África Internacional

El gran búfalo del río Luiana. Angola en el recuerdo

Como ya he comentado numerosas veces en libros y artículos, durante los años 1962, 1963 y 1964 pasé tres temporadas, entre junio y noviembre, en el sureste de Angola, en la provincia del Cuando/Cubando, entonces un inmenso territorio muy poco conocido con amplias zonas totalmente inexploradas llenas de animales salvajes y, entre otras cosas, con gran cantidad de elefantes, rinocerontes negros y búfalos cafres, o sea una maravilla, sobre todo para mí cuando se me ofreció el encargarme de la exploración, organización y apertura de la zona a los safaris deportivos por cuenta de la compañía Luiana Safaris.

Ni que decir tiene que aquella proposición fue para mí como si me hubiera tocado el gordo de la lotería, pues siempre había soñado con aquel territorio mirando una y otra vez el mapa de Angola, donde la referida zona estaba señalada como Tierras del Fin del Mundo.

Un buen montón de búfalos

No entraré en más detalles porque creo que la mayoría de los lectores ya tienen, más o menos, bastante idea de mis actividades por allí y no  vale la pena ser reiterativo, pero sí hay un lance que nunca referí y que ahora me vino a la cabeza recordándolo después de tantos años, ¡nada menos que en 1963!, siendo el protagonista el búfalo cafre más impresionante que vi en mi vida, algo realmente descomunal, como puede verse en la fotografía que acompaña estas notas.
A lo largo de mis sesenta y dos años de cazador profesional en África cobré 2.093 búfalos, poniendo juntas todas las subespecies, lo que es un buen montón de ellos, si bien deseo confesar que nunca fui un devoto cazador de búfalos, en los que nunca encontré, a pesar de su aspecto siniestro, esa ‘extrema peligrosidad ‘que algunos ‘iluminados’ pretenden.

Que son unos animales potencialmente capaces de darnos un susto o disgusto, sí, y se han dado accidentes mortales con ellos, se dan y se darán, sin la menor duda y así será, pero… la gran mayoría de esos accidentes fueron –antes, ahora y después– propiciados principalmente por el hombre, debido a la poca pericia, experiencia y falta de sentido común por parte del cazador, cometiendo toda clase de errores, sobre todo por desconocer la anatomía del búfalo o dónde impactar el disparo desde cualquier ángulo para alcanzar los puntos mortales, y por utilizar calibres y municiones inadecuados.

Además, psicológicamente, por sentir un innato temor hacia este animal debido a la muy extensa literatura barata llena de fantasía y estupideces que se escribió sobre su caza a lo largo de los años, hacen que muchos, llegado el momento de la verdad, se pongan nerviosos y metan la bala donde no tendría que ir, con los consiguientes resultados negativos que luego lo complican todo.

Personalmente, sin querer jactarme en absoluto, después de haber cobrado los antes referidos 2.093 búfalos en safaris deportivos, operaciones de control
gubernamentales para reducir su número en determinados lugares y lo que cacé con mis licencias en los felices tiempos de la lejana juventud, cuando todavía no me había pasado ‘la fiebre del búfalo’, puedo presumir de que en mi vida sufrí el más mínimo arañazo con los búfalos, lo mismo que todas las personas, blancos y negros, que participaron conmigo en las cacerías de estos animales. 

Un búfalo descomunal

Todos estos comentarios los hago para encuadrar lo que ocurrió en la caza del búfalo mayor que vi en mi vida, realmente descomunal en tamaño corporal y una cornamenta que parecía el parachoques de una locomotora, con un gigantesco boss sobresaliendo por encima de la frente.

Además de estar encargado de la exploración del territorio, levantar unos mapas más o menos rústicos y ‘a ojo’, etcétera, también actuaba de cazador profesional.

En el mes de agosto del año 1963 tuve que llevar de safari a un cliente americano primerizo, persona muy extraña que se había leído todo lo habido y por haber sobre la caza en África, lo que le había producido una especie de ‘empanada mental’ que ya no sabía qué creer.

Su deseo principal era cazar un sable, el búfalo, un león y un lechwe rojo, lo que, afortunadamente para mí, no ofrecía ningún problema el poder cobrarlos, extrañándome que no quisiera el resto de la fauna, incluido el elefante, siendo su primer safari en África. Él sabría por qué, pues nunca se lo pregunté, ya que, a fin de cuentas, no era mi problema.bufalos

Como arma única se trajo un rifle Winchester del calibre .375 Magnum provisto de una mira telescópica de cuatro aumentos bastante ‘ratonera’, pues recuerdo que tenía muy poca luminosidad, pero que a él, por lo visto, le iba muy bien.

En nuestras idas y venidas de un lado a otro, cerca del río Luiana, encontramos un pequeño poblado de bosquimanos, llamados allí mukaunkalas, gente de pequeña estatura y primitivos, llevando una vida algo más que miserables, los pobrecitos. A través del intérprete me dijeron que no lejos de allí había una gran llanura herbosa, denominada localmente chana, que estaba frecuentada por un búfalo solitario muy grande y que, si quería, me llevarían allí pero con la condición de que luego les diera algo de carne. Naturalmente, accedí, pero poniendo in mentis una limitación al supuesto tamaño con la esperanza de que se cazase y darles la referida carne.

Por lo visto aquel búfalo solía pastar en la chana por la mañana temprano y al atardecer, quedando en que vendríamos a la mañana siguiente, cosa que así hicimos.

Mientras tanto, el americano, con cara de preocupación, me decía si no sería muy peligroso enfrentarse a un búfalo solitario, contestándole que no, más bien todo lo contrario, pues siendo uno solo no habría problema de acercarnos sin ser vistos, ya que no habría ningún otro ejemplar que pudiera vernos, espantándolo.

Exceso de ‘sabiduría’

Con los primeros rayos del sol llegamos al pobladito, donde ya nos estaban esperando dos personas que conocían el lugar.

Se subieron al Land Rover indicándome hacia donde tenía que ir, tardando tan sólo unos diez minutos cuando me pidieron que parase, alegando que desde allí iríamos andando, pues ya estábamos cerca del lugar visitado por el búfalo, y había que evitar que éste pudiera oír el ruido del motor. En silencio comenzamos a andar en fila india, el cliente con su rifle del .375 Magnum y yo con mi .416 Rigby, indicándole que pusiera la primera bala expansiva, seguida por blindadas, pues, como el primer disparo se hace sin que el animal lo espere, siempre da tiempo para apuntar con calma e impactar correctamente, haciendo el proyectil expansivo mucho mayor destrozo que los blindados, reservando éstos, a renglón seguido, para el caso de que, si el búfalo no cayese con este primer tiro, entonces el animal se presentará en toda su longitud, huyendo atacando, siendo entonces las balas blindadas las únicas capaces de pararlo.

Angola 1963. Tony con el mayor búfalo cafre que vio en su vida –hasta el momento presente en 2016– un verdadero gigante de cuerpo con una impresionante cornamenta de 50 pulgadas (1,25 metros), cobrado en la zona del río Luiana.

A mi indicación el americano me dijo que no, que había leído y ‘le habían dicho’, que, para los búfalos, sólo se debían utilizar proyectiles blindados desde el principio. Intenté darle un razonamiento, pero no hubo forma, se ve que todas las fantasías que había leído tenían más valor que mi opinión, por lo que le dejé estar, que hiciera lo que quisiera, no sin hacerme una idea de lo que posiblemente ocurriría…

Después de andar diez o doce minutos el mukaunkala que iba delante se paró diciendo algo que, naturalmente, no entendí, pero sí la indicación de su mano para que nos metiéramos detrás de unos densos matorrales y nos quedáramos quietos. Entonces me indicó, siempre por medio de los movimientos de su mano, que me acercara a su lado, y desde allí pude ver, entre ramas y hojas, a un lado de la chana, al famoso búfalo pastando tranquilamente, ignorando nuestra presencia, pues el frío viento de la mañana nos era favorable, viniendo del búfalo hacia nosotros. Con ayuda de los prismáticos pude verlo mejor, quedándome poco menos que con la boca abierta ante las dimensiones de aquel animal que era un verdadero gigante de la especie, con un corpachón descomunal que debía de sobrepasar, con mucho, la media de peso de un gran búfalo cafre, que es entre 600 y 700 kilos, según las zonas y los pastos que pudo disfrutar.

El animal estaría sobre unos setenta metros de distancia, pero como la hierba de la chana era bastante alta, si bien ya muy reseca, nos permitiría acercarnos lo necesario para hacerle un buen disparo con seguridad. Se lo indiqué al americano, que ya tenía la cara de un sospechoso color verdoso, contestándome que desde allí podía tirar perfectamente, que ‘no hacía falta’ acercarse más, pues él estaba acostumbrado a los disparos a largas distancias en los Estados Unidos.

‘Cara de aceituna’

Le insistí que había que acercarse algo más, que aquello no eran cabras y había que asegurar el primer disparo, ¡qué es siempre el más importante!, el que decidirá el éxito o el fracaso, pues los búfalos son animales de una gran resistencia y no había que andarse con ‘tiros de fantasía’.

Después de mucho discutir en voz baja, al tiempo que yo lo maldecía, interiormente, a él y a toda su parentela, por fin accedió a adelantar diez o doce metros más como tope, insistiendo que aquello era pan comido, pudiendo dejar seco al búfalo sin problema, pues por sus lecturas sabía dónde estaba los puntos mortales donde impactar el disparo, y no sé cuantas teorías más…

El autor con otro de los más de dos mil búfalos que cazó a lo largo de su carrera.

Tapándonos con las hierbas pudimos llegar sin problemas a cincuenta y tantos metros de aquel animal que, ni de lejos, podía imaginar, mientras comía, la que le venía encima. Mi portarifles traía un trípode hecho con ramas rectas y resistentes, para que los clientes tuvieran un buen punto de apoyo. Mientras tanto, el búfalo se había movido un poco hacia la izquierda pastando, presentando todo el costado perfectamente.

Nos paramos, le planté el referido trípode y le indiqué que tirara al codillo un poco bajo, que es donde tiene los búfalos el corazón. El cliente, más verde que nunca, parecía una aceituna y, al apoyar el rifle en la horquilla del trípode, vi que la boca del cañón no paraba de moverse, por lo que, en un segundo, tuve la premonición de desastre, como así fue, pues la bala blindada –y no expansiva, como le había insistido– dio de lleno en medio justo de la barriga del búfalo que, dando un salto, salió corriendo con el viento de cara, dándome tiempo de hacerle el disparo con el .416 Rigby en ángulo de atrás hacia delante, mientras desaparecía entre unos matorrales.

Me volví al cliente, con ganas de estrangularlo, para decirle que ahora había que seguir al búfalo herido, pero, antes de que abriera la boca, me dijo de forma atropellada que había fallado porque no se encontraba bien, que no había dormido en toda la noche y no sé cuantas simplezas ‘excusatorias’ más. Viendo el panorama le dije que yo me iría detrás del búfalo y que él podía regresar al Land Rover acompañado por el otro mukaunkala, mientras repetía una larga letanía de males físicos que le ‘impedían’ acompañarme en la persecución del búfalo herido, cosa que yo agradecí enormemente, pues más que una ayuda habría sido una molestia y un teórico peligro teniéndole detrás con un rifle cargado, pues, a la vista saltaba, que el pobre hombre estaba verdaderamente horrorizado, supongo que debido a toda la basura cinegética que había leído al respecto.

Guisar para un inútil

Le indiqué que se fuera lo más deprisa posible al Land Rover, cosa que no dudó ni un segundo, que se metiera en la cabina y que ya le avisaría si conseguía cobrar el búfalo. Nos separamos y fuimos directamente al lugar donde desapareció después de mi disparo, con la muy agradable sorpresa de encontrar un rastro de sangre de color claro con burbujas de aire, o sea, que estaba tocado en los pulmones gracias a aquel disparo que le hice a la desesperada cuando casi lo perdía de vista, por verdadera casualidad y no por méritos, a lo Búfalo Bill, las cosas como son…

Seguimos el rastro de sangre por más tiempo del que yo esperaba, varios centenares de metros, hasta que, por fin, en medio de un claro, lo encontramos caído en tierra y agonizando, mientras que aún movía la cabeza hundiéndola en la arena que formaba el terreno. Me acerqué por detrás y le hice un disparo en el cuello de remate, que terminó con la agonía de aquel desgraciado animal.

Se trataba de un ejemplar colosal y, he de confesar, que si lo hubiera visto antes lo hubiera intentado cazar para mí, pues era ‘un pecado’ que un supertrofeo como aquel se lo llevara una persona que no lo sabría apreciar en absoluto, pero así son las cosas y no había más solución…

Con la ayuda del otro mukaunkala fui en busca del Land Rover y del cliente, lo que hicimos rápidamente al ir cortando directamente. Éste seguía en la cabina del coche, según le indiqué, le expliqué más o menos todo lo ocurrido y, al llegar al búfalo, me preguntó si de verdad era tan grande, pues no distinguía uno de otro; para él un búfalo era un búfalo, sin más, siendo un crimen que aquel super-recontratrofeo, con una cornamenta de 50 pulgadas (1,25 metros) con un boss increíble, fuera a parar a las manos de un ignorante que no hizo nada absolutamente por merecerlo. Y es que la vida, algunas veces, es muy ingrata con los cazadores profesionales que muchas veces han de guisar un buen plato para que luego se lo coma un inútil… ¡Ay…!

  Por Tony Sánchez Ariño

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