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¡Furtivos! Vida y muerte en en el Parque Nacional de Zakouma

África duele. Utilizar el tópico de la mirada, en este caso, va más allá de cualquier connotación que otras mentes, más sibilinas, quisieran interpretar. Es, simplemente, de justicia, mirar en el negro profundo de sus profundos ojos negros para encontrar, si se sabe buscar, las respuestas. Están ahí, en el fondo de sus miradas, y basta con querer para poder… devolverle a África todo aquello que, por derecho propio, le pertenece. Y no valen vueltas.

No vale mirar en otra dirección y seguir poniendo parches, excusas, mentiras que, por muy cotidianas que sean, nunca serán verdades. No basta con jugar al juego de las limosnas y las caridades, no basta con decir lo que se quiere oír y hacer lo que nunca hubo que hacer… Africa duele porque, en el fondo, muy en el fondo de nuestras occidentales conciencias, aún laten atávicos sentimientos ancestrales sobre lo que tuvo que ser y nunca fue. Por eso, nuestra deuda es infinita, constante e imperecedera y será difícil, muy difícil, alcanzar nuestra presunta humana condición, si no somos capaces de restituir aquello que, en la más pura acepción de la palabra justicia, pertenece a la tierra que nos engendró: África.

La pista parece haber resistido bien las primeras lluvias, a pesar de los grandes charcos que, a cada rato, los todoterrenos del jefe de la guardería y el de la dirección del parque, tienen que evitar. Sabemos que desde God D¨Jérat, siguiendo la ruta perimetral del Parque Nacional de Zakouma, viene otro grupo de apoyo con veinte hombres a caballo, armados, con su expresión más seria, y esos viejos Kalaschnikoff que les dan a los guardas un aspecto todavía más feroz.

Aunque el reportaje no sea reciente (lo realizamos hace uno años), lo traemos a nuestras páginas porque, a pesar del paso del tiempo, la cruda realidad de África sigue siendo la misma  Las fotografías de Nuria Ortega y David Santiago –ambos colaboradores habituales de National Geographic– nos muestran esa dualidad con tanta perfección que, como en algunas películas, «… pueden herir la sensibilidad del espectador…». África duele. Por su belleza ancestral y espectral que mira al mundo, cara a cara, limpia, sin ambigüedades… por su cruda sustantividad, que nos muestra, a bocajarro, la más cruel de las realidades, que, como en tantas ocasiones, suele superar a la ficción.

A pesar de que no había pasado ni una hora desde que se recibió el aviso, en muy poco tiempo estuvo montado todo el operativo y ahora avanzamos a toda urgencia desde el campamento base de Zakouma hacia el norte del parque, más allá de las tierras inundadas de Tororo, una franja densamente cubierta de acacia roja, en la que, al amanecer, una patrulla de vigilancia había oído los primeros disparos.

Justicia perezosa

La guardería sabe por experiencia que, generalmente, los furtivos se adentran en grupos de tres o cuatro hombres, aunque en ocasiones pueden ser muchos más, armados con los mismos viejos fusiles de procedencia rusa que los señores de la guerra consiguen hacer llegar desde Sudán a todos los rincones del continente.

La labor que realiza la guardería adquiere tintes épicos. Los medios son muy escasos y cuando se solicitan a la Unión Europea más recursos, en este caso armas para hacer frente a los furtivos bien armados –como hizo Luis Arranz durante su tiempo de gestión al frente de Zakouma,–, la respuesta, alegando ‘razones éticas’, suele ser el ‘silencio administrativo’. Se juegan, por menos de cien dólares al mes, la propia vida. Los furtivos, bien armados con los viejos Kalaschnikoff que les venden los señores de la guerra de Sudán, o los propios soldados del ejercito de Chad, a cambio de unos kilos de miserable marfil, no dudan en disparar a matar cuando se sienten acorralados. Las muertes, de ambos bandos, suelen ser la tónica habitual. La vida, como alguien cantó hace un tiempo… no vale nada.

Aunque, otras veces, son los mismos militares del ejército del Chad quienes los ceden a cambio del marfil que obtienen los cazadores nómadas del norte, algunos de ellos viejos rebeldes, que viven en un permanente estado de guerra y aprovechan la temporada de lluvias para bajar desde el desértico norte, para hacer alguna escaramuza y alimentarse con carne de caza. Se exponen a la cárcel, pero no parece importarles, porque también saben que, posiblemente, nunca cumplirán condena, ya que la mayoría salen a los pocos días sin que se les haya juzgado. La justicia en este rincón del mundo, como en toda África, suele ser tan lenta como ineficaz, y las dotaciones económicas para mantener un estado de derecho son insuficientes.

Desde Ankifeo, 30 km, o más lejos aún, desde An-Timan, los pescadores acuden al lago Gara a buscar su único sustento, el pescado. Con artes muy rudimentarias, de su propia cosecha, capturan todo lo que pueden para, mezclado con la boule, pasta de mijo, engañar al hambre.

A medida que la columna avanza es fácil ver cómo la tensión aumenta. Los rostros de los guardas se condensan en poco más que un puñado de ojos, exageradamente abiertos, dirigidos hacia todas direcciones, atentos a cualquier movimiento en la sabana, porque los furtivos se defienden a golpes de fusil y no resulta raro que en los enfrentamientos haya bajas por ambas partes.

El calor se hace insoportable, 42º y apenas son las nueve de la mañana y, aunque es posible que cualquier tormenta refresque el aire antes de llegar, el polvo blancuzco del camino envuelve a toda la patrulla. Y es que el clima desértico del Chad, un vasto territorio de 1.284.000 km2, apenas se ve alterado en su franja más ecuatorial por un periodo de lluvia entre junio y septiembre, durante el que no resultan raras las inundaciones en sus zonas más bajas, como las que en buena parte ocupa el Parque Nacional de Zakouma, el único del país, ya que las otro ocho zonas protegidas, igual que sucede en muchos otros estados del continente, en realidad sólo lo son sobre el papel.

La amenaza en Zakouma

Zakouma, situado al sudeste del país, fue declarado parque nacional en 1963 para proteger, no sólo a su rica fauna –jirafas, elefantes, búfalos o leones–, que ya había desaparecido del resto del territorio nacional, sino también los últimos ecosistemas sudán-sahelianos de África central que les acogen: ricas sabanas de acacias rojas y amarillas en las que en la década de los cincuenta, del pasado siglo, y a pesar de todos los esfuerzos, otros furtivos acabaron con los cuatro últimos rinocerontes negros que sobrevivían en Chad.

Aunque parezca el ejército, es la guardería de Zakouma después de haber realizado con éxito su trabajo: la captura de una banda de furtivos.

En la actualidad este santuario, que continúa acogiendo buena parte de la gran fauna africana, pese a tener el apoyo económico de la Unión Europea y autofinanciarse parcialmente con un proyecto de ecodesarrollo, el campamento turístico de Tinga –un verdadero oasis de comodidad y atenciones que recibe anualmente más de 1.000 turistas, un récord para el país, que cada año aumentan la fama internacional de Zakouma–, es un territorio que actualmente atraviesa un delicado momento en el que la continua presión de furtivos hace que peligre su continuidad. Una amenaza que se vuelve visible cuando se empiezan a recortar en el horizonte de la sabana rojiza, las siluetas de cientos de buitres negros, torgos y alimoches, que, junto con otras grandes zancudas, se apresuran a un excepcional banquete compuesto por los cadáveres mutilados de una hembra de elefante y su cría de apenas un par de semanas. Una escena últimamente demasiado habitual en la que se siente el fracaso de la guardería del parque, inmóviles, también, ante la sangre que ha empapado el suelo, dispuestos, como siempre, a que esta matanza incontrolada sea la última, cabizbajos y mudos, sin apenas sentir ese olor tan violento que, a pesar de las pocas horas transcurridas, impregna un aire inmóvil en el que sólo puede escucharse el incesante zumbido de los insectos.

Una imagen, aunque sea muy desagradable, vale más que mil palabras. Esta es la triste realidad de los elefantes de Zakouma. Los paquidermos son los que pagan el conflicto entre las miserias humanas.

Me dice el antiguo director del Parque, el español Luis Arranz, que debemos estar preparados para cualquier tipo de ataque. Los furtivos acorralados se defienden a tiros y en ocasiones suelen hacerlo durante horas. Desgraciadamente, Arranz tiene muchos años de experiencia en estos temas y durante su gestión murieron varios guardas hasta que consiguió comprometer personalmente al Presidente del país en la protección de su patrimonio; pero ahora, las cosas parecen haber cambiado tanto, que ha sido comisionado urgentemente por la Unión Europea para tratar de reestablecer el orden en un momento especialmente grave para las poblaciones de elefantes, que han pasado de sumar más de 4.000 ejemplares, hace apenas un año y medio, durante su gestión –en la que consiguió aumentar más de un 25% los niveles de fauna protegida–, hasta apenas los 600 elefantes actuales.

Miles de elefantes

No era raro, entonces, al sobrevolar en el ultraligero, como hacíamos cada mañana y cada tarde en las habituales rondas de vigilancia aérea sobre este gran territorio de unos 3.000 km2, encontrar grupos de más de mil elefantes ajenos al devastador futuro que ahora les ha llegado a muchos. Resultaba tan espectacular esta densidad de fauna, que estaba prevista la caza controlada de algunos ejemplares para preservar el equilibrio de un parque que muy pronto llamó la atención de la comunidad científica internacional; y así los mayores grupos de comunicación del mundo medioambiental, como National Geographic o la BBC, enviaron hasta allí a sus mejores equipos que dejaron constancia de su rica biodiversidad. Pero muy poco queda ahora de ese antiguo esplendor.

La fotografía de Nuria recoge el instante en el que el ejército prepara el marfil para que arda en la hoguera. Triste final para tanto sufrimiento.

La mala gestión de los miembros elegidos por la Unión Europea para continuar con este proyecto de conservación, que había conseguido hacerse nombre en un continente especialmente difícil para ello, no supieron estar a la altura de las circunstancias, prefiriendo mirar hacia otro lado mientras continuaban la caza furtiva y el tráfico de marfil, un flaco negocio que apenas produce beneficios a quienes exponen su vida por conseguirlo, ya que sólo obtienen unos cien dólares a cambio de los diez o doce kilos de peso medio que alcanzan los colmillos, cada vez más pequeños porque genéticamente ya han desaparecido aquellos gigantescos ejemplares de más de tres metros que podían alcanzar los cien kilos. Un negocio tan ilegal como absurdo que acabará por extinguir también los últimos elefantes de Chad, un territorio inmenso, y en ocasiones desolado, potencialmente rico por sus reservas de petróleo, uranio y caolín, todas ellas sin explotar, en el que buena parte de sus casi diez millones de habitantes se hunden en un raro letargo, del que posiblemente alguna multinacional sabrá sacar buenos dividendos, dejando a cambio poco más que las mismas tormentas de arena que ahora borran sus escasas carreteras.

Zakouma. La mala gestión de los miembros elegidos por la Unión Europea para continuar con este proyecto de conservación, que había conseguido hacerse nombre en un continente especialmente difícil para ello, no supieron estar a la altura de las circunstancias, prefiriendo mirar hacia otro lado mientras continuaban el furtiveo y el tráfico de marfil.

Un paisaje hostil en el que la historia parece haberse detenido a descansar, como lo hacen los hombres de sus poblados a la sombra de cabañas circulares de paja, mientras las mujeres recolectan palos para encender el fuego donde después calentarán el tradicional té y la boule, una masa de mijo o sorgo en la que mezclarán, si la suerte les ha sido propicia, unas pocas migajas de pescado reseco. Por eso se entiende que algunos cazadores se arriesguen a conseguir algo de carne de caza para comer, aunque en ocasiones pueda costarles la vida.

Cara a cara con la muerte

Por radio avisan a Arranz que, muy cerca, los rastreadores han encontrado restos de una hoguera todavía calientes y rastros de una huida acelerada de tres o cuatro hombres que se dirigen a pie hacia el este, justo en la dirección por la que se acerca la patrulla con la policía de Am-Timan. Han dejado la mayor parte de la carne que habían conseguido cortar, pero al parecer no han olvidado llevarse los colmillos de la madre.

Permanentemente comunicada con radiotransmisores, la guardería se avisa, y los diferentes equipos y patrullas deciden actuar con toda la prudencia posible porque, aunque saben que esta vez tampoco podrán huir, callan que eso casi puede ser peor, porque seguramente los furtivos podrían hacernos frente. 

De nuevo en marcha, apenas queda tiempo para volver la cabeza y ver cómo se rebullen las hienas entre los matorrales, mientras empiezan a bajar desde las ramas más altas de las acacias los buitres, y un viejo león se enseñorea cerca del pequeño cadáver sin importarle nuestra cercanía. Últimamente se están volviendo muy vagos, dice Arranz sacudiendo la cabeza, mientras espera que esas dos muertes sean las últimas del día. Correr casi descalzo por la sabana espinosa no es tarea sencilla y así, apenas avanzados un par de kilómetros, escuchamos disparos y al instante aceleramos pese a que el camino no es fácil. La guardería a caballo consigue llegar hasta las zonas más espesas y enseguida recibimos por radio la noticia de que son cuatro hombres armados con un solo fusil y que, por esta vez, no ha hecho falta más que rodear al pequeño grupo y disparar al aire para que se entregaran.

Muerte de un furtivo. Aquí, cuando se habla de muerte no tiene nada que ver con su sentido figurado. Aquí, cada día, mueren guardas y furtivos. Éstas son las pruebas.

Cuando llegamos, Luis felicita al jefe de patrulla, ya recuperado de la herida que sufrió en un brazo en el anterior combate contra los furtivos, y después a todos sus hombres, ahora sonrientes, relajados, quienes, por apenas unos treinta dólares mensuales que reciben del gobierno, mas el apoyo de otros ochenta y cinco que paga el parque, arriesgan su vida por una causa posiblemente demasiado pequeña para muchos, pero no para ellos, pues, como recuerda la jirafa del anagrama del parque, basado en pintura rupestre, cada uno de esos animales y paisajes únicos significan la esencia de un patrimonio natural universal y la permanencia de la cultura única de su pueblo que se niegan a que desaparezca. Frente a ellos se encuentran sentados en cuclillas cuatro hombres jóvenes recubiertos de polvo, con la mirada hundida entre sus pies. A su lado, envueltos en un paquete de plástico azul, trozos de carne de elefante ennegrecida y dos pequeños colmillos, que apenas pesarán siete kilos, todavía con su base rojiza; todo recubierto de moscas verdosas.

Business class

De nada han servido esas dos nuevas muertes salvo para empobrecer todavía más la genética de una especie en peligro; como, posiblemente, tampoco sirva de escarmiento para nadie estas nuevas detenciones, pues todos sabemos que, a los pocos días, cuando salgan a la calle y olviden este miedo de ahora, cuando consigan nuevos machetes y que alguien les preste otro fusil como el que acaban de perder, intentarán aprovechar cualquier descuido para lograr salir con éxito del parque después de ejecutar otra masacre.

Al final, el Presidente se limitará a encender la hoguera. Un gesto simbólico de cara a Occidente que no sirve de nada si no se toman medidas más efectivas.

La policía de Am-Timán se hará cargo otra vez de los furtivos y los colmillos requisados pasarán a engrosar el triste almacén de Zakouma que, junto a otros anteriores y los que todavía sabemos que quedan por llegar, arderán en una nueva pila que encenderá con mucha ceremonia el Presidente, o cualquier político de turno para hacerse la foto, en un gesto que, en más de una ocasión, supone el total de la colaboración de la clase política en el mantenimiento de la riqueza natural de un continente cada vez más vacío.

Da igual el país –comenta Arranz, que ahora dirige el Parque Nacional de Garamba, en la República Democrática de El Congo–, en toda África es lo mismo. En muy pocos años no quedará nada de aquel viejo esplendor, excepto tres o cuatro reservas que recordarán a tristes y gigantescos zoológicos aislados.

Y mientras volvemos, demasiado callados, hacia las oficinas del parque, para empezar a rellenar el papeleo del atestado, y corregir con tristeza la cifra total del último censo aéreo de elefantes, a uno le queda el mensaje de que es imposible gestionar con eficacia un área si no se puede proteger, algo que resulta tan necesario como la educación. Pero cuando, allá arriba, en los más elegantes despachos de la vieja Europa, donde se cuece la ‘conservación con mayúsculas’, se pide una razonada y mínima dotación para el armamento de los guardas, la respuesta más común es un silencio administrativo ante algo que puede parecer demasiado anticuado, muy poco ético y bastante menos justificable que los viajes en business class o los hoteles de cinco mil estrellas que suelen permitirse sus directivos, para lucir sus elegantes corbatas de seda bordadas con ‘anagramas de ositos’ en peligro ante otros ejecutivos, como ellos, que sólo desean seguir cobrando sueldos impagables basados en el esfuerzo y el sudor y la sangre, de una humilde y entregada guardería como la del Parque Nacional de Zakouma, que nunca aprendió a comer con cuchillos de plata, pero que sabe, por experiencia, que la extinción de una especie es para siempre. CyS

Texto: Manuel Merino. Fotografías: Nuria Ortega y David Santiago

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