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El objeto de mi deseo: gamo negro en Chequia

gamo negro3

Hay animales a los que no se puede cazar en tierras salvajes, sencillamente porque allí no los hay. Algunas especies cinegéticas sólo han llegado hasta nuestros días gracias al desvelo de los que las han preservado en reservas, parques naturales, concesiones o terrenos privados. En muchos de los casos, el interés venatorio de estas especies es lo que les ha supuesto su indulto del patíbulo al que los subieron  la civilización asesina y el progreso malentendido.

gamos chequiaSoy un cazador de aventura, me apasionan los retos, y los retos de verdad casi nunca se encuentran detrás de una malla. Soy, también, un cazador coleccionista. Me gustan los ‘bichos raros’ y la especies poco habituales. Por esto, cuando se presenta la oportunidad de ir tras uno de éstos animales, intento encontrarlo en un lugar que me garantice que lo que voy a hacer es cazar, no disparar al blanco.   

En la República Checa la caza se respeta. A los cazadores también. Nuestra hermosa y noble pasión forma parte de la cultura del pueblo checo, ellos se han preocupado de mantener sus bosques llenos de vida. Las concesiones y reservas cinegéticas abundan, es un lugar en el que el cazador se encuentra cómodo y además de poder cazar los mejores muflones del mundo, puede elegir entre un abultado número de especies.

Dama dama negro

En la República Checa la caza se respeta, a los cazadores también. Nuestra hermosa y noble pasión forma parte de la cultura del pueblo checo, ellos se han preocupado de mantener sus bosques llenos de vida. Las concesiones y reservas cinegéticas abundan, es un lugar en el que el cazador se encuentra cómodo y además de poder cazar los mejores muflones del mundo, puede elegir entre un abultado número de especies.

Viajamos hacia una finca de la Baja Bohemia, con más de 4.500 hectáreas de bosques y lagos. Un lugar de ensueño en el que el amor a la naturaleza y el respeto a los animales que la pueblan, han marcado el ‘modo de hacer’ de la propiedad. Entre la magnífica calidad de su población de gamos, cuenta con unos pocos ejemplares del conocido como gamo negro, sin más diferencia respecto al Dama dama tradicional que el negro intenso del color de su piel. Era, en esta ocasión, el objeto de mi deseo.

Nos acomodamos en una cabaña de madera, sencilla, íntima y muy acogedora. La chimenea caldeaba tanto el comedor como la cama en la que dormiríamos, colocada bajo la escalera de madera que llevaba a un pequeño espacio superior en el que se situaba una segunda cama.

gamo negro alberto 12Fuera, bajo el porche, una mesa de una sola pieza de madera, en la que desayunaría los espectaculares huevos fritos –de las propias gallinas de la finca– con panceta churruscadita, de los guarros abatidos por los cazadores, que Susana se esmeraba en preparar cada mañana. Un horno tradicional para ahumados, en el que días más tarde cocinaríamos un deliciosos asado de carne, y un lago espectacular en el que pescaría alguna carpa despistada que nos sirvió como frugal, pero rico, aperitivo.

En lo más oscuro del bosque

En la mañana del primer día de caza, antes del alba, fuimos a hacer un aguardo en un claro del bosque, a escasa media hora andando desde nuestra cabaña. Comenzaba octubre, apenas si asomaba el otoño, pero en éstas tierras centroeuropeas el frío riguroso que, sin faltar a la cita, cubrirá de nieve sus bosques, se comenzaba a adivinar entre la quietud de la mañana por llegar y la humedad de la noche que se iba. El canto de los pájaros, la caricia de los primeros rayos de un tímido sol y el escalofrío en la piel a causa del viento que comenzó a levantarse, nos empujaron a dejar la espera y comenzar el rececho por el bosque.

La ronca estaba en su fase final, el frío hace que su tiempo sea anterior al que es habitual en los países del sur de Europa.

El guarda principal de la finca, que nos guiaba, me explicó que la zona del bosque en la que estábamos y por la que íbamos a caminar durante todo el día, era la que había reclamado durante la ronca el macho al que buscábamos. Dada la enorme extensión del área de caza y lo espeso e intrincado del bosque, no iba a resultar fácil dar con él salvo, claro, que volviésemos a escuchar el reclamo sordo de su celo.

La mañana avanzaba, pero había lugares por los que pasábamos en los que parecía que la luz del sol tuviese vetado su acceso, la oscuridad era sorprendente. Las horas iban cayendo, a pesar de que el guarda nos aseguraba que rara era la vez que se acercaba por aquella zona y no veía al macho tras el que íbamos, lo cierto es que ya llegaba la hora en la que había que para comer y beber algo y no habíamos tenido ocasión de verlo.

Volvimos, media hora después, a la marcha. Mientras caminábamos, al pasar por alguna de esas zonas oscuras clavadas en lo más profundo del bosque, pensaba que podría resultar gracioso: ¡recechábamos, en lo más oscuro y negro del bosque, un gamo de piel negra! El caso es que seguimos andando hasta que la tarde empezó a declinar… y el frío a apretar, sin que tuviésemos ocasión de ver nada de lo que íbamos buscando.

Cuando entramos en ‘nuestra’ cabaña, sobre la gran mesa frente a la chimenea, nos habían dejado todo un surtido de las más variadas viandas para que las cocinásemos a nuestro gusto: huevos, verduras, hortalizas, carnes, chacinas, especias, condimentos, pan… casi todo, nos aclararon el día siguiente, cultivado o producido en la propia finca. Encendí la chimenea y, tras una ducha reconfortante, nos pusimos manos a la obra, ¡qué maravilla

Tras ‘el arbusto verde’

Antes de amanecer, en la mañana del segundo día, estábamos ya al borde del bosque  preparados para la caminata. Iríamos por la misma zona, pero ésta vez entraríamos por un lugar distinto, por la parte más alejada de la que comenzamos el rececho de la jornada anterior. El guarda quería intentar sorprender al gamo siguiendo una ruta diferente, estaba muy extrañado de no haberlo visto durante las más de siete horas que estuvimos ‘trasteando por su casa’.

Andábamos despacio –en el monte siempre hay que tratar de hacer el menor ruido posible–, muy despacio, demasiado despacio –pensaba yo–, parecía que el guarda supiese donde estaba el gamo y estuviese dando los últimos pasos antes de decirme: «¡ahí lo tiene, dispare!» Pero no, tras un rato en el que casi no avanzábamos –tardando segundos, muchos, tantos que parecían minutos, en poner un pie delante del otro–, seguíamos luego con un paso relativamente normal.

A media mañana, tras pararnos durante casi un cuarto de hora en una zona que el profesional pensaba especialmente querenciosa, me señaló con mucho sigilo dos troncos, a unos ochenta metros, que en paralelo subían hacia la luz. Me indicaba que, en algún lugar del bosque –que yo no acertaba a encontrar–, detrás de esos dos troncos, estaba el gamo que perseguíamos.gamo negro alberto 1

Lo intenté con los prismáticos, pero tampoco daba con él. En la naturaleza a veces no es fácil encontrar referencias comunes para observadores distintos: ‘aquel arbusto más verde’ tras el que nos dicen está nuestra presa, pueden ser cuatro, siete o catorce arbustos, todos ‘arbustos’ y todos ‘más verdes’…  Pasarían más de cinco minutos sin que nada cambiase, no podía distinguir en la oscuridad de la espesura del bosque, el animal que el guarda me aseguraba estaba ‘allí’. Sólo cuando se cansó de esperarme, y echó a correr alejándose como un rayo negro de nuestra posición, acerté a situar ‘los dos troncos paralelos’ detrás de los que se escondió nuestro gamo. Inútil, ni que decir tiene, intentar un disparo razonable a un animal corriendo por aquel laberinto, oscuro y abigarrado, de troncos, ramas y maleza.

El lance fracasado haría más receloso aún al gamo. Lo sensato era abandonar la zona, ya poco podríamos hacer allí. Volveríamos a comer a la cabaña, teníamos una buena caminata hasta llegar, y por la tarde lo intentaríamos con otro animal distinto. El cambio del área de caza era obligado.

Caminar sin ver

La tarde fue estéril. El terreno por el que caminamos no se parecía mucho al de la mañana, recorrimos una zona que había sido talada en parte, no hacía mucho tiempo, esto proporcionaba una mucha mejor visibilidad, pero también era mucho menos querenciosa para los animales. Pregunté al guarda la razón por la que fuimos allí, me aclaró que los brotes de la otoñada que crecían al amparo de la abundante luz solar eran muy codiciados por los gamos, así que había que probar, pero, como dije, no hubo suerte.

La mañana del día siguiente llegó cubierta de una bruma densa y pesada que se agarraba con ahínco y saña a la tierra. Además de la humedad, que aumentaba la sensación térmica del frío que sentíamos, me preocupaba la práctica imposibilidad de visión que había, más aún en el interior de la espesura de un bosque apretado y de por sí, oscuro.

Tuvimos que esperar tras un improvisado parapeto que montamos en un momento con ramas y troncos que encontramos por el suelo. Caminar, sin ver a más de cinco metros, era una pérdida de tiempo y lo único que podríamos conseguir era espantar a todo bicho viviente que estuviese por las proximidades.

Cuando la fuerza del calor del sol logró disipar la niebla, comenzamos a caminar por las entrañas de aquel bosque que me parecía desconocido y sin embargo, al cabo de un buen rato –torpe de mí–, lo reconocí como el mismo del primer día. Si no tienes el conocimiento que te da la costumbre, la naturaleza te suele desconcertar. En los tres días que llevábamos cazando, había pasado varias veces por un mismo lugar sin reconocerlo… hasta ahora. La luz, que cambia con la hora y el día, la orientación con la que camines, el punto desde el que entres en un sitio determinado, te puede hacer apreciar como desconocido un lugar por el que ya has pasado.

El guarda se detuvo, extendió su mano derecha indicándonos que hiciésemos lo propio. Miró a través de sus prismáticos. Se acercó a mí y, mientras señalaba un lugar con su dedo índice, me susurró: «¡está allí, es nuestro gamo!».

De entrada no lo veía. Aún tenía el rifle colgado al hombro, así que, con mucho cuidado, agarré los prismáticos y ‘repasé’ toda la zona que tenía por delante y que se ajustaba  a la que el guarda me había señalado. ¡Y lo vi!

Negro y… guapogamo negro chequia

Regresé los prismáticos a su sitio y me descolgué el rifle tratando de no hacer ningún movimiento brusco. El animal seguía quieto, comiendo tranquilo, sin apenas moverse, lo tenía localizado pero sólo había podido ver parte de sus cuernos, el resto –cabeza incluida–, estaba oculto detrás de la espesura. A pesar de que el guarda me había dado su visto bueno para disparar –se conoce que él si había podido verlo al completo–, no pensaba apretar el gatillo hasta no haber comprobado por mi mismo la calidad de un trofeo que, en este caso –por conocer la especie–, podía calibrar bien.

Tenía el rifle a punto, el dedo pulgar sobre el seguro, listo para desbloquearlo; el índice, acariciando el gatillo; la culata, firme, apretada contra el hombro; la vista  concentrada a través del visor, con la cruz colocada donde, más o menos, calculaba que podría estar el codillo del animal…

Pasaban, seguramente segundos, que se me antojaban minutos… no quería perder la concentración, sabía que era cuestión de un momento, en cualquiera de los que estaban por venir, el gamo haría un movimiento, hacia detrás o hacia delante, y el blanco quedaría franco para el disparo.

Sucedió. El animal levantó su cabeza, miró hacia donde estábamos –como intuyendo nuestra presencia–, se movió –no sé decir hacia dónde ni cuánto– acerté a ver con claridad el punto al que debía dirigir la bala de mi rifle y… apreté el gatillo.

Un salto hacia delante, con las patas delanteras a medio recoger, el cuello curvado y el morro doblado, casi mirando de frente al pecho del propio animal, me dieron la enhorabuena: eran signos inequívocos del acierto del disparo.

Corrió unas decenas de metros, sin necesidad de repetir el tiro. El gamo, negro como la oscuridad del bosque que le había dado cobijo, cayó, sin vida, sobre la hojarasca de su último otoño.

Me sentí bien, fue un lance intenso, un lance en el que aprendí de errores cometidos y supe esperar, no precipitarme, dominar los nervios y la ansiedad… Un animal espléndido, bonito como él solo, distinto, negro, gamo, ¡guapo!

¡Gloria bendita!

El guarda regresó a por el coche. Cuando llegó de vuelta le ayudé a cargarlo y, con las fotos hechas, fuimos hasta la casa de la propiedad para dar cuenta al ‘jefe’ de la preciosa pieza que habíamos conseguido.caza menor chequia

La ceremonia de ‘entrega’ del trofeo fue emotiva: dos fogatas sobre el verde prado que se extendía por delante de la casa principal, sonido de trompa bajo el cielo de Bohemia, sombreros en las manos respetuosas de los cazadores –honrando al animal cazado–, apretón de manos, una rama verde en la boca del gamo –símbolo de la última comida que hizo antes de morir–, la mirada –complaciente– de la mujer que amo, la sonrisa –satisfecha- de un profesional y… el orgullo de un cazador satisfecho.

pesca chequiaAún nos quedaban tres días de caza. Con el gamo bien seguro ‘en el morral’, acepté la invitación para ‘echar abajo’ unos patos en una de las muchas lagunas con las que contaba la reserva. Fue divertido.

Parte de que lo bueno estaba aún por llegar. El propietario, a parte de su finca, tenía alquilada a la Administración tres terrenos, no muy lejos de donde estábamos, sólo para guarros. ¡Imaginen la carita de tonto que se me puso cuando me propuso pasar un par de días haciendo esperas a los marranos!, ¡ni les cuento!, los ojillos me daban vueltas, a lo Marujita Díaz (RIP).

Ya saben, lo que bien empieza, bien suele acabar. En la noche que pasé haciendo esperas a los cochinos, acerté a matar dos: el primero, desde unas tablas clavadas en el tronco de un árbol en la linde de una arboleda, normalito; el segundo, en un puesto cubierto en medio de una gran llanura. Y fue un precioso navajero.

Si a todo esto le añadimos el buen yantar y el buen beber que por estas tierras se estila, una compañía amable y el espíritu noble que la caza conlleva cubriendo cada una de las horas del día y colmando los sentires cotidianos… qué quieren que les diga: ¡Gloria bendita, bendita gloria! CyS

Por Alberto Núñez Seoane / Fotografías Susana Borrego

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