África

Siguiendo al oryx cimitarra por las sabanas de Kimberly

Por Alberto Núñez Seone
En esta ocasión Alberto Núñez Seoane, además de describir las características del fascinante oryx de cimitarra y narrar con emoción la caza de un gran ejemplar, nos revela la satisfacción de cazar al lado de su hija Sofía, que a sus 18 años disfrutó de un safari en primera persona, y de un grupo de amigos.

Los antílopes pertenecientes al género Oryx, encuadrados –junto con sable, roan y addax– en la subfamilia de los Hipotragos, o lo que es lo mismo: antílopes con apariencia de caballo; cuentan con tres especies diferentes:

Oryx de Arabia (Oryx leucoryx): es la de menor tamaño de todas. Se le conoce también como ‘antílope blanco’, por el color de su piel. Carece de máscara facial. Se extiende por la península Arábiga y estuvo muy perseguido por su carne. No está permitida su caza.

Oryx cimitarra (Oryx dammah): nuestro protagonista de hoy. Es el único oryx que tiene los cuernos curvados hacia atrás, en todos los demás casos, son rectos. Su pelaje es de color blanco, salvo el tono rojizo que cubre patas y cuello. Tampoco tiene máscara facial. Su hábitat  natural estuvo en todas las tierras aledañas a los desiertos, incluyendo la zona del Sahel. Hoy, unos lo dan como extinguido en estado salvaje, otros hablan de algunos ejemplares en Níger, Mali y Chad. Lo que si es cierto, es que se ha reintroducido con total éxito en Túnez (Parque Nacional de Bou-Hedma) y en muchos ranchos privados de Sudáfrica y también de México y Estados Unidos, lugares, estos últimos, en los que se puede cazar.

Gacela oryx, con cuatro distintas subespecies:

Oryx del Kalahari o gemsbok (Oryx gazella gazella). Es el más grande de todos, pudiendo sobrepasar los doscientos kilos de peso. Máscara facial pronunciada y piel de color marrón leonado.

Gemsbok de Angola (Oryx gazella blainei). Vive en el suroeste de Angola, en las proximidades del desierto de Moçamedes. En ocasiones también se ha visto en noroeste de Namibia.

Oryx beisa (Oryx gazella beisa). Puede alcanzar los doscientos kilos. Máscara facial negra y raya del mismo color que separa el vientre del lomo. Habita en Kenia y en la zona conocida como el ‘Cuerno de África’.

Oryx de orejas de pincel (Oryx gazella callotis). Se llama así por los penachos de pelo oscuro que adornan el extremo de sus orejas. Se extiende por el sur de Kenya y el norte de Tanzania.

El ‘cimitarra’, uno de los más escasos y curiosos miembros de la extensa familia, como hemos visto, de los oryx; es un animal fascinante. De cuerpo pequeño y grácil, dotado de unos casi desproporcionados cuernos, si los comparamos con su tamaño; es un animal muy esquivo y de una gran agresividad. Suelen unirse en grupos de unos quince o veinte individuos. Los machos viejos, pastan solitarios, alejados de la manada.

Su resistencia a las altas temperaturas es asombrosa, y es debida, en parte, al curioso sistema que poseen para enfriar la sangre, que pasa cerca de las fosas nasales, antes de irrigar el cerebro. Su capacidad para permanecer sin beber durante días es sorprendente, y tiene mucho que ver con ella el tipo de alimentación que poseen, compuesto, básicamente, por hierba, pero también por frutas, de las que extraen el líquido necesario para mantener su actividad vital sin necesidad de beber diariamente.

En marcha
Con mucho leído sobre este bello animal y con toda la ilusión que suponía la compañía con la que iba a contar, organicé la cacería a la que se iban a unir, en busca de otros trofeos, mi hija Sofía, mi amigo Alejandro con su hijo mayor Ale y mis amigos mexicanos: Lourdes y Gabriel, también con sus hijos Mari-Lourdes y Gabriel. Todos ellos, menos Sofía y Alejandro, en su bautizo de caza en África.
Mi intención no era la de meterme en un rancho cualquiera y perseguir con el coche al animal hasta poder dispararle. Por eso a mi amigo Jannie le llevó varios meses encontrar una propiedad perimetralmente cercada, pero con cuatro mil seiscientas hectáreas libres en su interior. La presencia de leopardos, chacales y zorros, como predadores más relevantes de la zona, garantizaban que los herbívoros que vivían allí lo hacían en estado salvaje y en condiciones de luchar con garantías suficientes, por su vida. El reto era sensato y noble.

Todos nos encontramos en el aeropuerto de Johannesburgo y desde allí, nos fuimos a casi nueve horas de coche, hacia el sureste de Kimberley, la capital de la provincia del Cabo Septentrional.

Gabriel con Lourdes y sus dos hijos, contaban con dos profesionales para ayudarles a tratar de conseguir una primera y representativa cacería de algunas de las especies más comunes de la zona noroeste de Sudáfrica: impala, blesbok, springbok, kudu, waterbok, hartebeest rojo, gemsbok y, por supuesto, facochero. Alejandro, después de su primera experiencia africana de algunos años atrás, buscaba con ansias un eland, un oryx y, sobre todo, un hartebeest rojo. Para su hijo Ale, el premio de cumplir su ilusión por cazar en África y llevarse un par de antílopes y algún que otro facochero.

Mi hija Sofía, ya con algunos buenos trofeos de la provincia del Cabo del Este, esperaba poder cazar algo ‘de peso’: oryx, hartebeest, ñu o eland, eran sus favoritos.

Aparte de la ilusión de cazar el ‘oryx’ cimitarra, lo que más me llenaba de este viaje era, sin duda, la enorme satisfacción de ratificar que la caza había ocupado un sitio importante en el corazón de mi hija pequeña. Siempre le atrajo África, ha pasado mucho tiempo allí conmigo y, ahora, iba a realizar su primera cacería en solitario, aunque yo estuviese en el mismo campamento, sería ella con su profesional la que tomaría sus propias decisiones, ¡gran momento! Aún se me hace un nudo en la garganta cuando mi memoria lo revive.

Además, por si fuera poco, tenía la responsabilidad de apadrinar en África, a cuatro nuevos cazadores: los dos Gabrieles, Mari-Lourdes y Ale. ¡Tenía tanto interés en ser capaz de trasmitirles algo de lo que yo sentía por África, que ‘mi’ cacería pasó a ocupar un segundo plano!

Mañanas gélidas…
Las mañanas despertaban gélidas, hasta que el sol no alcanzaba una considerable altura sobre el horizonte, resultaba bastante duro soportar la baja temperatura ambiente. A partir, más o menos, de las once de la mañana, el termómetro se decidía a subir y la calidez de los rayos solares abrigaba nuestra piel como si de la mejor pelliza se tratase. Lo bueno terminaba pasadas las cinco de la tarde, a partir de esa hora, por momentos se hacía más difícil soportar el frío que, de nuevo, caía sobre la sabana.

Mis primeras salidas fueron para buscar oryx, ñu, eland o kudu, para Sofía. Las cosas no fueron demasiado bien. Pasó el primero, y el segundo y el tercer día; no fuimos capaces de acercarnos lo suficiente a los animales, si que ellos nos detectasen. La dificultad de conseguir la posibilidad de un lance con trazas de éxito era evidente y esto llevó al desánimo a mi hija, a Gabriel y, también a Alejandro y Ale. Yo les pedía paciencia y confianza. Lo que hasta entonces había visto, me resultó suficiente para saber que ni la abundancia, ni la calidad de la caza eran el problema. Precisamente por tratarse de animales acostumbrados a luchar para sobrevivir, por la amplitud de la concesión y por las condiciones del terreno, se hacía complicado encontrar, primero; recechar, después y, abatir, por último; las presas que perseguíamos, pero era eso lo que yo había estado buscando para mis amigos y mi hija.

Los ‘mexicanos’ y los Alejandros fueron cobrando sus piezas. Yo cacé una cebra que avistamos tras un fallido rececho a un ‘oryx’ con Sofía. Precisamente a ella se le estaban poniendo las cosas más difíciles que al resto, pero si algo me alegraba, era comprobar como su decaído ánimo, no impedía que su ilusión se mantuviese firma cada mañana.

El empeño y la constancia que le puso, la llevaron, en una mañana espléndida, a pistear un gran rebaño de elands. Ella, el profesional y yo, pudimos colocarnos en una posición de ventaja desde la que aguardar el tranquilo caminar de los antílopes y esperar a que uno de los grandes machos se pusiese a tiro.

La espera no fue corta, pero Sofía supo mantener la calma y no ceder a la impaciencia. Su recompensa llegó cuando, tras unos matorrales situados a unos sesenta metros de nosotros, un precioso animal descubrió su figura y consiguió que, por una vez, el controvertido profesional que nos había tocado en suerte y yo, nos pusiésemos de acuerdo y la animásemos a disparar.

Ya apuntaba con pasmosa tranquilidad, cuando apareció un segundo eland mayor que el primero. Se lo hicimos notar a Sofía, ella levantó la cabeza, se hizo cargo de la situación y colocó la cruz de la mira de su .30-06 en el codillo del segundo animal. Lo sé porque, unos segundos después, el gran antílope, tras un salto inconfundible que delataba el efecto mortal de la bala, corrió desapareciendo de nuestra vista, aunque no lo hizo por mucho tiempo, puesto que a menos de cien metros, bajo la protección de la espesura, yacía, sin vida, el majestuoso antílope.

Me sentí feliz y muy, muy satisfecho con mi hija, por dos razones sobre todo. La primera es que Sofía había sabido esperar su momento con la necesaria templanza y sin perder la ilusión; la segunda que ella sabía lo que había cazado y lo apreciaba en toda su magnitud.

Días después, ‘mi pequeña’ –lo entrecomillo porque a sus dieciocho años, mide un metro y ochenta y un centímetros– volvió a sorprenderme con su serenidad y a emocionarme con su decisión, dando caza, tras un inquietante lance, a un gran trofeo de ñu azul.

Mis amigos estaban, ahora, contentos; sus expectativas se estaban cumpliendo sin demasiados problemas. Mi hija se sentía muy satisfecha con sus dos animales e insistía en que fuésemos a intentar cazar el ‘cimitarra’, y a ello nos pusimos.

Tras el cimitarra
La reserva en la que estaban los ‘oryx’ cimitarra estaba a algo más de dos horas de coche de la propiedad en la que cazábamos. Alejandro había estado en las proximidades buscando un ñu azul y había tenido la ocasión de avistar parte de uno de los grupos pero, como suele ocurrir, cuando Sofía, el profesional, el pistero y yo, llegamos a la zona, nos pasamos todo el día de un lado para otro sin encontrar el mínimo rastro de ellos.

En la mañana del día siguiente, después de un par de horas de volantazos arriba y abajo, localizamos un macho solitario con un buen trofeo. El pistero quedó en el coche con Sofía y yo me fui caminando detrás del profesional.

El animal nos había visto antes que nosotros a él y había huido en una corta y rápida carrera, primero, y en una más sostenida y menos veloz, después; estaba en alerta y, por ello, nos iba a resultar bastante más difícil poder sorprenderlo. Tan así fue, que a pesar de invertir varias horas en tratar de cortarle el rastro, de buscar y rebuscar, nunca más volvimos a saber de él; se había esfumado y, dada la extensión del terreno y la confusión de huellas que por allí había, decidimos regresar al coche y dar por concluida la jornada.

Regresamos a la mañana siguiente. Sofía, dos pisteros, el profesional y yo, llegamos a los dominios del ‘cimitarra’, antes de que el sol apareciese por el horizonte. Comenzamos nuestra búsqueda en el mismo lugar en el que la habíamos dejado ayer. Uno de los pisteros era el hombre de confianza del profesional, el otro pertenecía al personal de la finca, él era el que de verdad conocía las querencias de los animales que perseguíamos y era, básicamente, de él, de quien dependía el éxito de nuestro rececho. Es algo evidente pero que, al parecer, o no se es consciente de ello, o se mantiene en ‘reserva’ para no alterar el statu quo: las más de las veces, conseguir el objetivo que perseguimos en una cacería, no depende del profesional de turno. Muy al contrario de lo que nos quieran dar a entender, es el pistero desarrapado con los restos de una camisa agujereada, el guía de los zapatos sin suela, o el guarda desdentado pero siempre sonriente y capaz de ver mejor, a pesar de sus principio de cataratas, que el profesional con sus prismáticos Zeiss; quien va a determinar que terminemos por cobrar ese trofeo que tanto nos ilusiona. Probablemente, si ellos fuesen conscientes de la realidad, sus condiciones de vida serían algo mejores de lo que suelen ser.

En fin, el caso es que nuestra búsqueda estaba resultando baldía. Tras unas tres horas de frío y nulos resultados, paramos para tomar un cafelito del termo que ‘hábilmente’ nos habíamos preparado. Luego, seguimos con lo que estábamos.

El momento culminante
Rayaba, casi, el mediodía, cuando el hombre de ‘casa’, el indígena del que no recuerdo su nombre, nos mostraba la dirección en la que un grupo de entre catorce y diecisiete animales, pastaban tranquilos a unos ochocientos metros de donde nos encontrábamos. ¡Eran ‘oryx’ cimitarras!

La manada estaba muy ‘estirada’. No podíamos estar seguros de haber visto a todos los animales dado que, conforme se iban desplazando, desaparecían a veces detrás de la vegetación arbustiva que abundaba en la zona.

Lo primero que hicimos fue dejar el coche tras unos matorrales y buscar, luego, un lugar en el que ocultarnos para poder examinar con detenimiento el grupo de animales y asegurarnos que, entre ellos, había algún buen macho, que era lo que estábamos buscando.

No resulta fácil, de lejos y en movimiento, distinguir en esta especie los machos de las hembras. Éstas pueden tener los cuernos bastante más largos que los de los machos, si bien son más finos, y a la distancia a la que nos encontrábamos, no podíamos apreciar otras significativas y obvias diferencias por razón de sexo.

Nos fuimos desplazando, en paralelo, a la par que nuestros ‘oryx’. Con sumo cuidado en que, tanto el viento suave que refrescaba la mañana como, en ocasiones la ausencia de obstáculos tras los que escondernos, no delatasen nuestra presencia. En este caso,  la paciencia y el conocimiento del profesional, fueron determinantes para poder asegurarnos de que la manada contaba, al menos, con dos machos adultos de muy buen trofeo, ambos.

Ahora se trataba de intentar acercarnos a los animales y buscar una posición de tiro aceptable. Sofía y los dos pisteros se quedaron, bien protegidos y ocultos, a esperar el resultado de nuestro intento. El profesional y yo, comenzamos el rececho.

Nos llevó bastante tiempo, yo diría que algo más de un par de horas, lograr apostarnos a unos doscientos metros de uno de los grupos en los que se había fragmentado la manada principal.

A veces, la ausencia de vegetación, que nos obligaba a esperar por el momento preciso en el que pensábamos que no nos iban a descubrir si arriesgábamos una carrerita a ‘pecho descubierto’; a veces, la vigilancia que algunos de los componentes del grupo mantenían con insistencia; a veces, la preocupación por constatar que el viento nos seguía siendo favorable; el caso es que cuando pudimos alcanzar el resguardo de los troncos de tres acacias, desde dónde controlaríamos a un grupo de siete ‘oryx’ entre los que estaba uno de los machos que perseguíamos, el mediodía había quedado bien atrás.

Los animales estaban tranquilos, no sospechaban de nuestra presencia. Elegí uno de los troncos para asegurarme un buen apoyo y una cómoda posición de tiro. Ahora la cuestión estaba en aguardar a que ‘nuestro’ macho me diese la oportunidad de dispararle.

Dos de las hembras estaban casi al descubierto. Confiadas, pastaban en un pequeño claro, fuera de la protección que les brindaba la vegetación. Otras, entraban y salían, relajadas. Cualquiera de ellas hubiese resultado un buen blanco en el que, con tranquilidad, no me hubiese sido difícil acertar. Pero como suele suceder, el machote no salía de detrás de los matorrales, ‘ni a empujones’. Recuerdo que llegó incluso a ‘asomar’ la cabeza y parte del cuello por detrás de una de las hembras, o que dejó al descubierto sus cuartos traseros tras las ramas de un arbusto; pero el ansiado codillo no aparecía por ninguna parte.

No es que estuviese preocupado, pero sabía que a partir de las 17,15, la luz sería insuficiente para seguir cazando y, también sabía que iba a ser complicado que mañana tuviese la misma ‘suerte’ que hoy para localizar a la manada; con lo cual sólo dispondría de un día más para tratar de abatir ‘el cimitarra’. De cualquier modo, estaba haciendo lo único que podía hacer: esperar mi oportunidad. Quería convencerme de que, antes o después, el animal se movería y, lo que no quería que me ocurriese, era que desaprovechase la ocasión porque, si es que llegaba, sería sólo una.

Y llegó. Primero, fue una de las hembras, que no lo había dejado ni a sol ni a sombra, la que se despegó de él; luego, fueron unos pasos indecisos que apuntaban su intención de comenzar a caminar; después, las gotas de sudor empapando, con acidez, mis ojos; por fin, la tensión de sentir que el momento estaba cerca; luego, la mira; después, la cruz; por fin, el dedo en el gatillo, y… ¡el disparo! Tuve suerte, todo fue bien. La bala pegó en el codillo del animal, que cayó fulminado, aunque la insistencia del profesional me hizo disparar por segunda vez. El sonido del disparo ‘avisó’ a Sofía y los pisteros que aparecieron al rato. Luego, todos juntos, satisfechos y alegres, regresamos al campamento. ¡África, una vez más!

Con mi hija Sofía y una bonita cebra que cacé.
Sofía con un buen trofeo, muy bien trabajado, de ñu azul.
El eland del Cabo que abatió Sofía de un soberbio disparo en el codillo, y las ‘babas’ de papá.
Alejandro y Ale en busca del ‘faco’ perdido.
Alejandro y su hijo Ale con un increíble doblete: eland del Cabo y gemsbok.
Sofía, Gabriel hijo y Ale dispuestos a reponer fuerzas.
Vistas del campamento. Sencillo, pero con todo lo necesario.
Imagen de la manada de orix cimitarra.
Este espléndido trofeo de cimitarra estará entre los diez mejores del mundo en el Libro de Records del SCI.
Alegría y calor al fuego de la amistad.

 

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