África Internacional

Tanganyka, por el cauce del Mbarangandú (II)

leones  tanzania

Capítulo II: ¡Hatari, bwana!

Desollamos los dos búfalos y los troceamos. Parte nos la llevaríamos al campamento para comerla –la carne de búfalo es una verdadera delicia–, las vísceras se las dejaríamos a los buitres, que ya se agolpaban en los árboles cercanos, el resto lo usaríamos para colocar varios cebos al león, otro apasionado de este manjar.

Cada uno de los lugares en los que uno caza tiene su particular entorno, con personalidad propia. Cada pedazo de naturaleza que el cazador comparte y vive, le hace sentir de un modo peculiar, diferente al resto. Cazar es fundirse con las tierras por las que se rececha, percibir los olores que las visten, saciarse con los sonidos que te envuelven, ‘ahogarse’ en el mar de sensaciones que te asaltan. Cazar en esta parte de África, en estas sabanas en las que la leyenda te susurra confidencias al oído, en estas tierras en las que los hombres apenas sí somos, es un privilegio que hay que saber administrar, de lo contrario, marcharemos de vuelta sin haber atisbado siquiera la grandeza y la majestad que una experiencia como esta te puede ofrecer.

Se puede volver a pasar muchas veces por la misma vereda, no importa, cada vez que lo haces es diferente, siempre hay algo nuevo, algo distinto, algo que personaliza lo que, en cualquier otra circunstancia, podría resultar monótono. Cazar afina la capacidad de percepción. Nuestros sentidos se agudizan hasta rozar el culmen de lo perceptible, las emociones van y vienen, dislocadas, en un frenesí incomparable; el corazón empuja, fuerte, con pólvora de adrenalina, la pasión se palpa, sin que haga falta tocarla…

Un ‘profesional escaso’

Nos detuvimos a almorzar cerca de una charca, el calor aturdía. Una simpática familia de babuinos, de la variedad ‘oliva’ (Papio anubis), después de asegurarse que no suponíamos ningún peligro, nos hizo compañía hasta el final de la siestecita que nos echamos, esperando que la temperatura bajase y los animales volviesen a la actividad.

Estábamos alcanzando las arenas de un recodo del río Luwegu y Kuná –un masai corpulento al que nunca le faltaba una resplandeciente sonrisa– señaló algún lugar por delante de nosotros mientras le decía algo al profesional. De lo que escuché, una de las palabras era mágica: ¡kongoni! Como he vivido tiempo en Sudáfrica, conozco algo de la lengua x’hosa –oficial, junto al inglés, en la RSA– y hay palabras que, en swahili, son muy parecidas o iguales, sobre todo cuando de animales salvajes hablamos: kongoni, en ambas lenguas, significa ‘ñu’, y la única subespecie de ñu que hay por estas latitudes es la de Nyassa (Connochaetes taurinus johnstoni), un animal al que persigo desde 1998, cuando le tuve a tiro y que, a causa de la escasa profesionalidad del ‘profesional’ –valga la redundancia, aunque sólo sea cacofónica– sudafricano que me guiaba, no le pude disparar.ñu de nyasa tanzania

“Cuando te sientes relajado, no te importa demasiado el fallo, dispones de tiempo y no te aplasta la presión de una responsabilidad excesiva –asumida y deseada, sí, pero responsabilidad al fin y al cabo–, practicas un tipo de caza distinto”

Fue durante una cacería en el norte de Mozambique, en los aledaños del PN de Nyassa, cerca de la frontera con Tanzania. El ‘profesional’ había cometido varios errores, graves, de apreciación, en el safari. El último día nos topamos con un grupo de ñus de Nyassa, entre ellos un buen macho. Paul, así se llamaba el incompetente, no quiso darme permiso para disparar, a pesar de que le eximí de cualquier responsabilidad si el trofeo no alcanzaba la talla que yo exigía. Había cazado ya muchos ñus –azules y negros– y sabía que lo que tenía delante era bueno, pero no hubo manera de convencerle. Prefirió no ‘arriesgarse’ a meter la pata, una vez más, delante de los pisteros, a acceder a mis más que razonables argumentaciones, y yo preferí no montar el pollo. El caso es que desde entonces no había vuelto a tener la ocasión de plantarme con un rifle delante de este precioso antílope. ¡Ahora la iba a tener!

Disfrutando lances…

Varios machos pacían tranquilos en las lindes entre la vegetación y las arenas. Nuestra posición nos obligaba a dar un rodeo para acercarnos a distancia de tiro sin que el viento nos delatase.

civeta africana tanzaniaLlegamos a unos cañaverales que nos protegían visualmente de nuestra presa. Susana y Kuná se quedaron; François, Matoshe y yo nos metimos entre las cañas para tratar de salir al otro lado: desde allí, el mayor de los machos estaría a merced de mi 8×68. Veía, a través de la mira, su inconfundible mancha blanca entre los ojos y el hocico. Luego, despacio, corrí la cruz de la mira hasta colocarla unos centímetros por detrás del borde trasero de la paletilla y presioné el gatillo. Cayó sin enterarse de lo que había pasado.

De regreso pude alcanzar un buen ejemplar de civeta africana (Civeticttis civetta), un mamífero carnívoro de costumbres nocturnas, siempre interesante. Le haría compañía a la que hace años abatí en el valle del Luangwa, en Zambia.

“Los ladrones habían cruzado el río, a pesar de los cocodrilos –pequeños, pero cocodrilos– y algunos hipopótamos –hembras con crías y machos pequeños, pero hipopótamos–, ¡se habían metido en el agua! ¡Hatari, bwana!, ‘¡Peligro, maestro!’, me dijo Kuná”

En la mañana del siguiente día, lo primero que hicimos fue colocar otro cebo para el león: amarramos uno de los cuartos traseros de los búfalos al tronco de un viejo árbol medio vencido sobre la arena del cauce seco del Luwegu.

Mientras andábamos atareados con la faena, el inquieto Kuná descubrió un buen ejemplar de duiker gris –de la subespecie que habita en el este de África– (Sylvicapra grimmia abyssinicus) que se entretenía comiendo los frutos caídos de los arbustos ribereños, que se esparcían sobre la orilla opuesta a la elegida para poner el segundo cebo al león. A pesar de habernos visto, la distancia –unos 190 metros– le hacía sentirse seguro, y continuó con su desayuno. Después de haberlo observado con los prismáticos para asegurarnos que se trataba de un buen trofeo, el profesional me dio su visto bueno, y a mí no me hizo falta más. Cogí ‘los trastos de matar’, coloqué mi bolsa en el suelo, me tumbé tras ella, acomodé el rifle sobre la bolsa y, una vez ‘ajustados’ todos los componentes, empecé a disfrutar.

Cuando te sientes relajado, no te importa demasiado el fallo, dispones de tiempo y no te aplasta la presión de una responsabilidad excesiva –asumida y deseada, sí, pero responsabilidad al fin y al cabo–, practicas un tipo de caza distinto, ni mejor ni peor, distinto. Y en este trance me encontraba.

Cuando el blanco es pequeño y la posibilidad de fallar, grande, lo que suelo hacer es fijarme una diana dentro de la diana. De este modo, aunque falle ‘mi’ blanco, puedo acertar con la presa. No apunté al pequeño duiker, apunté a una mancha blancuzca, de unos 5×5 cm, que tenía en mitad del vientre, entre el codillo y la pata trasera –cuando se dispara con calibres grandes sobre animales pequeños, hay que evitar los huesos, para no causar un gran destrozo–, el resto del animal era como si no existiese, mi objetivo era aquella manchita, nada más.

Cuando sentí que el animal ‘estaba muerto’, empecé a apretar el gatillo, con mucha suavidad –cualquier pequeño movimiento incontrolado implicaría no pegarle a la ‘manchita’–.

¡Aaaiiieehhhh!, ¡bieeen!, ¡bieeen! El pequeño antílope ‘desapareció’ de la arena, la fuerza del proyectil lo empujó, ya sin vida, maleza adentro. Un precioso trofeo, paladeado y disfrutado, de principio a fin.elefantes  tanzania

El latir del cazador

Decidimos ir a comprobar el primer cebo al león, así pasaríamos por el campamento para dejar el animal que acabábamos de cazar, que no aguantaría todo el día las temperaturas implacables con las que el sol de África nos iba a aliñar la jornada.

A veces, cuando haces las cosas bien, el destino te recompensa. ‘Perder’ tiempo en dejar al duiker a buen recaudo, me dio la oportunidad de encontrarme con un antílope sable (Hippotragus niger) que, de no haber pasado por el campamento, nunca hubiese visto. Lo acabaría abatiendo de un buen disparo a 243 metros.

El cebo estaba limpio. Algunas huellas de hiena y poco más. Seguimos nuestra ruta en busca de hipos. Iríamos hasta una charca profunda, muy alejada, en la que solían encontrase gran cantidad de estos imponentes ‘caballos de agua’. África es así: uno sale por la mañana y no sabe lo que va a encontrar. Te vuelves de vacío –muchas veces– o te cruzas con un león o tienes oportunidad de disparar a un facochero, a un chacal, a un eland o a un sable… La madre naturaleza, sin duda, se esmeró con estas tierras, únicas, apasionantes, sentidas… Ese latir que sólo el cazador siente, ese agitar de emociones que nos embarga y nos empuja adelante, ese anhelo profundo e intenso que nos permite olvidar frustraciones y desesperos, que nos hace superar la fatiga y el desaliento, ese… Eso es lo que se siente, aquí y en la montaña, como en ningún otro sitio de los muchos que hay perdidos por esos mundos de Dios.

“Para estas gentes la vida de una persona no tiene valor alguno; las armas y la munición, sí, y mucho. Un tajo en la garganta y todo el tiempo del mundo para vaciar nuestra tienda fue su más que probable intención, por fortuna, el sueño frágil de Susana nos salvó”

duiker gris tanzaniaNos pilló la noche volviendo a casa. Había muchos hipos en la charca, pero no vimos ningún macho al que disparar. Caminar por la sabana, cuando el sol africano se apoya en un horizonte que parece incapaz de sujetarlo, es sentir la fuerza de la vida que se oculta en cada pedazo de esta tierra bendita. Los sonidos de la tarde que cae, envuelven tu ánimo, disfrazan el presente, llevándote a un tiempo lejano, un tiempo perdido para siempre que no tuve la suerte de vivir. Lo daría todo por hundirme en aquella África sagrada, profanada por la avaricia y pisoteada por la crueldad, sí, pero virgen, mientras lo fue, salvaje e indómita, casi inaccesible, rebelde, aislada y solitaria en su grandeza.

El solomillo a la brasa del pequeño duiker se llevó las ‘tres estrellas Michelin’ disponibles en el Selous esa temporada. ¡Madre mía, qué cosa tan rica! Luego, nos acostamos, sin sospechar lo que aquella noche nos tenía reservado…

Furtivos en la noche

Sentí la mano de Susana. Perdido en un sueño profundo, creí escuchar su voz, débil, lejana…: «¡Hay alguien…!, ¡hay alguien aquí…! ¡Despierta!». Medio atontado, fui tomando consciencia… eché mano de la linterna que dejaba en la mesilla… ¡no estaba! Me dio un vuelco el corazón, escucho ruidos, un golpe, otro… ¡algo, o alguien, choca contra algún mueble! Agarro el rifle –cargado, pero sin amartillar– que coloco, siempre a mano, bajo la cama. Más ruido. ¡Alguien, o algo, corre por fuera de la tienda…! ¿Qué coño pasa aquí? Me termino de levantar, a tientas me acerco a la mesa en busca de otra linterna. La encuentro, ¡luz, por fin!sable masais tanzania

En la tienda no hay nadie. Las cosas que había en la mesilla, por el suelo, la bolsa de caza que estaba en la mesa grande, también… Entro en la parte trasera, todo revuelto, la ropa por el suelo y… la lona, con una raja de metro y medio.

Lo primero que pienso, aún algo aturdido, es que ha podido ser algún animal, Susana me saca de mi error: faltan sus productos de belleza, que estaban en la parte alta de la rudimentaria estantería, ahí no llega un animal… de cuatro patas. Examino mejor la raja de la lona, me doy cuenta enseguida que el enorme ‘siete’ se ha hecho con un cuchillo.

Llamo a voces a François… No responde nadie. Salgo de la tienda por la parte delantera e insisto, a voces, en mi llamada. Aparece uno de los masais que hacían guardia en los extremos del campamento, le estaba explicando lo que había sucedido cuando aparece François. Después de escucharme nos dirigimos a la parte trasera de la tienda, llegan dos masais más, uno de ellos es Kuná. Enseguida encuentran huellas de pies –van descalzos– en los alrededores de la tienda, son cinco hombres, dicen… Nos ponemos algo de ropa de abrigo y salimos en busca de los asaltantes siguiendo su rastro, con Kuná y dos masais más al frente.

Las huellas bajan a la arena y se dirigen al río, corremos hasta la orilla, encontramos alguna ropa robada, nada más. Los ladrones habían cruzado el río, a pesar de los cocodrilos –pequeños, pero cocodrilos– y algunos hipos –hembras con crías y machos pequeños, pero hipopótamos–, ¡se habían metido en el agua! ¡Hatari, bwana!, ‘¡Peligro, maestro!’, me dijo Kuná cuando me vio meter los pies en el río: no los seguiríamos, no valía la pena.

Regresamos al campamento, ya no pudimos dormir, eran las tres y media de la mañana. Después de muchos cafés y muchos cigarros, me di una ducha. Luego, con el alba, organizamos una partida para cruzar el río por un lugar menos peligroso y seguir a los maleantes. Parte del personal se dedicaría a este asunto, nosotros esperaríamos noticias y veríamos qué hacer, si seguir con la caza o no.

gallinas de Guinea tanzaniaAl cabo de algo más de una hora, desde la otra orilla, nos hablaron por la emisora: habían encontrado más ropa de Susana, alguna de las cremas, uno de mis pañuelos de cuello y una zapatilla de los furtivos, porque fueron furtivos los que entraron en la tienda. El rastro continuaba sabana adentro, el poblado más próximo estaba a unos 60 kilómetros, las probabilidades de dar con ellos eran ínfimas, habrían estado corriendo toda la noche. Decidimos seguir con la caza, nuestros compañeros continuarían tras las huellas un par de horas, por si acaso. En vano…

Pescado ‘basura’

La mañana se nos echó encima; el calor, también. Paramos pronto para comer y reponer fuerzas con una buena siesta, la pasada noche apenas sí habíamos dormido, notábamos los efectos de los momentos de tensión por los que pasamos, además, claro, del tremendo susto que aún coleaba,  todo se notaba, hacía mella…

Con los ánimos algo repuestos continuamos cazando, aunque hoy se palpaban las ganas de llegar pronto al campamento, Susana y yo nos sentíamos… no sé, ¿desequilibrados?

“Sentí nostalgia de mí, inquietud por los míos, ansiedad por la vida. Un sol majestuoso me hizo saberme muy poca cosa, mis inquietudes se me antojaron estúpidas, admiré la sobriedad de los masais”

Un facochero tuvo la ‘feliz’ idea de aparecer cuando no debía. La insensatez le costó cara, aunque, si le sirviese de consuelo y me pudiese oír, le diría que me alegró la tarde –un ‘guarro’, sea de donde sea, siempre es un guarro– y me alegraría, aún más, la cena: después de pasar por la parrilla supo a gloria bendita, ¡qué buen banquete nos brindaste!hartebeest de Liechtenstein tanzania

Volvíamos a las arenas del Mbarangandú cuando nos topamos con un elefante, un macho, pero no daba la talla. Lo estuvimos siguiendo un buen rato, recreándonos en su excelencia. Aprendí, cómo no, algo nuevo. Observé como, de vez en cuando, levantaba una de sus patas delanteras y la mantenía muy cerca del suelo… Pregunté a François por qué hacía eso. «Pueden sentir –me dijo–, a través de las vibraciones que perciben del suelo, el movimiento, que tal vez signifique la proximidad de un posible peligro». Me quedé de una pieza, ¡la naturaleza es impredecible, bella, hermosa, y siempre asombrosa! ¡Qué cosas…!

A lo lejos, en mitad de las arenas, vimos un bando de gallinas de Guinea moñudas (Guttera pucherani barbata), una subespecie de esta gallinácea que habita del sudeste de Tanzania al este de Mozambique y Malawi. Kuná me echó un órdago…

Bwana, ¿a qué no les da con el rifle?

–¿Qué te apuestas? –le contesté–. Cómo no respondía, se lo dije yo.

–Si le acierto, tienes que comer pescado –sabía que los masais odian el pescado, lo consideran pura basura–.

–¡Ah, no, no! –me dijo, espantado–.

–¡Ah, sí, sí! –le respondí–. Tú has sido el que me has retado, tienes que aceptar –insistí–.

–Ok, bwana, si le aciertas, comeré pescado.

Tenía que hacerlo, conseguir que un masai comiese pescado era algo que no se podía ver todos los días, así que preparé el 8×68 –lo más ‘pequeño’ que llevaba– y me dispuse a afinar el tiro.

colocando cebo para león tanzaniaEstaban a 96 metros. Ajusté la mira, me concentré en un grupito de lunares del ala del ave, expulsé, con suavidad, el aire de los pulmones y comencé a presionar el gatillo… ¡Ploffff, una gallina al suelo! Volaron un poco y volvieron a la arena, unas docenas de metros más lejos. Repetí el rito y… ¡Ploffff, otra gallina al suelo!

–¡Ahhhh, amigo Kuná, tienes que comer pescado, y dos trozos!, uno por cada guini.

Bwana, sí, bwana, ¡puaggggg! –me respondió el pobre, con una cara de asco que era un auténtico poema.

Durmiendo y cazando

En el campamento preparamos la parrilla de faco, deliciosa. El grupo que persiguió a los asaltantes no encontró nada, salvo otra zapatilla. Al calor de la lumbre, la charla con François, que estaba desolado, me puso los vellos de punta. Concluyó que el asalto a la tienda lo hicieron furtivos, en busca, sin duda, de armas y munición. Nos debieron estar observando desde la otra orilla del río durante días, sabían cuál era nuestra tienda y dónde se apostaban los guardias del campamento. De no habernos despertado, nadie sabe lo que hubiese podido suceder… Para estas gentes la vida de una persona no tiene valor alguno; las armas y la munición, sí, y mucho. Un tajo en la garganta y todo el tiempo del mundo para vaciar nuestra tienda fue su más que probable intención, por fortuna, el sueño frágil de Susana nos salvó.

En la mañana del día siguiente, muy temprano, me encontré con uno de esos animales que siempre me han llamado la atención y casi siempre me han dado problemas: el hartebeest –búbalo–, en este caso, la subespecie de Liechtenstein (Alcelaphus buselaphus lichtensteinii).

Desde que disparé al primero de ellos, un hartebeest rojo (Alcelaphus buselaphus caama), en la reserva sudafricana de Mpofu, hace muchos años, siempre me ha traído de cabeza. En aquella ocasión, un tiro trasero me hizo pistearlo durante horas, por un terreno criminal y bajo un sol abrasador. Varios tiros posteriores, fallados, o no bien colocados, convirtieron su caza en una odisea que terminó felizmente al caer la tarde. Tengo otras anécdotas con esta especie, disparos no efectivos, ‘efectivos’ pero sin efecto… El que tenía ahora delante de mí, a unos 120 metros, no iba a ser la excepción.facochero tanzania

El único obstáculo para tumbar al animal era la abundancia de ramas de matorral y troncos de arbustos que se interponían entre mi rifle y el objetivo. Hay veces en las que no tienes alternativa, no podíamos avanzar más, a riesgo de quedar al descubierto y perder la opción de tiro, pero, por otra parte, el disparo implicaba un alto riesgo de que el proyectil golpease alguna rama y desviase su trayectoria. Con una bala de punta blanda –la RWS H-Mantel–, esto podía suponer un desastre, pues su fragmentación haría imprevisible el destino final de su impacto.

Calibré la situación y, buscando el mejor hueco que pude, disparé. El salto, inconfundible, del animal me confirmó que le había pegado, la carrera que siguió, hasta verlo desaparecer entre la espesura me ratificó que la ‘vieja historia’ se repetía.

Llegamos al sitio en el que había estado el antílope, encontramos algo de sangre, apenas unas gotas. El rostro de Matoshe dejaba muy claro que la cosa estaba complicada. Volvimos al coche, nos aprovisionamos de agua y algo de comer y regresamos al lugar en el que habíamos encontrado la sangre, para comenzar el rastreo.

Son ya muchos años pateando estas tierras, cazando con estos hombres que nunca dejarán de asombrarme. Seguir, con éxito, un rastro ‘invisible’, con esa pequeña varita que suelen utilizar, moviendo una hojita aquí o una ramita allá, es, sencillamente, fascinante. Matoshe avanzaba, con lentitud, pero con seguridad, de vez en cuando se detenía, ordenaba a Kuná y Nanina que se desplegasen para tratar de reencontrar el rastro perdido. Antes o después alguien silbaba, íbamos todos hacia él y continuábamos. Pasaban las horas, más de dos –que, créanme, es mucho–, sin que hubiésemos vuelto a ver al animal herido, comencé a pensar en la posibilidad de perderlo, pero Matoshe, o sus masais, siempre terminaban por dar con el rastro y seguíamos.

Ante una zona de matorral espeso, Matoshe se detuvo. Me hizo señales nerviosas y claras para que me aproximase, mientras señalaba, con el índice de su otra mano, a algún lugar situado por delante de donde estábamos. Yo no veía más que ramas, él insistía. De pronto, el trote, deslavazado y saltarín, tan típico de estos animales, me sacó de dudas: demasiado tarde, no le pude disparar. Mientras el viejo masai se lamentaba, yo me echaba en cara mi torpeza: ¡otra oportunidad perdida!

facochero a la brasa tanzaniaAlgo menos de una hora más tarde, volvimos a encontrar al antílope. En esta ocasión, el terreno era menos frondoso y pude acertar a verlo a tiempo para descerrajarle dos tiros mientras se alejaba con un trote que denotaba cansancio y fatiga: le pegué los dos, no me pregunten dónde, pero le pegué, eso sí, ¡no cayó!

Me sentía más optimista, con tres balas en el cuerpo, tres horas de carreras y perdiendo sangre, no podría ir muy lejos. Seguro que acabaríamos bien la faena.

Tras una hilera de arbustos, se abría una llanura, delimitándola, al otro lado, una tupida masa de vegetación nos impedía ver más allá. Matoshe se agachó y me indicó que le siguiese. En la linde opuesta del claro, vi a nuestro antílope. Estaba parado, exhausto, sin duda, de espaldas a nosotros y con la cabeza vuelta en nuestra dirección: sabía que estábamos allí, pero le faltaban fuerzas para seguir. Si entraba en la espesura, lo volvería a perder.

Medí la distancia: 243 metros. Me senté, apoyé el codo izquierdo en la rodilla y metí al animal en la mira, sólo había un disparo, entre las nalgas; si le pegaba allí, sería definitivo. Me encomendé a la eficacia del ‘8’, el sudor me resbalaba por la frente, colándose entre las cejas para irritarme los ojos, lo sequé con el dorso de la mano. La cruz de la mira temblaba demasiado… Tranquilo, Alberto, ¡es tuyo!, has tumbado animales a mucha mayor distancia… tranquilo. Quité el seguro y empecé a presionar el gatillo. El disparo tuvo un efecto fulminante, el precioso antílope se desplomó, doblándose sobre sí mismo. Aquí tiene su foto, un bravo y noble animal que vendió cara su vida y luchó hasta el final, mis más sinceros y sentidos respetos.

Comimos los bocadillos que llevábamos y emprendimos el largo camino de vuelta hasta el coche, para seguir cazando, Aquí no se para, es una de las muchas cosas que me apasionan de África: el tiempo que estás es tiempo de caza, todo, desde que te levantas hasta que lo vuelves a hacer al día siguiente, ¡hasta durmiendo se sigue cazando!

Frágil y vulnerable…hiena manchada tanzania

Estábamos caminando de nuevo, hacia un bebedero, cuando Kuná compartió un hallazgo: había encontrado un montón de abejas diminutas revoloteando sobre el tronco de un árbol. Esto significaba que, bajo la corteza, tendrían la colmena, esto significaba… ¡miel! Auténtico manjar, para animales y hombres. Matoshe echó mano del inevitable machete y comenzó la delicada tarea de desprender la corteza, sin dañar en exceso al árbol, para llegar hasta la miel. Estas pequeñas abejas, que no pican, producen la miel más exquisita y dulce que haya probado jamás, ¡de veras que sí! ¿Golosos los masais?, ¡goloso yo, hasta las trancas me puse!

Cuando llegamos al bebedero, una familia de babuinos corrió y un bando de gallinas de Guinea  voló, la algarabía que formaron espantó a un grupo de cebras que abrevaban allí. Nos dispusimos a seguirlas, la subespecie que se puede encontrar en el sureste de Tanzania, la cebra de Crawshay (Equus quagga crawshayi), entraba en mi ‘agenda’.

El primer problema con las cebras es distinguir a los machos; el segundo, tratar de saber cuál es el dominante; el tercero, acercarse: son muy, muy recelosas, y no lo ponen nada fácil, en absoluto.

Nos costó, pero después de tres intentos pudimos hacer una buena entrada. Teníamos delante siete u ocho ejemplares magníficos, pero François no se decidía. La verdad es que era complicado, se movían continuamente y cuando teníamos fijado al macho alfa, se mezclaba con otros y… vuelta a empezar. Es curiosa la confusión que pueden llegar a causar las rayas de su piel, lo que podría parecer una desventaja, por lo llamativo, se convierte en camuflaje casi perfecto, el mismo que confunde a los leones cuando intentan cazar cebras en grupo y al galope.

Finalmente, el poderoso semental se quedó algo aislado del resto, estaba de frente a nosotros, pastando. Cada pocos segundos, el tiempo de arrancar con los dientes un poco de hierba, levantaba la cabeza para vigilar; uno de estos momentos era la ocasión que tendría que aprovechar para disparar al pecho del animal, único blanco que me ofrecía. Así lo hice y así volvió a cumplir el magnífico calibre al que soy adicto, el 8x68S. ¡Gracias, Manuel! –Manuel Pereira–, maestro armero jerezano que, hace muchos años, me lo dio a conocer y me adiestró en su uso.

Un enorme chaparrón nos sorprendió mientras cargábamos la cebra en el coche. Agradecimos la lluvia, casi bailamos bajo ella, como en la película. Refrescó el ambiente y nos quitó de encima, y de golpe, unos pocos kilómetros de los muchos que habíamos andado… lo malo vino después. Con la humedad que el calor del sol provocaba al evaporar el agua que había caído, las tsé-tsé, ávidas de sangre, enloquecieron, y nosotros lo pagamos caro. ¡Vaya sartenazos arreaban!

macho de cebra tanzaniaEstábamos lejos. Habíamos empleado muchas horas en la caza del hartebeest, a pesar del alivio que supuso el inesperado chaparrón, el cansancio se dejaba notar, y mucho. La satisfacción de haber podido dar caza al antílope era, por supuesto, suficiente, pero parecía como si, de golpe, la peligrosa experiencia vivida la pasada noche hubiese dejado caer una gran losa. Era una sensación extraña, una mezcla de abatimiento desconsolado y tristeza. Pensaba en mis hijas, a miles de kilómetros, en mi padre, muerto hace ‘mil años’, en lo solo que me dejó, no sé… La melancolía que llevo impregnada en mi sangre gallega me pudo, y lloré, no sé muy bien por qué, pero lloré sin consuelo… Quería estar donde estaba y quería volar a la soledad de la montaña que tanto amo, también; ansiaba transportarme, sin moverme, a algún lugar lejano, sin coordenadas, sin tiempo… Sentí nostalgia de mí, inquietud por los míos, ansiedad por la vida. Un sol majestuoso me hizo saberme muy poca cosa, mis inquietudes se me antojaron estúpidas, admiré la sobriedad de los masais que fijaban, siempre, su mirar en el horizonte, ajenos al abatimiento y las adversidades… Me intuí frágil, vulnerable, débil…

No sé bien el tiempo que pasó, ensimismado en mis interiores. El frío de la noche me hizo reaccionar. Agarré la chaqueta, froté, una contra otra, mis manos, ajusté mi sombrero y encendí un cigarro.

El coche se atascó en la arena. Nos habíamos salido de las rodadas y las gomas patinaban sin poder avanzar. Fuimos hasta la espesura en busca de ramas para colocarlas bajo las ruedas y tratar de sacarlo de donde estaba. No lo conseguimos al primer intento ni al segundo.

Les pedí parar, dejar la tarea por un rato, encender un fuego y hacernos un café, allí, entre la noche y el río, sin prisas, nadie nos esperaba…colocando cebo para león tanzania

Dos puntos lejanos y brillantes reflejaban la luz que recibían de la hoguera. Mi instinto, y la costumbre, me pidieron echar mano del rifle –nunca, mientras cazo en África, lo tengo fuera de mi inmediato alcance–.

«¡Fisi, bwana!», dijo Kuná–. Fisi significa hiena, en swahili. Agarramos los prismáticos… ¡no fallan! Era una gran hiena manchada (Crocuta crocuta) que nos miraba curiosa ¿Cómo pudo Kuná saber que se trataba de una hiena? ¡Si no se veía nada fuera del círculo que el fuego alumbraba! Me fascinan estas gentes, me fascinan del todo. Miré a François, me dio su visto bueno. Me separé unos metros de la lumbre y, sentado en la arena, con el rifle bien apoyado, esperé un movimiento del animal que me permitiese un tiro efectivo… Si no caía redondo, lo perdería: ¡imposible pistear por la noche!, ¡imposible encontrarla mañana!, porque, al día siguiente, no quedarían de ella más que tres pellejos y cuatro huesos.

La hiena comenzó a caminar hacia su izquierda, ofreciéndome el costado derecho. Busqué el codillo, esperé unos segundos por ver si se paraba y facilitaba el disparo… ¡Lo hizo! ¡Lo hice! CyS

Por Alberto Núñez Seoane.  Fotografías Susana Borrego

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