Internacional

Grandes jabalíes en Turquía

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Cazar cochinos gigantescos a la luz de la luna. Esa fue la propuesta que le hicieron a Javier. Teníamos pocos días, poca ‘pasta’ y muchas ganas de cazar. Como todo el mundo… Nos dijeron que fuéramos pronto para encontrar los más grandes y nos presentamos en Turquía un 6 de junio de luna generosa.

Llegué a Estambul a las 22:00 horas, donde tenía que encontrar a Borja y volar juntos hasta Adana, al sureste del país. Borja es uno de esos cazadores españoles que andan por el mundo haciendo lo que a todos nos gustaría hacer: pasa 200 días al año cazando cabras y carneros, principalmente en Paquistán, se divierte y encima vive de ello.

Rutas de Anatolia

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Mapa situación.

Llegué al hotel a las 04:30, tan cansado que pensé que iba a ser presa del insomnio, pero perdí el conocimiento en cuanto me tumbé. Javier había llegado al hotel seis horas antes y dormía como un lirón, así que a las 09:00 cantaba como un jilguero. Desayunamos panes exóticos en el buffet del Hilton, con vistas a las dos cosas que hay que ver en Adana, el puente sobre el rio Seyhan y la Gran Mezquita. Salimos a dar una vuelta por la parte antigua con Borja y con Isha (Jesús, en turco), nuestro traductor y el que se ocupa de la logística del viaje.

En el mercado de Adana fríen churros, limpian zapatos, te ofrecen un vaso de zumo, miran y hablan, venden camisetas del mundial, dulces, sandías, frutos secos y pollitos de colores, y llegamos a un restaurante peleón donde aparentemente hacen los mejores kebabs. A mí, comer y beber cosas raras me pirra…

Salimos hacia Mut en una pick-up. Íbamos tres en la parte de atrás, como sardinas en lata, casi en posición fetal. Pasamos por Tarso, fundada por los hititas hace más de 3.000 años, después bastión del imperio persa, luego capital de la provincia romana de Cilicia. Hace mucho tiempo cedió el protagonismo a Adana y hoy se ha quedado en cochambre.

Llegamos a la costa y fuimos de atasco en atasco, siempre por zonas superpobladas. En principio el viaje debía durar dos horas y cuando preguntamos cuándo llegábamos, nos dijeron que estábamos a mitad de camino. Si llego a saber que había una autopista por el interior, me como crudo al chófer. Seguro que quiso ahorrarse el peaje.

En Silifke nos alejamos de la costa y empezamos a subir por montañas inmensas con gargantas colosales. Era el inicio de los míticos Montes Tauro, con varios picos por encima de los 3.000 metros. El paisaje cambiaba completamente y se ‘alpinizaba’. Plantaciones de naranjos, olivares desordenados, rebaños de cabras y granjas con vaca frisona en las faldas de unas paredes dolomíticas de roca calcárea y repletas de cavernas. Muy cerca de aquí se encuentran las Puertas Cilicias, por donde tantos ejércitos pasaron, como el de Alejandro Magno, Herma de Azara, o la primera Cruzada en el siglo XI. Quien diría que estos montes son, bañados por el Tigris y el Éufrates en su parte oriental, la cuna de la humanidad. Tras cuatro horas de viaje llegamos a un hotel sorprendentemente confortable.

Cenamos ensalada, pollo adobado, pan árabe y cerveza fría. Había unas vistas preciosas de la sierra y al fondo, al estilo Hollywood, una bandera turca colosal pintada en una colina. Apareció un batallón de turcos sonrientes que cenaron con nosotros mientras se repartían el negocio. Nos convencieron de cazar por separado porque, por arte de magia, apareció un rifle con el que no contábamos: un .308 Winchester con visor Zeiss Diavari de 12 aumentos. Sorteamos los equipos y a mi me tocó bailar con la más fea. Rifle local, Isha y la versión turca de Laurel and Hardy. Javier se fue con Borja, Blaser con visión nocturna, un traductor y un viejo mal encarado que sabia de cochinos lo que todos los demás no aprenderán en su vida. Ya anochecía y nos despedimos con un ¡rastgele!, que en turco significa ¡buena suerte!

La luna en la cal

Nos alejamos a un par de kilómetros de Mut, paramos en una cuneta para probar el rifle y tomamos una carretera en dirección a Saritaya, 24 kilómetros al sur.

El sistema de caza es sencillo: el día antes se ceban con maíz unos cuantos puntos donde saben más o menos que hay jabalíes grandes. Hay que acercarse a pie con un silencio absoluto, tener la suerte de verlo y que él no te huela e intentar pegarle a no menos de 70 metros con la luz de la luna. Parece fácil, pero…

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El equipo de caza casi al completo.

De noche y pasadas las 21:30, llegamos a la primera asomada en una pista forestal. Yo estaba cansadísimo y hacía esfuerzos por no perder detalle. Isha se quedó en el coche y yo me fui con el Gordo y el Flaco. La luz de la luna se reflejaba en la tierra caliza del camino. Parecía que era fosforescente. Se oían grillos y ranas. Íbamos mirando con prismáticos y se veía bastante bien. Andábamos en fila india con sigilo felino y, en cada curva, asomábamos la cabeza poco a poco. Escuchamos un cochino bufar. Creo que nos había olido y estaba cabreado. Lo dejamos de oír y lo dimos por perdido. Al volver al coche me di cuenta de que esto no tenia por qué ser tan fácil y nos fuimos a otro cazadero.

En la siguiente parada Isha me dijo que iban a ir ellos y que yo me quedara en el coche. Le dije que ni hablar, que yo no había venido a tirar, sino a cazar y que, además, quería que después de cada rececho me tradujera cada detalle relevante. Hacia las 23:00 hicimos el enésimo paseíllo. La luna brillaba a tope y se veían nuestras sombras con fuerza rabiosa sobre el camino de cal. Había pinos a los lados, y en cada curva, como siempre, metíamos la cabeza poco a poco por si había un guarro. Al llegar a un altillo, el turco escuchó un cochino en la siguiente curva y nos tiramos al suelo sin hacer ruido. Lo miramos con prismáticos, con una claridad sorprendente a unos 80 metros de distancia. Parecía pequeñajo y estaba zampándose un maíz fácil y traicionero.

Coloqué la horquilla y me encaré, pero me seguía pareciendo pequeño y yo había venido a cazar ‘mamuts’, no cochinetes. Le dejé claro al fulano que no le iba a tirar, pero él me decía: «Big, big, shoot, shoot!», ¡Qué no! Y el tío insistía: «Big, big, shoot, shoot!». El villano me hizo dudar. ¿Y si los cochinos turcos engañan y estoy enfrente del récord del mundo…? Lo metí en la cruceta y lo dejé seco. Cuando nos acercamos vi lo mismo que con los prismáticos: un marranillo de 55 kilos, aunque tenía una boca muy bonita.

Llegó Isha con el coche y le metí una bronca traducida al ‘sarraceno’ que le ardió el pelo. Eso sí, con voz pausada y buenas formas. Fui a colocar el cochino para hacerme una foto y me di cuenta de que nadie movía un dedo. Sólo Isha se arrancó para ayudarme. Luego, y con mucho repelús, el bajito se puso unos guantes de plástico y, cogiendo al guarro de la oreja, hizo el ademán de echar una mano. Les pregunte si cargábamos el guarro en la pick-up y me dijeron que ya venían mañana. ¿Y, la boca…? Mañana, mañana…

Todo a ciegas…

Herido su orgullo, el jefe de la banda decidió ir a buscar uno grande. Volvimos a la carretera y entramos por otra pista en un monte lleno de olivos. Las nubes tapaban la luna y ya no se veía igual. Le mandé un SMS a Javier contándole el cabreo que tenía por el shoot, shoot! y me contestó que él había pinchado uno grande. Nos bajamos del coche y nos pusimos a andar. Al rato oí un estruendo a cuatro metros y estuve a punto de tener un infarto. ¡Era una perdiz del tamaño de un Airbus, que dormía en el camino! Seguimos la marcha, cada vez más despacio y sin hacer ningún ruido. Al cabo de unas cuantas curvas, empezamos a oír a un cochino y nos echamos cuerpo a tierra sin ni siquiera mirar. Nos olió y se metió en el monte. Los ‘sarracenos’ no querían que éste se escapara y me dijeron con gestos que nos quedábamos esperando. Pusimos paciencia y orejas a funcionar y dejamos pasar el tiempo. Los grillos se iban calmando y el sueño se ensañaba conmigo. Javier me mandó un SMS contando que había pinchado otro. Sabiendo que el ‘pincho moruno’ cotiza a 450 lauros, la cosa no tenía ninguna gracia.

Al cabo de media hora, a mi jalufo le perdió la glotonería y volvió al lugar del crimen. No se podía ni respirar para no hacer ruido. Yo no veía absolutamente nada, pero le oía. Estaba a unos 60 metros entre árboles, pero la luna estaba tapada y la noche era oscura como boca de lobo.

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Una cosa insólita: un pino que había crecido en lo alto de una peña, sin tierra fértil debajo, como si las raíces se hubieran incrustado en la piedra.

Abrí las pupilas a tope e intenté ver algo, pero era incapaz. Me pusieron la horquilla y me dijeron el ínclito ¡shoot, shoot! No veía nada de nada, aunque imaginaba el lugar. De repente, el guarro se giró un poco y me sirvió al menos para saber que la mancha era la correcta. Esperé a que se colocara de lado y reconocer el codillo. Cuando lo hizo, disparé ¡y el fogonazo me dejó ciego! Normal, tenía las pupilas como una plaza de toros… Los paisanos no vieron nada y nos acercamos rápidamente, mientras pasé varias veces de estar seguro de haberlo matado a pensar que lo había fallado. En realidad, lo soñaba porque iba dormido. Al llegar, sacamos las linternas y buscamos las huellas. El cochino se había refugiado en la parte de arriba. Eran huellas bastante tochas y hundidas porque salió echando virutas. No vimos rastro de sangre y los locales decidieron que no le había pegado. Nos volvimos al coche, mientras soportaba a Mohamed, hijo de Dursun y adalid del tira-tira, repetir que el guarro era enorme. ¡Pero si era imposible ver nada!

Nos dio tiempo a hacer una última asomadilla con poca fortuna y les pedí que volviéramos. Eran más de las 02:00 y estaba cerca del desmayo. Tras media hora larga de carretera llegamos al hotel.

A las 10:00 Javier me despertó para pistear sus guarros, y ya en el desayuno nos dijeron que los habían encontrado. Cuando llegamos vimos un mastodonte de más de 100 kilos con una boca colosal a 15 metros de donde le había tirado. Se había ido monte arriba, a pesar de tener un tiro perfecto en el codillo. Me sorprendió que no lo hubieran encontrado ayer, pero Javier me explicó que los guardas se habían negado. Les daba miedo, y no me extraña, viendo las navajas que tenía.

Los fulanos se calzaron guantes de plástico para tocarlo y lo colocamos hacernos fotos. Luego fuimos a por el segundo cochino de Javier, que estaba a un par de kilómetros. Era grande de cuerpo, pero la boca le lucía menos. Mientras nos hacíamos las fotos de rigor, nos telefonearon para decirnos que habían encontrado mi cochino, el grande que tiré entre tinieblas. Yo empecé a dudar, porque estos turcos me parecían un poco trileros y pensé que me lo habrían colocado…

Informe FBI

Salimos en dirección a mi cazadero y tardamos casi una hora y antes de llegar se puso a llover a cántaros.

Subiendo por una pista de monte, cruzamos un ‘olivar salvaje’ y llegamos al lugar de mi último lance del día anterior. Reconocí el lugar desde el que tiré y donde estaba el cochino y la distancia era efectivamente más corta de lo que pensaba. El viejo Dursun estaba con su gorro de lana azul, subido a una peña monte arriba a 30 metros de donde le disparé. Aunque había llovido quise pistearlo desde el camino, pero el viejo nos dijo que no había sangre, que lo había encontrado por olor. ¡Vamos hombre, ya me están liando! Yo estaba con cara de cabreo y el ‘sarraceno’ no entendía nada. Javier me decía que disfrutara de semejante trofeo, pero yo estaba ‘a lo mío’, a encontrar el truco-turco, que se escribe casi igual. Postura, rigidez del cuerpo, entrada de tiro, trayecto recorrido. Le hice una autopsia al guarro digna de un forense del FBI y al final concluí que era mío. Javier me acusó de paranoico… ¡Sí, sí, pero vete tú a saber!

356 - Grandes jabalies (4)Cuando recuperé la conciencia, después del delirio, miré la boca ¡y me quedé flipado! Eran colmillos de elefante: unos 9 cm por fuera. Con guantes, colocaron el guarro, a pesar del tonelaje y de estar en medio de una ladera vertical. Pesaría unos 130 kilos, así que la única manera de subir un cochino ahí es con helicóptero, extremo que incluí en el informe forense. Tenía un tiro perfecto en el codillo, pero no tenía salida. Y es que, con semejantes morlacos, el .308 se queda dentro. Es realmente increíble que con tiros así puedan subirse una montaña.

Fuimos luego a buscar mi primer cochino y el viejo y mal encarado Dursun, apostó a que le saldrían 18 centímetros de marfil. Le cortó la jeta igual que al otro, con un hacha y con un arte que quitaba el sentío. Eran ya las 15:00 y salió el sol con rabia.

Les dejamos con las bocas y nos fuimos a comer un poco y dormir una siesta. A las 19:30 Javier me llamó, quería que ir a por otro ‘dientes de sable’. Aparecieron en el hotel las tropas de Mustafá Kemal Atatürk: el Gordo, el Flaco, el Viejo, el Verbo y el Malo. Les dijimos que queríamos cazar juntos. Tomamos una pick up con Borja, el traductor de Javier y el viejo Dursun como experto local. Todos los demás… ¡a su casa!

Rayos, truenos y centellas

Salimos temprano, todavía con mucha luz y nos llevaron a un monte no muy lejos de Mut. Subimos por una pista. El bosque era mucho más frondoso y nos paramos en una encrucijada de dos caminos. Dejamos al traductor en el coche y nos fuimos los cuatro con toda la tecnología. Además del visor ruso, el viejo llevaba un catalejo de visión nocturna fantástico. Estuvimos andando un buen rato y, de repente, Dursun se paró y nos dijo que estaba oliendo un guarro. Borja nos dijo que él también lo olía. ¿No se habrán tirado un pedo? ¡Vamos, hombre! Estuve a punto de decirle: «¡Eres bueno contando trolas. Así le das credibilidad a haber encontrado mi cochino esta mañana!», pero, al final, me lo creí. También en Mozambique olían los búfalos. Dursun nos dijo que nos metiéramos en el bosque. Desde ahí se veía una curva a unos 80 metros que debieron cebar esa mañana. Creían que el guarro que señoreaba esta zona era un bicho gigantesco. Nos quedamos ahí esperando, y cuando cayó la noche empezamos a oír a un cochino cruzar el bosque que teníamos en frente. Iba confiado y haciendo ruido. Tuvimos el corazón en la boca diez minutos, hasta que acabó yéndose. Cogí el rifle y estuve alucinando con la visión nocturna. Si hubiera tenido esto el día antes, seguramente lo habría… fallado. Es una tecnología impresionante. Todo se ve como si fuera de día, aunque con luz verde. Me recordaba a los vídeos de los marines en Irak.

Ya era de noche, pero la luna brillaba con fuerza. Éramos todo oídos, cuando las tripas de Javier comenzaron a quejarse y, poco después, un jabalí se puso a bufar no muy lejos. Escuchamos otro y pensamos que el grande estaba echando a una hembra de la zona. Javier y yo nos miramos con complicidad, prometiéndonos un gran lance.

356 - Grandes jabalies (1)
Una cosa insólita: un pino que había crecido en lo alto de una peña, sin tierra fértil debajo, como si las raíces se hubieran incrustado en la piedra.

El viejo Dursun no se movía ni un ápice. A las 21:50, a lo lejos, se oyó un almuecín ‘arrancarse por bulerías’. El viejo se volvió al coche a por el trípode. Seguíamos sentados mientras nos comían los mosquitos y las hormigas nos subían por las piernas. Vi una estrella fugaz. Ya, aburridos, regresamos todos al coche, pero ahí nos quedamos. Javier, Borja y yo comentábamos la espera y al cabo de 15 minutos preguntamos por qué no nos movíamos. Nos dijeron que esperaríamos ahí una hora para luego asomarnos al mismo sitio. «De eso nada, nos arriesgamos a no cazar. Esto es absurdo. No hemos venido al sur de Turquía a estar metidos en un coche». Le dijimos al viejo que nos llevara a otros puntos y nos dijo que por aquí no los había, que había que hacerse una hora de carretera. Ellos habían venido aquí buscando el gran jabalí y no había plan B.

Le dijimos que nos parecía una chapuza y, en ese momento, el viejo explotó de ira y empezó a gritar, a echar venablos y alaridos en turco. Eran Atila, Gengis khan y Khair Ad-Din todos juntos. Era la cólera, el fuego, la sangre y el trueno. Nadie decía nada, todos estábamos acojonados. No entendíamos lo que decía, pero daba miedo. Al final arrancó y se fue picando rueda por una pista complicada. Había buenos precipicios, pero no hubo que lamentar nada, gracias a Alá.

Serían ya más de la 01:00 y paramos en una curva para hacer un rececho. Iba todo el mundo más suave que la seda. Al cabo del rato el viejo olió un cochino. A ver quién era el guapo que se lo discutía. Empezamos a oírlo romper monte y nos acercamos al cebadero. Vimos el maíz que había estado zampando y un enorme tronco desvencijado donde se desparasitaba. Las huellas eran bastante grandes. Volvimos al coche y nos fuimos a ‘fracasar’ otras asomadas.

A las 02:30 la luna se puso, como siempre por el Oeste. La Vía Láctea brillaba como unos fuegos artificiales. Yo buscaba las constelaciones de verano. Ésas que veíamos con la tía Mamen en Retor en las noches de agosto. Delfín, Águila, Casiopea, Vega o el Dragón. Estábamos agotados y ya no cantaban ni grillos ni ranas ni lechuzas ni nada. Era la noche de la noche, el cero absoluto y la hora de irse a dormir. Al llegar al hotel, los tres españoles vimos el amanecer en la terraza. Brillaba un lucero potentísimo y les dije que eso no era normal. «Veréis como mañana leeremos en Internet algún fenómeno astronómico insólito…». Nos comimos un cubo de pistachos y nos fuimos a la cama sin cenar. No hubo noticia en Internet.

La mañana siguiente estaba toda la rehala sarracena vestida de caza, pero les cambiamos los planes. Decidimos no cazar esa noche porque Javier tenía el avión a las 07:50 del día siguiente y lo más seguro es que no cobrásemos lo que íbamos a cazar. Lo de cobrar la pieza es imprescindible y no queríamos que nos llamasen desde 2.000 kilómetros para contarnos que habían encontrado nuestro cochino elefantiásico. Al fin y al cabo, ya habíamos cobrado dos buenos guarros cada uno y estábamos contentos.

Le dimos toda la propina al viejo para que él la repartiera y Borja le dijo con diplomacia que los demás tenían mucho que aprender de él. Era una manera de decir que los otros eran unos patanes sin ningún conocimiento de caza. Estuvimos midiendo los colmillos y no decepcionaron las medidas. Los míos eran de 23,8 y 19 centímetros y los de Javier de 22,2 y 16 centímetros. Marcas impensables en nuestras monterías domingueras. Parecían facocheros.

Nos volvimos a Adana por los mismos paisajes espectaculares y los mismos atascos en Mersin que cuando vinimos, y nos fuimos a cenar a una parte mucho más moderna que el zoco del primer día. En las alforjas un viaje largo, trofeos fantásticos, un puñado de anécdotas y un nuevo desafío cinegético en perspectiva: ir a cazar el marco polo a las montañas de Kyrgyzstán.

 

Por Estanis Cavanillas Junco.

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