África Internacional

Tanganyka, por el cauce del Mbarangandú (y IV)

tanzania crepúsculo paisaje

Capítulo IV: El masai sabio

No volvimos a ver ningún elefante, salvo algún grupo aislado de hembras con crías. Me costaba asumirlo, llevábamos en el cuerpo muchos días y muchos kilómetros pateando lo mejor del Selous y, salvo el incidente del campamento, no nos habíamos cruzado con furtivos. Pero los elefantes no se dejaban ver…

Era uno de los primeros objetivos del safari y todo me llevaba a pensar que se quedaría en eso: puro anhelo.

La densidad de leopardos, sin embargo, era sorprendente. Prácticamente todos los días encontrábamos huellas frescas de alguno, sólo faltaba que diésemos con las de un buen ejemplar, y lo hicimos.

tanzania leopardoCazar es vivir

En uno de los cebos colocados en un árbol, a la orilla del cauce seco del Mbarangandú, había entrado un gran leopardo durante la noche. Cortamos ramas para construir el puesto que ocuparíamos durante la espera a escasos sesenta metros de la rama a la que habíamos atado la pata de búfalo, que ya había degustado nuestra presa.

Una vez acabado nuestro escondite, dedicamos el tiempo que nos quedaba hasta las cinco de la tarde –hora en la que nos colocaríamos a esperar la llegada del felino– a seguir cazando. No nos acompañó la suerte, aunque, la verdad, me preocupaba poco. Todo mi interés se concentraba en lo que ocurriría durante el atardecer que se nos venía encima.

Cuando llegó el momento, Susana, François, Matoshe y yo nos metimos en el puesto. Los demás se retiraron en el coche, no muy lejos de donde nos dejaron, a esperar acontecimientos. Desde mi posición, por un pequeño hueco abierto entre las ramas que nos protegían, podía ver perfectamente el lugar en el que la pata del viejo búfalo que habíamos cazado al comienzo del safari esperaba a nuestro comensal.

La espera se puede hacer larga, por momentos… o escurrirse con rapidez entre recuerdos, anhelos y pensares que van adueñándose de tu mente. La necesidad de permanecer lo más quieto posible, y en silencio, te puede llegar a agobiar… o te abre puertas a rincones lejanos que creías olvidados y que, ahora, con tiempo y serenidad, regresan al presente tan vivos como estaban cuando ocurrieron.

Es, cuando menos curioso, como tu inconsciente va seleccionando el paso de las  vivencias dormidas a las emociones vigentes, como se puede entrelazar una tarde en la playa con papá, perdida en el tiempo feliz, mientras duró, de la infancia, con el chasquido de una rama al romperse bajo el peso de algún animal furtivo que se acerca y te devuelve al lugar en el que ahora estás. Como viejos olores, que puedes casi ‘tocar’, te llevan hasta aquella huerta del abuelo José, en la que, con apenas nueve años, subido a un cerezo, me atracaba de las frutas que podía alcanzar, allá en Galicia –«terra dos meus pais»–, tierra que tanto me dio y tanto me quitó. Y desde allí, una ráfaga, fugaz, de viento, levanta un pequeño remolino en la arena reseca del río que, por arte de África, me devuelve al contacto con la culata de mi rifle: ¡en cuántas cacerías, paño de tantos desengaños, o alegre corneta, también, de algunos aciertos!, ¡buen amigo, este 8×68!tanzania leopardo

Las horas pasaban, a su ritmo. No eres nadie aquí para imponer nada. África, los lugares que aun conservan algo de lo que fue –como sucede con la montaña–, te exige. Te exige a ti, todo. Allá no se va ‘de caza’, allí se va a cazar, y cazar es vivir, a fondo y con intensidad, la experiencia en la que estás, la vivencia que te está sucediendo. Son ocho los sentidos que necesitas para disfrutarla con plenitud: a los cinco que ya conoces has de añadirle el corazón –la emoción–, el espíritu –la constancia–, y la pura alma –el empeño para vencer la duda–. Sin eso, todo queda en una anécdota; con eso, la sientes, ¡la vives! De estas filosofías llegan, luego, alegrías, créanme.

El querer y el deber hacer

Una figura salió de la espesura en la orilla opuesta a la que nos encontrábamos. Un leopardo caminaba por la arena hacia nosotros. Hacía algo más de media hora que el sol se había ocultado, la oscuridad se nos echaba encima con rapidez…

El leopardo, despreocupado y con lentitud, llegó hasta el árbol. Dio una vuelta alrededor del tronco y… se metió en la espesura. Pasó tiempo, no sé cuánto, seguramente poco, pero me pareció una eternidad. Matoshe, con un gesto de la mano, y su mirada, intentaba tranquilizarme. Apareció de nuevo y, con suma agilidad, de un salto se encaramó a una rama, luego pasó a otra y a otra después, hasta alcanzar la que tenía el cebo. Caminó por ella, se agazapó y comenzó a devorar la carne.

No era una buena posición para disparar. El hecho de que el animal estuviese aplastado contra la rama, complicaba mucho un posible tiro directo al corazón. Debería esperar a que terminase, se levantase y se diese la vuelta, entonces podría tener una mejor oportunidad, esto es lo que me recomendaba François, yo tenía mis dudas… Imaginen: aquel fantástico leopardo a menos de sesenta metros, comiendo tranquilamente… mientras, yo con un rifle en la mano, aguardando a que terminase y me diese una mejor ocasión de tiro. Conforme transcurría el tiempo me iba poniendo más nervioso y me preguntaba si no estaría cometiendo un error: por muy ‘aplastado’ que estuviese aquel leopardo, estaba convencido que nunca podría fallar un disparo como ése. Se lo dije al profesional, me insistió en que era más seguro esperar:

–No se trata de darle, se trata de darle y matarle –me dijo.

–Eso ya lo sé, pero está ahí, muy cerca, es muy difícil que falle, ¿y si se va y lo perdemos? –le respondí.

–Bueno, es tu decisión, pero creo que deberías esperar, Matoshe piensa lo mismo –replicó François.

Huella de rinoceronte negro.
Huella de rinoceronte negro.

Sabía que dependía de mí, tenía la intención de no esperar más… hasta que escuché las últimas palabras de François: «Matoshe piensa lo mismo…». En asuntos de caza, la opinión de un veterano masai, como Matoshe, para mí era muy importante. Esta conversación la manteníamos acercando la boca de uno al oído del otro, para apenas susurrar las palabras y evitar poner en guardia al leopardo.

Miré entonces al viejo cazador -con muchas más noches de caza que las que pudiese tener yo–, él, asintiendo con un leve movimiento de su cabeza, me hizo comprender que era mejor esperar, y así lo hice. La pugna entre lo que quería hacer y lo que me indicaba la sensatez, me llevó a morderme con ganas el labio inferior y apretar con fuerza mi puño izquierdo, bien cerrado, hasta lastimarme, pero así lo hice: decidí esperar. Era difícil no disparar teniendo aquel fastuoso animal a pocos metros, durante bastante tiempo, y ‘arriesgar’ a lo que pudiese hacer cuando terminase el festín que se estaba dando, pero pensé… y pude comprender que la experiencia y, sobre todo, la objetividad de aquel hombre, nacido para la caza, en aquel momento era mejor que la mía, así que, no disparé.

Rompiendo esquemas

El leopardo empezó a levantarse, me encaré el rifle y metí la parte delantera del cuerpo del animal en la mira, esperando a tener su codillo en la cruz. Entonces… ocurrió lo impensable. En lugar de darse la vuelta hacia su izquierda –esto supondría que giraría la cabeza en la dirección en la que yo estaba y al ir dando la vuelta me ofrecería su costado derecho al completo, que era lo más fácil y cómodo para él, ya que habíamos dispuesto el cebo ocupando la parte de la rama más alejada de nuestra posición–, giró hacia su derecha teniendo que subir encima del cebo para poder hacerlo, pero impidiendo que tuviese su codillo a tiro –sólo distinguí sus cuartos traseros–. En cuanto acabó de volverse, saltó de la rama en la que estaba a otra y de allí al suelo, despareciendo a continuación, no hacia las arenas por las que llegó, sino entre la espesura y la oscuridad de la noche, que ya nos cubría.tanzania carga en coche de búfalo

No daba crédito a lo que había pasado: había tenido a menos de sesenta metros, quieto, durante más de media hora, a un hermoso leopardo devorando media pata de búfalo y… ¡lo había dejado marchar sin llegar a dispararle! ¡Albertoooo!

Me volví hacia François y le pregunté con la mirada: ¿ahora qué…?, ¿qué hacemos ahora…? «¡Tenía que haberle disparado, tenía que haberlo hecho…!», me dije a mí mismo.

Matoshe encendió su linterna y vi como se levantaba y me decía algo… Aquello había terminado por hoy, pensé, le dije a Susana que recogiese sus bártulos y saliese del puesto, nos íbamos. Mientras seguía maldiciendo por la decisión que decidí tomar, me llegó el sonido del motor del coche, se acercaba a recogernos, pensé. Paró a escasos metros del puesto, se detuvo y nos esperó. Llegamos a donde estaban y, después de encender un cigarro y saborearlo con ganas, ayudé a Susana a subir.

–¿Qué haces? –me dijo François.

–¡Coño! –le respondí, un poco de mala hostia–, subir, ¿no lo ves?

–Nos quedamos, nosotros nos quedamos, Matoshe te dijo… –replicó.

–¿Cómo que ‘nos quedamos’?, el leopardo se ha ido, ¡qué coño vamos a hacer aquí! –respondí.

Estaba alterado, no entendía nada de lo que me estaba contando François… Volviendo sobre sus palabras, traté de recordar qué es lo que, según me decía él, me había dicho Matoshe cuando salíamos del puesto, pero no podía, sumido en la frustración por lo que había pasado –de lo cual era yo el único responsable–, no le había prestado ninguna atención. Entonces, François me aclaró:

–Dice Matoshe, y lo hemos comprado más de una vez, que el leopardo sintió nuestra presencia, pasó demasiado poco tiempo comiendo. Al sentirse inseguro, decidió dejar el cebo y esperar, no irse, esperar escondido, para ver qué sucede. Mandé venir al coche, encendimos las linternas, salimos del puesto –haciendo más ruido de lo habitual– para que el animal sintiese que, en efecto, habíamos estado allí, pero nos íbamos. Ahora –siguió, explicándome el canadiense–, nosotros apagaremos las linternas, entraremos de nuevo en el puesto, nos mantendremos en silencio absoluto, ellos se marcharán, y esperaremos la vuelta del leopardo.

–¡Estás de coña! –le dije.

–¡No, es así, y funciona!, al menos nos ha funcionado varias veces –respondió.

–Pero, ¿qué me estás contando…?, ¡alucino en colores…! –contesté.

–Sí, Alberto, funciona –insistió.

–¡Ok…!, vosotros sois los que sabéis de esto… ¡vamos allá! –cedí.

No daba crédito a lo que estaba pasando, aquello rompía todos los esquemas de lo que, en lo que se refiere a caza de leopardos, había vivido en los otros cinco que llevaba cazados hasta ahora. ¿Volver…?, ¿cómo podía volver un leopardo al cebo después de todo aquel jaleo…?

tanzania masaisÁfrica y sus lecciones

Allí estábamos de nuevo, sentados en el silencio de la oscuridad, con un sobresalto –el decidir no disparar– sobre otro –ver como se iba ‘de rositas’, delante de mis ojos, un gran leopardo que había tenido a pocos metros de mí, comiendo durante media hora–, que a su vez se apoyaba en otro sobresalto más –regresar al puesto, en el que no te podías mover ni hacer ruido ni casi respirar, después de haber formado un ‘escándalo de mil demonios’–. Miré hacia Matoshe, buscando su aprobación… no vi nada: un negro, en aquella noche negra…. ¿qué esperabas, Alberto?

No habían pasado ni cinco minutos desde nuestro regreso –miraba el reloj cada veinte segundos, creo– cuando, tras haber vaticinado unas pocas de veces que estaba haciendo el tonto, vi salir de la espesura al leopardo. Se agarró al tronco del árbol con sus garras, trepó, luego saltó y apareció sobre la rama en la que estaba la pata del búfalo.

Esta vez no le dejé llegar al cebo, cuando estaba de pie a punto de hincar el diente, o de volverse a tumbar sobre la rama para hacerlo más cómodo, nunca lo sabré, la cruz de la mira de mi rifle estaba colocada en su sitio, el gatillo cedió a la presión de mi dedo y, el golpe, seco y sordo, del animal al golpear en la arena sobre la que cayó, rompió la tensión de una espera que, una vez más, me volvió a demostrar lo poco que sé.

El tiro fue perfecto, el leopardo cayó como un trapo, nunca supo lo que le sucedió. Yo, casi que tampoco lo supe. El caso era que allí estábamos: él, Matoshe –sin él, imposible–, mis compañeros y yo, y… África, y su noche, su espíritu y sus sempiternas lecciones.

La alegría de la vida…

Seguíamos revisando todos los días los cuatro cebos que teníamos colocados al león, pero no tuve, ni tendría, ocasión de atisbar siquiera uno que cumpliese los requisitos mínimos para cazarse. Leones vimos muchos, puede que durante los veintiún días que duró la cacería el número pasase de treinta, pero machos de más de seis años, ninguno.

tanzania masais trofeosLa diferencia entre contratar en Tanzania un safari de veintiún días o uno de quince, es que, en el primer caso, se pueden cazar elefante y león –aparte del resto de animales y tres búfalos–; en el segundo, sólo leopardo, dos búfalos y algunos del resto de los animales. Es obvio que las ‘estrellas’ de los veintiún días son los dos grandes entre los ‘cinco grandes’. No me quejo del hecho de no haberlos cazado, me quejo de no haber tenido la oportunidad de cazarlos. Otra frustración más.

De vuelta al campamento, mientras atravesábamos el cauce seco del río Luwegu, Matoshe le dijo al conductor que parase el coche. Le habían llamado la atención unas huellas poco habituales marcadas en la arena, a la izquierda del sentido de nuestra marcha. Nos bajamos y las examinamos, con curiosidad, primero, con sorpresa, después. François preguntó al más joven de los masais si sabía a qué animal pertenecían, Nanina respondió que no. Matoshe dijo: «¡Vifaru…!», ¡sí, las huellas, de hacía pocas horas, pertenecían a un rinoceronte negro!

Increíble, hacía más de catorce años que, en el Selous, no se encontraba rastro de este esquivo animal, todo indicaba que los furtivos los habían ¿exterminado?, eso se pensaba, pero ahora sabíamos que no. Decidimos seguir las huellas para ver si teníamos la suerte de dar con él y poderlo fotografiar… Lo hicimos durante más de tres horas, pero no pudimos verlo, el animal no se detenía y nos llevaba mucho tiempo de adelanto.

“No daba crédito a lo que estaba pasando, aquello rompía todos los esquemas de lo que, en lo que se refiere a caza de leopardos, había vivido en los otros cinco que llevaba cazados hasta ahora. ¿Volver…?”

De cualquier modo, la evidencia estaba allí, tomamos muchas fotos de las huellas, las medimos y redactamos un pequeño informe detallando la hora y la localización exacta de nuestro feliz hallazgo. François se encargaría de hacer llegar la información al departamento de Vida Salvaje de Tanzania, en Dar Es-Salam.

¿Pescado o… felino?

El descubrimiento nos alegró el día a todos. Para la noche, la alegría la teníamos también asegurada, la prueba de fuego para Kuná y Matoshe aguardaba: ¡tenían que comer pescado!

Después de la ducha, la cerveza helada y un buen cigarro, nos sentamos a cenar. El cocinero, a pesar de su extrañeza y la cara de asco que puso cuando se lo pedí, atendiendo a mi insistencia, nos había preparado el solomillo del leopardo que habíamos cazado días atrás. No es costumbre entre los masais ni comer pescado –lógico, porque casi no lo hay– ni comer carne de felinos, no sé el porqué de esto último… El caso es que cuando apareció la bandeja con los filetes del leopardo, aderezados con patatas fritas ‘a la española’, se me hizo la boca agua. Yo ya lo había probado, en Zimbabue; Susana y François, no. Cuando lo hicieron les gustó, ¡estaba delicioso! Se me ocurrió algo… Llamamos a los dos masais que debían pasar por el suplicio de comer pescado y les propuse una alternativa: aceptaría que cambiasen el pescado por un filete de leopardo. A su cara de asombro les siguieron risas a boca llena:

–¡No, bwana, no, eso no se come! –decía Kuná con cara de asco.

–Sí, sí, se come, mira, yo me lo como, ¡y está muy bueno! –le respondí mientras daba buena cuenta de un trozo de carne, sonrosada y tierna.

–No, bwana, ¡por favor!, no… –insistía Kuná–

–Bueno, vosotros decidís, ¿el leopardo o el pescado? –les dije.

–¡No, bwana!, pescado es basura –reía, renegando, Matoshe.tanzania trofeos caza

–Uno u otro, es lo que hay, perdisteis la apuesta, así que… ¡a comer! –insistí.

Se miraron, entre risas y muecas de repulsión, algo se dijeron y después de volver a intentar que les absolviese de su ‘condena’, sin éxito alguno, se decidieron por el leopardo. ¡Cuál sería la repugnancia que sentirían por el pescado, cuando escogieron comer carne de leopardo!, algo que, además de repulsión, les hacía sentir aprensión y respeto.

Para su sorpresa, les encantó, eso sí, antes el cocinero tuvo que volverlo a poner en la plancha para dejarlo como la planta de los pies de Kuná –mucho más dura que la suela de cualquier zapato–, un ‘punto’ habitual para los paladares negros africanos: les encanta la carne, pero les encanta la carne… carbonizada, ¡siempre!

Después de aquella experiencia, dudo mucho que la carne de los leopardos que por allí abatan otros cazadores que vengan, vaya a parar a las hienas…

“Cuando Matoshe tuviese más o menos claras las intenciones del viejo solitario, abandonaríamos el rastro para dar un rodeo y entrarle desde el lado opuesto”

Del dagga boy… a la nada

El safari terminaba, quedaban dos días de caza. Había perdido la esperanza de encontrar huellas de un buen elefante o llevarme la alegría de comprobar que un león, ‘tirable’, había entrado al cebo… los milagros rara vez ocurren, por eso son milagros. Lo iba a intentar hasta la última tarde, pero la cosa pintaba mal.

En estas diatribas particulares me andaba cuando, ‘mi inevitable’ Matoshe, con su parsimonia habitual, y sus gestos que, a fuerza de observarlos muchas horas, durante muchos días, empecé a aprender a interpretar, indicó al conductor que parase el coche. El corazón me dio un vuelco, la actitud del viejo masai me hacía presagiar una buena noticia… y así fue.

No era exactamente lo que, por un momento, había pensado, pero lo que había visto auguraba, al fin y al cabo, un buen presagio: ¡huellas, enormes, de un viejo búfalo solitario!

Agarré el .416 RM y nos pusimos marcha. El viento no era bueno, Matoshe decidió seguir las huellas hasta tratar de saber qué lugar habría elegido el búfalo para detenerse a descansar o a beber, hacía mucho calor y no era probable que estuviese moviéndose por mucho tiempo.

El conocimiento del terreno del masai, y de las costumbres de estos animales, nos daba herramientas para luchar contra el inconveniente del viento en la espalda. Cuando Matoshe tuviese más o menos claras las intenciones del viejo solitario, abandonaríamos el rastro para dar un rodeo y entrarle desde el lado opuesto.

En un momento dado, tras algo menos de una hora de caminata, Matoshe se detuvo y habló con François, que inmediatamente me trasladó lo que le había dicho en busca de mi aprobación. Había una charca a una media hora de camino, el pistero jefe pensaba –por la dirección de las huellas– que el búfalo iría hacia allí. Como no podíamos seguir ‘dándole el aire’, decidimos arriesgar y plantarnos en la charca, dando un rodeo que nos llevaría casi una hora y media.

tanzania búfalo dagga boyMientras caminaba, la mente, sin querer, se me iba en busca de leones y elefantes. Me reñía a mí mismo: andaba tras un dagga boy, una de las más intensas y excitantes experiencias cinegéticas que África te puede regalar, debía concentrarme en eso y disfrutar. Las cosas son las que son y hay que asumirlas como vienen, todo lo demás es una estúpida pérdida de tiempo y te puede  privar de de vivir otras posibilidades: las que están, las que hay.

Subíamos una pequeña colina, con mucha vegetación enmarañada y espinosa –en África, todo lo que no pincha, muerde–, avanzar se hacía difícil, la parte trasera de mi camisa estaba hecha jirones por las continuas ‘enganchadas’ en espinos y púas. Matoshe se detuvo y me hizo señas para que me acercase, aún más, a él. Se agachó, indicando al resto de la comitiva que hiciese lo propio y, apartando las ramas de un arbusto que teníamos delante, me señaló una charca a unos 120-130 metros, en un pequeño claro situado al borde de donde  la ladera de la loma en la que nos encontrábamos empezaba a ascender.

En el agua, terrosa y turbia, casi ocupando todo el espacio que allí había, un gran búfalo retozaba revolcando su imponente cuerpo en el barro. François se acercó, no le llevó más de unos segundos darme su visto bueno.

“Las cosas son las que son y hay que asumirlas como vienen, todo lo demás es una estúpida pérdida de tiempo y te puede  privar de vivir otras posibilidades: las que están, las que hay”

No podíamos –no debíamos– avanzar más, cualquier ruido y, sobre todo, cualquier cambio en la dirección de la suave y ardiente brisa que soplaba –algo muy probable en aquellas hora de calor– podía dar al traste con la aproximación. Teníamos la ventaja de que estábamos más altos que el animal, pero eso no garantizaba que el exquisito olfato del viejo macho no nos pudiese detectar si algo se torcía.

tanzania corazón búfalo dañado por balaNo era una distancia excesiva para colocar bien una bala, pero para disparar sobre un búfalo, sí. Lo había tenido que hacer sobre otro búfalo en el valle del Luangwa, en Zambia, y la historia me costó una angustia que no se la deseo a ningún amigo y, aunque ya de noche, pude rematar aquel bello trofeo, el pisteo que para mí, y Johnny, quedó, fue, aparte de peligroso, absolutamente agobiante. El caso es que tenía que decidir si disparar desde allí, como me aconsejaban, o intentar acortar la distancia de tiro arriesgando el lance. Me encaré el rifle, probé a colocar la cruz sobre el animal… se movía demasiado, no tenía apoyo. Busqué un tronco o una rama lo suficientemente recia como para proporcionármelo… unos metros más adelante encontré lo que buscaba. Volví a repetir la operación… pensé y le dije a Matoshe que sí, que lo intentaría. Entonces, él y François cogieron los prismáticos y se situaron unos metros por detrás de mí. Yo apunté y esperé a que el búfalo se levantase de su baña para ‘buscarle’ el codillo y tratar de ponerlo patas arriba…

Se levantó, disparé y lo tumbé. En la foto pueden ver lo que hizo la bala en el corazón del animal. Está mal que sea yo quien lo diga, pero fue un tiro de libro. Era mi tercer búfalo, allá que, como si de novato en una montería española se tratase, me marcaron la cara con su sangre, para significarlo y celebrarlo.

Ya sólo quedaba la despedida. El adiós, siempre sentido, a una tierra que siento y amo. Del Selous a Dar Es-Salam… y de allí, a la nada. CyS

Por Alberto Núñez Seoane.  Fotografías Susana Borrego

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