Resto del mundo

En tierras de Sindh y el markhor de las Montañas Negras

20120412-pakistan-09
Por Alberto Núñez Seoane

La República Islámica de Pakistán es una nación ‘vieja, amiga del sol’, remedando al poeta, con una Historia impresionante y apasionante; en una situación geográfica estratégica, peligrosa e importante; con una cultura extensa, profunda, rica y envolvente. Es una tierra lejana, de atávicas costumbres que pugnan por fundirse con el tiempo en el que sus gentes viven: el siglo XXI.

No creo que nadie pueda permanecer indiferente al visitar tierras que, por sí solas, pueden escribir nuestra Historia. Son tierras que ‘marcan’.
Sus 165 millones de habitantes se hacinan en los grandes núcleos urbanos: Karachi, Islamabad, Rawalpindi, Lahore o Peshawar. Esta potencia nuclear, Pakistán, cuenta con uno de los ejércitos más importantes del planeta y soporta una paradójica pobreza, extrema en las zonas rurales. En algunos de los lugares que recorrí durante los veinte días que duró mi cacería, desde las zonas desérticas del sur, cerca del mar de Arabia, hasta las devastadas regiones montañosas del noroeste, en la frontera con Afganistán, pude palpar las condiciones infrahumanas en las que sobreviven niños, mujeres y hombres, curtidos por la necesidad, la dureza del clima y la falta de recursos.
El vuelo me llevó desde mi Jerez natal hasta Karachi, eso sí, pasando por Madrid, Estambul e Islamabad. En Karachi, con dos días de viaje a las espaldas, me fui en coche hacia el sur, en busca de las tierras que riega el río Sindhus, palabra que en sánscrito significa: ‘corriente’, ‘que fluye’, y que era como se denominaba, en tiempos muy remotos, al río Indo. Fue Alejandro Magno cuando, en el año 325 antes de Cristo, conquistó estas tierras, quien le cambió el nombre por el de Indós, que es de donde procede su denominación actual. Y es también la causa por la que los británicos, cuando colonizaron el sur de Asia, le dieron, por extensión, el nombre de India a toda la región sur asiática.

Parque Nacional de Kirthar
Allí, al oeste del Indo y al norte del mar de Arabia, en la provincia de Sindh, está el Parque Nacional de Kirthar, tierra de ibex. Por su extensión, es la segunda reserva nacional del país. Hace treinta y dos años, en 1977, se censaron 1.480 cabras salvajes, 430 uriales de Blandford y 2.141 gacelas chinkara. Siempre se ha cazado en este parque y, hoy en día, debido a una buena gestión cinegética, además de los ingresos generados y los puestos de trabajo creados, el censo del pasado año 2008 ha dado el resultado siguiente: 5.400 cabras salvajes, 10.425 uriales, 2.240 gacelas y 13.155 ibex de Sindh. En total son treinta y cuatro especies de mamíferos entre las que, además de las ya mencionadas, se encuentra el leopardo de Sindh, la hiena rayada, el lobo del desierto, el zorro Indio, el caracal, el gato salvaje, el chacal, el pangolín, el ratel, el puerco espín, la mangosta, y dos especies de ratones. ¿Contribuye o no, la caza bien gestionada al equilibrio sostenible de la fauna?
Por si no fuese suficiente, las autoridades medioambientales tienen planes para reintroducir el antílope negro –ya se está haciendo–, el tigre, el elefante asiático, el gaur, el rinoceronte indio y el oso. Algunas de estas especies, como el oso, el gaur y el antílope negro, se podrán cazar en unos diez años, si el programa se desarrolla de modo satisfactorio.
Una avería en el coche retrasó nuestra llegada al albergue en el que nos esperaban con bastante antelación y, dado que en la mañana siguiente debíamos partir a las tres y media de la madrugada para recorrer la distancia que, aún, nos separaba de la zona de caza, lo único que pude alcanzar a dormir fue un poco menos de hora y media. Al menos, un fantástico pollo tandoori y un par de cervezas heladas alegraron mi estómago, castigado por la indecente pitanza de los aviones, y también mi espíritu, un poco maltrecho por causa del cansancio y las largas esperas.

¡Por fin la caza!
Al tiempo que el alba podía con la oscuridad de la noche, fui conociendo el nuevo universo que me rodeaba. El vehículo se adentró por una zona desértica; las piedras y la arena sólo rompían su monótona extensión con algún pequeño y reseco arbusto capaz de arrancar de la tierra, asolada y pobre, el escaso alimento que le permitía subsistir.
El sol, rompiendo el viso de una colina lejana, repartió un poco de calor por las entrañas de un paisaje que comenzó a parecer de nuestro mundo. Hacia el este, camino de un horizonte envuelto en la bruma de la mañana, joven y aún fría, la sombra de dos grandes macizos montañosos, me mostraron mi rumbo.
No mucho después, nos detuvimos en una aldea de pastores. Las cabañas de adobe, pobres y destartaladas, hablaban de las duras condiciones de vida de las gentes de allí. Recogimos a los que serían nuestros guías, el resto de la partida había salido caminando antes del amanecer, y partimos hacia los montes en los que trataríamos de dar caza a nuestra presa.
Por el camino, nos detuvimos para comprobar, como siempre hago, la puesta a punto del rifle. Llevaba el Blaser 8x68S con una mira Zeiss de 2,5 a 10 aumentos y la munición que uso habitualmente, RWS H-Mantel de 187 grains. Un café calentito, una vez seguro del buen estado del arma, hizo maravillas en mi cuerpo, algo entumecido por la forzada postura con la que me pude acomodar en el coche durante más de tres horas. Algo más de una hora después, estábamos ya al pie de las colinas que había podido vislumbrar con las primeras luces del día. ¡Por fin la caza!
Nos dimos cuenta de que el viento, que comenzaba a sentirse, no era bueno. Si ascendíamos por las laderas que teníamos frente a nosotros, nos colocaríamos con el viento a la espalda, lo que haría estéril cualquier intento de aproximación a los íbex. Tuvimos, pues, que volver al vehículo y dar un largo rodeo para situarnos en una vertiente opuesta a la que estábamos y así poder encarar el ascenso a las colinas con el viento de cara. Y eso fue lo que hicimos.
El coche se iba haciendo más pequeño a nuestros ojos, conforme subíamos por las laderas del macizo en el que los lugareños sabían de la querencia de los íbex. La panorámica que se divisaba mientras caminábamos, era espectacular. La vista se perdía, allá abajo, en la aridez de unas tierras yermas, pero imponentes. El calor comenzaba a dejarse sentir, cada vez con mayor fuerza, el sudor humedecía nuestra piel y la boca y las mucosas nasales se resecaban a causa de la respiración forzada, de la sequedad del aire y del polvo que nosotros mismos levantábamos al andar. Todo ‘iba bien’, es lo habitual.
Subir hasta la cima de la colina era algo complicado. Se trataba de una altiplanicie que, desde nuestra posición, se alzaba en un cortado casi vertical e impracticable. El único modo de alcanzar la parte más alta era subir por cualquiera de los dos costados; por ellos resultaba posible, aunque algo penoso, el caminar.
Nos dirigíamos hacia la ladera este, cruzando a media altura la zona central de la gran colina, cuando uno de los guías señaló con su índice hacia la cima. Nos detuvimos a mirar en la dirección indicada y, a simple vista, a pesar de la distancia, pudimos todos contemplar la silueta de los cuernos de varios íbex, recortadas contra el azul del cielo.
Eché mano de los prismáticos y pude observar con claridad el magnífico espectáculo de un grupo de nueve machos, eran los que yo veía, caminando por la parte alta de la montaña, justo al borde de donde comenzaba el cortado.

Los íbex por la pared
Uno de los guías y el profesional que me acompañaba –militar pakistaní retirado–, hablaron entre ellos y al cabo de unos minutos, Serkan, el hombre que Kaan Karakaya, organizador de la cacería, me había asignado como acompañante durante todo el viaje, tradujo: «Parece que los ibex se nos han adelantado. El guía, pastor de la zona, dice que es muy probable que detrás de estos que hemos visto vengan bastantes más y que lo que suelen hacer es descender por la pared –entonces no imaginé como lo podrían hacer, pero luego comprobé que pudieron– para cruzar el farallón por la zona central y encaminarse hacia la zona oeste».
El ex militar sugirió que nos apostáramos tras las rocas a esperarlos antes de  que los animales nos viesen acercarnos y cambiasen sus planes. Desde el lugar en el que estábamos el tiro era factible, aunque bastante largo. Comprobé la distancia hasta algún punto de la pared rocosa, por donde se suponía que pasarían las salvajes cabras, y los dígitos que leí fueron un tres, un uno y un dos: ¡312 metros! ¡Qué fácil les resulta a todos, menos al cazador, decir eso de: «desde aquí tiene un buen tiro»! A mi, sinceramente, me pareció muy lejos, pero acepté que era la mejor opción que teníamos, así que todos buscamos una buena posición para colocarnos y esperar el desarrollo del lance.
El primer grupo de íbex, los nueve que habíamos visto, siguieron el guión que nos había adelantado el lugareño: comenzaron a descender, de modo inverosímil, dada la verticalidad de la pared, por la vertiente rocosa y se desplazaron en dirección oeste –situado, en este caso, a la derecha de nuestra posición–. Al mismo tiempo, un grupo mucho más numeroso de machos y hembras –con seguridad, habría más de treinta o treinta y cinco–, asomaron por el viso para continuar el mismo camino que los que les precedían.
Los dos guías, el profesional, Serkan y yo, observábamos con atención a través de los prismáticos tratando de localizar los ejemplares con mayor trofeo. Como casi siempre, da igual el empeño que uno ponga, no fue el cazador –un servidor, en este caso– quien encontró lo que todos buscábamos. Fue uno de los pastores que nos guiaban el que localizó un ejemplar en medio del segundo grupo que, con clara evidencia, superaba al resto en longitud de cuernas.
El gran macho caminaba por algún saliente. Sólo Dios sabe como podía hacerlo, invisible para nosotros, precedido de otros dos de menor tamaño y seguido por el resto del grupo.
Debía esperar a que el íbex se detuviese; la distancia era mucha y no podía arriesgar un tiro mientras caminaba porque difícilmente tendría una segunda opción. El problema era que si el animal no se detenía, en pocos minutos desaparecería por la cara oeste de la colina. Al menos una cosa tenía clara: ya tenia claro cual era mi objetivo.
El íbex se detuvo a ramonear. Medí la distancia: 269 metros. La pared rocosa en la que se encontraba tenía forma cóncava observándola desde mi posición, es por ello que, al irse acercando a uno de los extremos de la misma, se colocó unos cuarenta metros más cerca de mi de lo que antes estaba. El problema era que unos matorrales ocultaban parte del cuerpo del animal, sólo podía ver su cuello, cabeza y cuernos, con tan mala suerte que el ibex estaba ramoneando unos hierbajos situados por encima de él, lo que hacía que los extremos curvos de sus cuernos se interpusieran entre su codillo y mi rifle.
Apenas si le separaban treinta metros de la esquina por la que desaparecería de mi vista y era seguro que, una vez reanudase su marcha, no me daría la oportunidad de dispararle parado.
No me quedaba otra, la magnitud del trofeo me obligaba a arriesgar más de lo que suelo hacer en casos como éste.
Mi posición era cómoda. Coloqué la mochila con mi chaquetón encima para intentar lograr la máxima inmovilización del rifle. Sabía que podía lograrlo. Mi buen armero y mejor amigo, Manuel Pereira, se había cuidado de ajustar la mira para tiros a 200 y 300 metros reales, la rasante del calibre y la munición que llevaba –bastante mejor que la de un 300 Magnum, a pesar de lo que muchos digan– eran más que suficientes para la ocasión, así que todo dependía de mi firmeza en el momento del disparo.
Busqué, con la cruz de la mira, la parte más ancha del cuello del animal, la ‘tabla’. Estaba tan preocupado con la probabilidad del fallo, como con la posibilidad de romperle los cuernos con la bala.
Me tomé mi tiempo, eso sí, con el corazón en un puño ante la perspectiva de que el macho comenzase a andar y mis planes se fuesen con él, hacia algún remoto rincón del desierto de Sindh.
Entonces, me vino a la memoria algo que leí en un relato, Argali, del gran cazador Ricardo Medem Sanjuán, que venía a decir: «… coloqué el visor en la pata del carnero y comencé a recorrerla de abajo arriba hasta que llegué al codillo, el tiro me sorprendió…». Como no podía ver ni la pata ni el codillo del animal, puse la cruz de la mira bajo el cuello del íbex y la fui subiendo lenta y continuamente, guiándome por el tronco de uno de los arbustos que tapaban el resto del cuerpo. Cuando alcancé la ‘tabla’ del cuello, el disparo me sorprendió, como me gusta que sea; es por eso que mi gatillo lo tengo regulado para responder a la mínima presión.
La bala silbó, el íbex acusó el impacto y se desplomó en el mismo sitio en el que se encontraba.
Varios de los hombres que nos acompañaban se acercaron a recoger el cuerpo del animal para traerlo hasta donde nos encontrábamos. Una vez lo tuve cerca pude comprobar como la suerte, en esta ocasión, se había puesto de mi parte. La bala no dio exactamente en el sitio al que apunté. Sin duda, moví un poco el rifle en el momento del disparo; el caso es que, en lugar de traspasar la tabla del cuello, el proyectil se desvió hacia mi derecha –desde la posición de tiro, a la izquierda del cuerpo del íbex– e impactó en el mismo cuello del animal. Un tiro de suerte, pero bueno… otras veces es el infortunio el que se ceba con nosotros, así que lo consideré un premio al acierto de arriesgar cuando debí hacerlo.
Todos celebramos el lance y lo festejamos aún más, cuando comprobamos que se trataba de un trofeo excepcional: 48,6 y 49,1 pulgadas respectivamente, de longitud de cada uno de los cuernos, y 9,8 de circunferencia en ambas bases, le colocan entre los cinco mejores del mundo en el libro de récords del S.C.I.
La sesión de fotos fue generosa, mis rodillas se resintieron de tanto tiempo posando sobre el suelo pedregoso pero… «sarna con gusto, no pica», que dice el refrán.

¡Sorpresa…!
Pero me aguardaba otra sorpresa. Yo era el último cazador de la temporada y, por lo visto, aún quedaba una licencia libre. Me la ofrecieron a muy buen precio y no me lo pensé dos veces.
No podíamos seguir cazando allí, de modo que iríamos a comer algo, primero, a descansar un poco, después –el calor era ya sofocante– y, luego marcharíamos a otro macizo montañoso situado a varios kilómetros de donde ahora estábamos.
Con las fuerzas repuestas, llegamos a los pies de una colina situada entre dos pequeños valles. Los guías locales sabían que al atardecer los íbex solían pasar por una u otra de las depresiones, en busca de la escasa hierba que aún quedaba por allí. Como no podíamos saber por cual de las dos aparecerían, nos situamos en el lugar en el que las dos convergían.
La espera fue corta. Llevábamos menos de una hora aguardando, parapetados en un hueco que encontramos entre las rocas, cuando en el viso de la colina que delimitaba el valle situado a mi izquierda, vimos aparecer la silueta inconfundible de los cuernos de uno, dos, tres y… ¡cuatro íbex!
Caminaban tranquilos mientras ramoneaban lo que iban encontrando. Lo mejor de todo fue que al poco tiempo comenzaron a descender hacia el valle y, ¡aún más!, derechos hacia nuestro puesto.
Me acomodé, para esperarlos en la mejor posición de tiro. Era la situación soñada: los cuatro animales, en fila india, caminaban hacia mí ajenos, por completo, a nuestra presencia. Mientras se acercaban con paso tranquilo, tuve tiempo para recrearme en sus trofeos a través de los gemelos, de calibrar sin prisas cual de los cuatro era el mayor –el segundo–, de colocar la cruz de la mira en el pecho del ibex escogido y ver como su figura se iba agrandando conforme se acercaba más y más… En fin, ¡una auténtica delicia!
Disfruté lo que se pueden imaginar, sabiendo que podía permitirme el lujazo de elegir el momento del disparo y que, en esta ocasión, tenía todas las papeletas para llevarme el premio. Cuando el primero de los íbex estaba a unos setenta metros de mi posición, se dirigió hacia la izquierda… era seguro que los demás le seguirían.
No había ningún obstáculo próximo que pusiese en riesgo la posibilidad de un tiro ‘a pedir de boca’ y, en unos segundos, ‘mi’ íbex, siguiendo al primero, se colocaría de costado ofreciéndome su codillo limpio, a menos de setenta metros… ¿Cómo lo ven…?
El sonido del disparo retumbó y se mezcló con el de su propio eco. El íbex se quedó patas arriba a un tiro de piedra del cañón de mi rifle… ¡Qué maravilla!
Fue un bonito trofeo que alcanzó las 42 pulgadas. Comentamos el lance hasta la saciedad, todo era alegría y satisfacción. Tomamos muchas fotos y después… seguimos tomando muchas fotos más, ya con los dos íbex que había tenido la suerte de cazar en el mismo día.
La noche nos sorprendió antes de salir del parque. El camino de vuelta nos llevó bastante más tiempo que el de ida debido a la oscuridad y lo precario de la ruta que debíamos atravesar, pero cuando llegamos ‘a casa’ nadie notaba el cansancio. Una magnífica cena con múltiples y sabrosas variedades de pollo, cordero, legumbres, ensaladas y cerveza helada, nos ayudaron a dormir como benditos.
Mañana, muy temprano, viajaríamos hasta Karachi para tomar el avión hacia Quetta. Allí, en las montañas de Torghar, nos aguardaba una cacería mítica y apasionante, la del markhor de Souleiman.

Las montañas de Torhar
El macizo montañoso de Torghar marca la frontera noroeste de Pakistán con su vecina Afganistán. Se encuentra situado en el distrito de Killa Saifullah, al norte de la provincia de Balochistán, en cuya capital, Quetta, aterrizamos tras un vuelo de poco más de una hora, desde Karachi.
La carretera que me llevaría desde la capital hasta el corazón de las Montañas Negras, serpenteaba peligrosamente entre casas, tenderetes, gentes y ganado. Un mundo irreal me envolvía: el colorido de autobuses y camiones pintados hasta el último de sus rincones, mercancías de todo tipo, lo imaginable… y lo que no lo es. Todo expuesto a la vista de las gentes: pedazos de carne, repuestos de automóvil, despojos, bombonas de butano, animales vivos y muertos, recargas para teléfonos móviles, neumáticos, agua… todo.
La capacidad de absorción de mi mente carecía del tiempo necesario para ser capaz de fijar en la retina de mi memoria tanto colorido triste, tantas miradas sin fondo, tanta soledad profunda en medio de un gentío inabarcable… todo tan diferente, distinto, impactante… ¡apasionante!
Tres horas más tarde conocí a Muhammad Paind Khan. Nos esperaba en su casa, camino de las montañas, para ofrecernos té con pastas y unirse a la partida de caza. Él sería el jefe de la partida y, como supe después, además de un gran cazador, miembro del ‘Grupo de Especialistas en Aprovechamiento Sostenible para Asia Central’. Todo un personaje… en todos los sentidos.

Hacia tierra de nadie
El todoterreno nos llevó, durante cinco horas, por un carril a veces temerario, a veces imposible, hacia tierra de nadie. Atravesamos las Montañas Blancas, separadas por un inmenso valle de las Montañas Negras, ambas formaciones constituyen el Macizo de Torghar, nuestro destino: cuatro mil metros sobre el nivel del mar de Arabia, las tierras del markhor de Souleiman.
La noche, ya bien entrada, nos acompañó hasta que llegamos a lo que sería nuestro campamento. Una humilde construcción de adobe, un par de catres, una estufa de leña, un agujero para las aguas mayores y un balde con una jarra para la ducha.

Dos días en blanco
Al día siguiente, muy de mañana, salimos a cazar. Algo menos de una hora en el coche nos llevó a alcanzar el lugar desde el que comenzaríamos, casi todos los días, el ascenso. Fue hora y media el tiempo que estuvimos subiendo hasta el primero de los oteaderos. Primero aprovechando el cauce seco de un arroyo, después trepando, literalmente, por laderas arenosas y escurridizas, con muchas piedras sueltas, que las hacían resbaladizas e inseguras, afilados riscos y peñas de vértigo.
La semicongelación de la rodilla derecha que sufrí en el Ártico y el peso de mi rifle (8,5 kilos), hicieron que el ascenso me resultase aún más penoso, aunque, como luego pude comprobar, el descenso sería peor.
Desde arriba todo era diferente. La grandeza abruma; la inmensidad sobrecoge; la insignificancia, propia, estremece. El aire, azul, que encharca tus pulmones, huele a libertad. El poder de la Naturaleza te obliga a reconducir tu ambición y te permite apenas vislumbrar el universo que se extiende más allá de nuestras mentes diminutas.
Al tiempo, localizamos un grupo de uriales de Afganistán (Ovis orientalis cycloceros), eran cinco, 563 metros los separaban de mi posición, alguien dijo algo y Serkan me tradujo:
–¿Por qué no lo intentas?
–¿Qué, disparar? –respondí.
–Sí, puedes probar.
–¿Estás loco o de broma? No voy a tirar a esta distancia. Perdona, pero no.
Ahí quedó la cosa, pero a mi me preocupó. Sabía que los tiros podían ser largos, pero no imposibles. Para evitar malos entendidos, hablé con Serkan durante un receso que hicimos para comer algo. Le expliqué que debíamos conocer todos, sin lugar a dudas, cual sería la distancia que podríamos considerar aceptable, para evitar intentos baldíos y pérdidas de tiempo innecesarias. Tras un buen rato de charla, asumí, con cierta preocupación –la verdad–, el entorno de los 350 metros como máximo.
Estuvimos siguiendo a los uriales con los gemelos, hasta que traspusieron fuera de nuestra vista. Subimos, entonces, hasta la cima de la montaña en la que estábamos, la más alta de la zona. Desde allí vimos que el grupo de animales estaba cruzando el carril por el que habíamos llegado en el coche, a 1.353 metros de nosotros en línea recta.
Uno de los guías decidió bajar a por ellos. Emprendimos un descenso alocado que nos llevó cuarenta minutos y que casi logra que me saliese el corazón por la boca; el hígado ya lo había expulsado durante el ascenso.
Cuando llegamos al lugar en el que los habíamos visto, los óvidos estaban trepando por otra ladera lejana. El resto del día lo pasamos tras la pista del grupo, subiendo y bajando cerros, esperando que los animales se detuviesen en alguno de los valles y poder tener una opción de tiro. Si lo hicieron, nunca lo supimos, porque no los volvimos a ver.
Cuando regresamos al coche eran las seis y veinte, diez horas y diez minutos después de haberlo abandonado, al alba.
La mañana siguiente repetimos el mismo procedimiento, pero a mitad del ascenso localizamos unos uriales en las laderas de un impresionante macizo rocoso, inclinado a causa de los movimientos tectónicos, que se erguía majestuoso en dirección contraria a la que nosotros íbamos. Desandamos los últimos veinte minutos y volvimos a subir a otro risco para poder tener a la vista los uriales y controlar sus movimientos.
Comenzó a llover. El viento arreciaba y sentíamos como el frío nos iba calando hasta los huesos. En un recoveco de la montaña, a resguardo del fuerte viento, encendimos una lumbre, hicimos té y comimos algo.
Las horas pasaban. Con la salida del sol entre los nubarrones, paró la lluvia y descabezamos una corta siestecita; entre tanto, dos ojeadores no perdían de vista a los uriales.
Poco antes de quedarnos sin luz, los animales se alejaron de nosotros a través de un valle que nos resultaba inaccesible. No quedaba tiempo más que para tomar el camino de vuelta al campamento, y eso fue lo que hicimos.
Una sopa bien calentita, verduras con un sabor olvidado y el pollo más delicioso que jamás he probado, nos ayudaron a entrar en el catre como angelitos.

Esfuerzo y tesón
El ascenso del día siguiente, a pesar de ser idéntico al del primero, se me hizo bastante más llevadero. Alcanzamos el oteadero que habíamos utilizado en la primera jornada y, a las nueve menos cuarto de la mañana, Paind encontró al mismo grupo de uriales que habíamos visto con anterioridad. Pastaban tranquilos en un valle situado a los pies de la cima en la que estábamos. El dueño del mejor trofeo de los cuatro, estaba echado de espaldas a nosotros, recibiendo el sol de cara.
Medí la distancia: 278 metros. Me acomodé lo mejor que pude y puse la cruz de la mira en la columna del animal. A las nueve menos cinco apreté el gatillo de mi rifle. Había tratado de tener en cuenta la enorme diferencia de altura –no me gustan nada los tiros de arriba hacia abajo– y la distancia. Un disparo así nunca es seguro, pero mi confianza en el arma y en la munición –RWS 8x68S H-Mantel de 187 grains– era total; tan sólo dudaba de mí.
La bala silbó partiendo el aire, el estampido rompió la quietud de las alturas. El urial debió sentir como su columna vertebral se partía en pedazos, una fracción de segundo antes de exhalar, no hubo tiempo para sufrir. Yo, sentí la satisfacción del deber cumplido y la alegría de contar con un nuevo trofeo conseguido con esfuerzo y tesón.
El temprano regreso al campamento nos permitió, tras la ‘ducha de jarra’, una merecida comida y un paseo relajado por los alrededores, disfrutando, en un atardecer sobrecogedor, de una naturaleza salvaje, auténtica y apasionante. Luego, llegó la noche… tranquila. Mañana sería otros día… el del markhor.

Un animal ‘con cuernos de forma serpenteante’
Hay quien cree que ‘markhor’ proviene del lenguaje farsi –un dialecto pérsico–, en el que: ‘mar’ significa, serpiente y ‘khor’, devorador. La cuestión es que resulta complicado imaginarse a un ‘markhor’ devorando reptiles por esas sierras de Alá, así que lo más probable es que el nombre de nuestro protagonista provenga del pushto, en este dialecto, ‘mar’ quiere decir, serpiente y ‘akhur’, cuernos, lo que nos llevaría a un animal ‘con cuernos de forma serpenteante’: el markhor.
El nuevo día nos llevó por distintos derroteros. Salimos del campamento en dirección contraria a la habitual. Comenzamos a subir muy temprano, aún el alba no había llegado, y continuamos durante más de dos horas hasta que alcanzamos una vereda que nos llevó a un saliente rocoso al borde de un precipicio espeluznante. Frente a nosotros, a poco más de quinientos metros, se elevaba la montaña vecina, al parecer los markhor solían atravesar por allí, caminando por su ladera, casi por completo vertical, en busca de las escasas hierbas que en esta época del año aún quedaban al otro lado.
Transcurrido un buen rato, pelados de frío y con los ojos irritados por el viento y el polvo, vimos aparecer cinco markhor por la derecha, caminando por la senda que el guía nos había indicado. Me dijeron que me preparase para tirar cuando estuviesen frente a nosotros y les tuve que recordar que no iba a disparar a quinientos metros, ni a cuatrocientos cincuenta, ni a cuatrocientos tampoco.
Los animales desparecieron por el recodo que limitaba la ladera por la izquierda, entre ellos había un macho precioso pero, siempre fuera de tiro. El guía propuso subir, como no, a un risco desde el que pensaba que podríamos localizar a nuestro grupo que, probablemente estaría pastando al apetecible sol de la mañana. Eso fue lo que hicimos y lo que nos costó unas dos horas entre el descenso parcial que tuvimos que realizar para volver a subir por otra vertiente hasta nuestro objetivo.
Allí arriba, estuvimos esperando durante todo el resto de la mañana, sin resultado positivo. A media tarde calentamos un poco de té reconfortante, que nos sirvió para ayudar a devorar el rico embutido que los paisanos llevaban en sus macutos. La tarde llegaba a su fin y emprendimos el camino de vuelta hacia el coche. Ni rastro de nuestros animales.
Era sábado, la mañana amaneció espléndida. Las agujetas parecían ir disminuyendo en intensidad. Los golpes, pequeñas heridas y rozaduras que habíamos ido acumulando en nuestros cuerpos durante las jornadas anteriores, se diluían gracias a la intensidad de la caza y a la adaptación de nuestro organismo al entorno.
Regresamos al mismo risco en el que ayer abandonamos la espera. Estuvimos al acecho durante tres o cuatro horas, no lo recuerdo con exactitud, el caso es que al cabo de este tiempo, llegó uno de los trabajadores del campamento, nos traía un mensaje: uno de los ojeadores mandado por Paind para controlar otra zona, había visto los cinco markhor que esperábamos, bastante lejos de donde ahora estábamos.
Bajamos desde nuestra posición hasta el coche, luego hacia el campamento, donde nos informamos bien del lugar exacto en el que se habían localizado los animales. Treinta y cinco minutos en coche, media hora de gemelos, una de ascenso, otra de aguardo, quince minutos más de ascenso, media de espera y… vuelta a desandar lo andado. Tan sólo vimos tres hembras.
El tiempo se iba agotando, los días pasaban y las posibilidades menguaban. Paind me comentó que habría que pensar en la posibilidad de cambiar de campamento, si entre hoy o mañana no conseguíamos nuestro objetivo.

En busca del mito de Torghar
El día comenzó como tantos otros: el mismo recorrido en coche, el ascenso durante más de hora y media hasta el primer puesto de observación, espera y… preparándonos para subir hasta la cima, como habíamos hecho en otras ocasiones para examinar el valle que discurría por la otra vertiente, el guión cambió.
Bari Dad, uno de los encargados de escrutar por todos los rincones en busca de trofeos, se había retirado unos metros para trepar a una peña y echar una visual quien sabe hacia donde. El caso es que se unió a nosotros cuando ya comenzábamos la subida y nos dijo que cinco markhor caminaban por el fondo del valle… ¡hacia nuestra posición!
Todos nos precipitamos en la dirección que nos había indicado, deteniéndonos para avanzar con cuidado de no hacer ruido y para que no pudiesen notar nuestra presencia, antes de llegar al lugar desde que los podríamos contemplar.
En efecto, caminando muy lentamente por el valle, los animales pasaban muy por debajo de nuestros pies, circundando la pared encima de la cual nos hallábamos.
Uno de los dos guías principales aún insistió en que les disparase desde donde estaba –más de quinientos metros–, pero no me dio tiempo a contestarle, Paind le aclaró taxativamente, una vez más, cual había sido mi decisión al respecto.
Acordamos volver al lugar desde el que habíamos estado observando con los prismáticos a primera hora de la mañana. Si todo transcurría con normalidad, los animales pasarían por debajo y desde allí, la distancia de tiro era inferior a los trescientos metros. Así, pues, lo hicimos.
Cinco minutos después, apareció el primero de los markhor. Pregunté, para asegurarme:
–¿Es ese?
–No –me respondió alguien.
Pude ver al segundo de los animales caminando tranquilo tras el primero. Volví a preguntar:
–¿Ese? 
–No, es el que viene detrás. Lo vas a ver en un momento –escuché decir a Paind.
Los markhor iban en fila india. Dada la curvatura de la ladera sobre la que estábamos y mi posición en ella, los animales iban apareciendo en mi campo de visión uno tras otro, conforme se iban incorporando a la zona abierta.
El tercero de los animales apreció. ¡Ese era el mío! Noté como el nudo que sentía en mi garganta, se iba haciendo más y más grande, más y más tenso, más y más áspero.
Medí la distancia: 287 metros. Me encaré el rifle, una, dos, tres, cuatro veces… no encontraba una postura cómoda. Lo abrupto del terreno, las piedras afiladas, los hierbajos secos… ¡qué sé yo!, todo me impedía colocarme debidamente.
El markhor caminaba, se detenía, volvía a caminar, de nuevo se paraba… Yo, no tenía todo el tiempo del mundo, en unos minutos se esfumaría la posibilidad de tirar, salvo que el animal se detuviese, claro. Pero no debía confiar en esa posibilidad.
Me volví a encarar el rifle, una vez… dos… ¡ahora sí! Puse la cruz de la mira en la zona alta del codillo, pero… lo pensé mejor y rectifiqué, las posibilidades de fallar eran muy altas dado que el animal andaba y se detenía continuamente. Fijé entonces la cruz en el centro del cuerpo del markhor, sabía que si acertaba, la munición que llevaba tenía velocidad y energía sobradas para poder parar al animal.
Todo sucedió muy rápido. No creo que pasasen más de dos segundos entre mi idea de rectificar el tiro y el momento en el que el estallido del disparo me sorprendió.
Pasaron otros dos segundos más, hasta que escuché como todos los que me acompañaban explotaban en un griterío de júbilo y felicitaciones mutuas.
Me volví hacia Susana, las lágrimas bañaban sus ojos lindos y grandes. El nudo que se había deshecho en mi garganta momentos atrás, se volvió a anudar aún con más fuerza, y lloré. Lloré de emoción y de alegría, lloré por romper con la tensión contenida, por haber cumplido un sueño, por no haber defraudado a las catorce personas que me acompañaban y haber hecho que su trabajo mereciese la pena. Lloré, en fin, porque estaba en la cima de las Montañas Negras, con Pakistán a un lado y Afganistán al otro y, a mis pies, yacía uno de los trofeos más hermosos que jamás había tenido el orgullo de cazar: el markhor de Souleiman.

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