona, por encima de todas las cosas. Sobre la marcha es fácil titular este relato, corazón de león. ¡Bendita metáfora!

–Recuerdo que una vez fui a Canadá con un amigo que iba a matar un oso gresli de esos. Los americanos me pusieron de mote Supermán… ¡Manda narices!

Y allí le dejamos, feliz, con lo suyo y con los suyos, la tórtola, la perdiz, la chova, las urracas, las zorras, las perdigueras… disfrutando de la vida y de la tierra que nacer le viera y, simplemente, viviendo que… ¡anda que no es difícil!

Y cruzando por el lugar, de retorno hacia la urbe (al maldito asfalto) no podemos evitar echarle un reojo perdicero a una placa de una calle de un pueblo, sencillo, de La Mancha toledana… ¡Calle Ismael Tragacete! ¡Casi na…! CyS

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