África

Regreso a Namibia…

África es un continente único para los cazadores. No hay ni un solo lugar del negro y salvaje continente que no me gustaría conocer. Aunque es tarea imposible en una sola vida, o incluso en siete, cosa que, al parecer, sólo los gatos tienen. Peor que eso, no hay un solo lugar de la tierra africana al que no me gustaría volver de nuevo. 

 

Caza sostenible

Cuando cacé en Namibia por primera vez, lo cierto es que no estaba muy emocionado, pues pensé que ya había cazado, en otros safaris, casi todas las especies que existen allí. Pero estaba equivocado, Namibia me trajo una nueva forma de ver la caza en África. Descubrí un país excepcional que conserva la fauna y los espacios salvajes y, además, recibe muy bien a todos los cazadores. Ningún país del mundo puede presumir de que el 44% de su territorio está protegido por un programa de conservación de la naturaleza. Pero esto no sólo sucede en las reservas naturales o áreas deshabitadas, sino también en tierras donde las personas conviven con la vida salvaje, ya que tienen auténtico interés por la caza.

Si esta gestión del patrimonio natural es un éxito, se debe a que los componentes económicos, sociales y ecológicos se encuentran en perfecto equilibrio. Los habitantes de las zonas rurales tienen incentivos para coexistir con la vida silvestre, uno de cada cuatro vive de actividades relacionadas con la naturaleza. Por eso, los cazadores no tienen ningún problema, están en disposición de pagar bien por cazar en zonas realmente salvajes. Los operadores siguen las directrices de la NAPHA, Asociación Nacional de Cazadores Profesionales, que respeta la caza sostenible, la valoración de trofeos de animales que están más allá de la flor de la vida. Para que este programa funcione, el Gobierno creó un marco legal, simple, eficaz, y Namibia es el único país africano que incluye la protección del medio ambiente en su constitución.

 

Algunos de los resultados de todo esto son fáciles de cuantificar. En los últimos treinta años, las cebras de montaña pasaron de 1.000 a 27.000 y los elefantes del desierto de 150 a 750. Los leones aumentaron su número y su territorio en la región de Cunene, haciendo hincapié en que esta zona es una reserva natural donde no se puede cazar, pero con una zona comunitaria donde sí se permite la caza. Namibia sigue siendo uno de los cuatro países africanos en el que los guepardos no están amenazados y donde la población de jirafas siguió aumentando.

 

Tierras de contrastes

Pero Namibia tiene un lugar especial en mi corazón por otras razones. Su fauna y sus paisajes son extraordinarios, una tierra de llanuras desérticas con colinas rocosas, montañas impresionantes con profundos valles y todo debajo del cielo más azul que conozco.

 

Su territorio, en su inmensa mayoría, es una tierra árida. Tiene dos desiertos, en la parte sureste, el Kalahari, y a lo largo de la costa, el de Namibe, que entra desde Angola, con áreas de caza muy conocidas por sus excelentes órix y springbok. En el centro y hacia el norte, los paisajes se caracterizan por sabanas y bosques de espinos, idénticos a las de otros países africanos, con excelentes redhartebeests,  kudus, buenos leopardos y casi todas las especies de Namibia.

 

También está la Franja de Caprivi, que separa Botswana de Angola, y que es la parte más húmeda de Namibia, por el río Cubango, que allí se llama Kavango, y el río Kwando. El Caprivi es refugio para elefantes, búfalos, cocodrilos, hipopótamos, Lechwes, sitatungas, waterbucks, roans y sables. El Parque Nacional de Etosha es el más grande de Namibia y un lugar único para la vida salvaje. Situado en la parte norte de este país, no es más que una gran balsa salada con agua en la estación lluviosa y seca la mayor parte del año. Pero, aún así, con grandes manadas de cebras de llanura, órix, springboks, ñúes, kudus, jirafas, especies casi únicas de Namibia, como el damara dik-dik, impala de cara negra, y magníficos leones y elefantes.

 

Una tentación

A finales del año pasado, alguien que había comprado un safari en Namibia, en la subasta del SCI Lusitania Chapter, del que soy socio (y ahora presidente) tuvo que cancelarlo por motivos personales. Este safari fue nuevamente subastado, condicionada su celebración a las dos primeras semanas de abril, que, casualmente, era mi primer periodo de vacaciones de 2013.

 

Se trataba de un safari de una cebra de montaña y un órix con la organización Agarob Safaris –mis amigos Johnny y Mariana Schickerling–, con quienes ya había cazado la primera vez que estuve en Namibia. La tentación era demasiado grande y no tardé en pujar en la subasta, a pesar de no ser un nuevo reto, o por eso mismo, sí lo hacía porque sabía que se trataba de una gran cacería en compañía de muy buena gente. La idea era disfrutar de diez días de cacería dura, pero tranquila, por la tierras altas de Khomas y hacer una visita al desierto del Namibe en compañía de mi esposa, Licinia.

Llegamos a Windhoek y sentimos inmediatamente la hermosa sensación del reencuentro con los viejos amigos. Johnny y Mariana estaban esperando y la hora de viaje hasta su finca pasó rápidamente. Como conocíamos cada una de las esquinas de la casa, veinte minutos más tarde estaba probando el 9,3×62 que Johnny tenía reservado para mí.

 

Si estás en Roma, haz como los romanos; por eso, en Namibia, tras haber sido una colonia de los kaisers, hay que cazar con un calibre alemán y el 9,3 es, sin duda, el calibre más utilizado en este país desde hace más de cien años. Su retroceso suave, una trayectoria suficientemente tensa para los disparos de hasta trescientos metros y la potencia letal de las TTSX, 250 grains en animales de gran porte y muy resistente, como son las cebras de montaña, fueron la elección perfecta para los días siguientes.

 

No puedo decir que esta sesión de tiro fuera buena; por lo general, suelo hacer agrupaciones de una pulgada en un centenar de metros, pero ese día, las agrupaciones, si se les puede llamar así, superaban los cuatro. Pedí a Johnny que verificara la mira, que estaba perfecta, y él hacía los agrupamientos que yo suelo hacer. Todos fallamos, hay días buenos y malos, y la fatiga de muchas horas de viaje, supongo, que influyó. Una conversación agradable se prolongó tras la cena y con un poco de pena nos fuimos a la cama, pero la perspectiva de tener que estar varios días a caballo, aconsejó recogernos temprano.

 

Dos ecos en las montañas

La jornada comenzó como la mayoría de los días en Namibia, con un cielo azul sin nubes y montañas entre verde y amarillo, que anunciaban el fin de la temporada de lluvias, que tuvo muy poca agua. Un corto paseo en jeep hasta el cercado de los caballos y comenzó nuestra cacería.

 

La zona de caza se situaba en las montañas de la región de Khomas, ochenta kilómetros al oeste de la capital. La concesión es una propiedad abierta que, en sus veinte mil hectáreas, cuenta con altitudes que oscilan entre los 1.300 y 2.000 metros. Se caza a caballo o a pie, hay pocos caminos, las montañas son muy altas y hay profundas gargantas. Esta zona no cuenta con una gran variedad de especies, algunas cebras de Hartmann, órix, kudus, klipspringers, steenboks y leopardos, pero la caza es auténtica.

 

A diferencia de la primera vez que cazamos aquí, en esta ocasión no tardamos mucho tiempo en encontrar las primeras cebras al coronar una cresta. Pero estábamos tan cerca que nos vieron de inmediato y huyeron al galope, desapareciendo rápidamente detrás de la colina siguiente, a más de un kilómetro.

 

Seguimos su rastro, pero los dioses de la caza debían de estar con nosotros, porque a pesar de que no volvimos a ver cebras, encontramos un grupo de órix, con dos buenos machos, en otra colina muy cerca. Descabalgamos con todo a nuestro favor. Nuestra vertiente estaba en la umbría y algunas rocas grandes nos mantenían ocultos en la fase final de la aproximación. Sería un disparo de ladera a ladera, pero con el sol por detrás y el viento de frente, las cosas no podrían ir mejor. Diez minutos más tarde llegamos a la posición que queríamos, con los antílopes pastando tranquilamente a poco más de trescientos metros.

 

Ninguno de los machos era un trofeo excepcional, pero uno de ellos tenía largos cuernos y la base lo suficientemente gruesa como para no rechazarlo. Me senté apoyado en una piedra, apoyé el arma en las rodillas… y me acordé del día anterior. No, no iba a fallar, esperé a que el órix se pusiera de lado, apunté un palmo por encima del punto que quería alcanzar, contuve la respiración y apreté el gatillo con suavidad. El disparo resonó entre las montañas y el antílope acusó el impacto. A través del visór pude ver que le había roto los dos hombros y a los pocos metros cayó fulminado, el disparo había salido perfecto.

 

Nos acercamos con cautela, ya que el órix puede ser peligroso cuando está herido debido a sus cuernos, largos y afilados, que son auténticas lanzas, pero aquel ya era mi trofeo. Tomamos fotografías y dos de los ayudantes que nos acompañaron desollaron al antílope y lo cargaron en un caballo con silla de carga para regresar a la casa. Nosotros seguimos nuestro viaje detrás de las cebras.

 

La caza en Khomas es verdadera caza de montaña, que es siempre de facilidad engañosa, «subir, atalayar, ver sin ser visto y tener cuidado al aproximarse con el viento». En este caso, es lo mismo, pero con el agravante de que las cebras viven en manadas, con muchos ojos y narices de alerta. En las primeras horas del día están en medio de las colinas con los primeros rayos del sol, pero a mitad de la mañana buscan las crestas, tratando de refrescarse con las brisas que soplan en los puntos más altos, pero siempre con centinelas que dominan todas las vertientes y todos los valles hasta donde alcanza su visión prodigiosa.

 

Casi al mediodía, con la ayuda de unos buenos prismáticos, descubrimos la silueta de tres cebras en la cumbre de una montaña a más de cinco kilómetros. Era la montaña más alta de una pequeña cordillera y tendríamos que dar una gran vuelta, aprovechando otras sierras, con el fin de evitar ser vistos.

Sería un ‘paseo’ de más de dos horas, subiendo y bajando, a veces a lo largo de barrancos impresionantes, que cortaban la respiración, especialmente encima de un caballo, y sin la certeza de que al final las cebras estuvieran todavía en el mismo lugar. Pero, como dice el refrán, «Quien porfía mata caza», y aquel era el día de los cazadores. Conseguimos acercarnos y aprovecharnos de la parte más alta de la montaña, para encontrarnos con nueve cebras a menos de doscientos metros y nosotros arriba y ellas abajo.

 

Soplaba una brisa fresca y agradable, pero incierta, que podía dar el aire a las cebras, porque comenzaron a alejarse al paso. La más grande se quedó en la parte trasera del grupo y no tenía ninguna duda de que sería el semental de la manada. No había tiempo que perder. Johnny puso el trípode frente a mí y el disparo del 9,3 hizo eco a través de la montaña por segunda vez aquel día. El macho se alzó sobre las patas traseras y cayó de lado.

 

A partir de ese momento decidimos descansar, comimos unos bocadillos que llevábamos en la silla y volvimos a la casa, donde llegamos justo al atardecer.

 

El kudu imposible

Los días siguientes los pasamos tratando de cazar una buen kudu o un buen klipspringer. La temporada de apareamiento de kudus aún no había comenzado; habíamos visto muchas hembras, algunos machos, pero ninguno era el monstruo que Johnny quería que yo cazase. También vimos algunos klipspringers, que por sí mismos ya valen la pena, incluso si no son el trofeo que buscamos. También tuvimos la oportunidad de descubrir el rastro de dos leopardos, uno más pequeño, tal vez una hembra, en el lecho de un río seco. El otro, un gran macho, en un desfiladero estrecho entre dos colinas, pero no llegamos a verle las pintas de su hermosa piel. Una de las aproximaciones que hicimos a un grupo de kudus fue, quizá, la más difícil de mi vida. Los kudus estaban con algunos órix, en una mancha de acacias en una pequeña meseta, por debajo de la montaña desde la que los vimos.

 

Teníamos dos opciones para rodear la montaña: escalar una pared bastante empinada de unos cien metros, a base de fuerza de brazos y piernas, o dar un gran rodeo, a caballo de nuevo, lo que nos llevaría más de una hora y media. Elegimos escalar y luego había que arrastrarse, descendiendo por la ladera, unos cientos de metros hasta acercarse a los antílopes sin ser vistos, siempre bajo un sol abrasador.

 

Finalmente, llegamos a dos árboles achaparrados que nos ocultaban y esperamos a que los kudus se mostrasen. Cuando después de muchos minutos de espera los kudus dejaron la sombra de las acacias, dos de ellos eran machos jóvenes y el otro era bastante razonable, pero no lo que estábamos buscando. Para salir de allí había que descender desde la meseta hasta el valle, una caminata de más de cinco kilómetros para ir al encuentro de dos trackers y de Licinia, que esperaban con los caballos. Cuando sucede esto tenemos que conformarnos, hay días de caza, pero no de cazadores.

 

Los días pasados con Johnny y sus agarobs, (chicos, en dialecto damara) son siempre inolvidables, tanto por la forma de cazar, en un escenario de una grandeza impresionante, como por el sentido del humor de mi amigo. Las cenas con las que Mariana nos espera cada noche saben a vida, y no sólo porque en ese momento nos estemos muriendo de hambre. La sencillez y la hospitalidad de esta gente hace que las despedidas sean siempre difíciles, pero esta vez tuvimos que ir a ver el desierto del Namibe.

 

El desierto

Imaginen un lugar en el que, de norte a sur y de este a oeste, el paisaje es totalmente salvaje, ancho y vacío, que se disuelve en los contornos azules de un horizonte lejano. A veces esta inmensidad se ve interrumpida por una cadena de montañas, otras veces es sólo una montaña rocosa o un conjunto de enormes dunas rojas. La vegetación es rala, hierba seca amarillenta, algunos arbustos y un árbol aislado que insiste estirar sus ramas secas hacia el cielo, como implorando un poco de agua.  La calma reinante, que parece un silencio casi absoluto, no lo es. La ausencia de otro tipo de ruidos nos hace prestar más atención al canto de una bandada de gorriones del Cabo o de los tejedores en sus inmensos nidos comunitarios. Los chillidos de las ardillas de tierra o la acalorada conversación de las mangostas amarillas tienen otro protagonismo en estos parajes. Con el calor abrasador del mediodía, los espejismos distorsionan los contornos de un avestruz y encontramos siete springboks, que parece que se perdieron por allí. Desde lo alto de una duna roja, tres poderosos órix bajan seguidos de un rastro invisible, como todas las huellas de los que pasaron por aquí a lo largo del tiempo y que el desierto borró rápidamente.

En medio de estas dunas encontramos un valle en el que el suelo es de color blanco y calcáreo, porque el agua de las lluvias se junta allí cada año, aunque sea por pocos días, y donde los troncos de los árboles muertos durante siglos insisten en ser los guardianes de este valle de la muerte.

 

El juego de luces y sombras cambian los colores del desierto durante el día, mientras que un viejo redhartebeest comparte su soledad con la inmensidad que le rodea. Con los tonos amarillos del final de la tarde, el polvo de una manada de cebras que huye pinta todo en tonos sepia. El amanecer y la puestas del sol son siempre del color del fuego, y cuando cae la noche todo se transforma en una oscuridad absoluta, que no sean los millones de estrellas sobre nuestras cabezas. El desierto del Namibe es, tal vez, el lugar donde he visto más estrellas en mi vida.

 

El desierto del Namibe es el más antiguo de la Tierra y un lugar fantástico, pero para mí es aún más especial. Fue la primera casa de mi familia en África, hace más de sesenta y cinco años, en un lugar llamado Kamilunga, pero un poco más al norte, en Angola.

 

Cuando cazamos perseguimos un deseo, el deseo de cazar, algo que está escrito en el código genético de un animal que nació cazador y cazador siempre será. La naturaleza nos dotó de ojos de depredador para centramos en nuestras presas, tal vez por eso no nos damos cuenta de lo que nos rodea. Pero, mientras cazamos, vale la pena detenerse, mirar alrededor y ver que hay mucho que apreciar y disfrutar.

 

En esta cacería no conseguí un kudu de sesenta pulgadas ni un órix de cuarenta… son buenas excusas para volver a Namibia. Pero, el paisaje y los amigos que dejé allí también me hacen querer dar pronto la vuelta. ¡Buena caza! CyS

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