Caza Menor

Preludio media veda de ayer y hoy: a tórtolas y codornices

 Salvador Calvo Muñoz

A tórtolas y codornices. Antaño nos dábamos el lujazo de alternar una caza y otra en aquellos, tan distantes y añorados, veranos y estiajes de nuestra vida. Porque dice, y muy bien, nuestro maestro Josep Pla, que una cosa es el verano: mayo, junio y medio julio; y otra el estío: lo que queda hasta septiembre, ya muy viejo.

En verano, de vacaciones, el desasosiego era ir y venir a ver dónde, cómo y de qué manera sería la caza. Era recargar cartuchos en casa del señor cura con los materiales, pólvora, tacos y munición, que adquiríamos en el ultramarino de aquella señora, que en gloria esté, y que hablaba porteño cerrado.

Luego, quince de agosto, día de Nuestra Señora, se abría la Media Veda y empezaba el tiroteo. Es cierto que entonces cazábamos cuatro gatos, y podíamos elegir el tiradero que nos viniese en  gana, y a nuestras anchas. ¡Venturosos y  felices años aquellos!

Se fue todo con viento fresco

Raro era el predio que no tenía un cuarto de rastrojera, y por ende, tórtolas; y, raro también, que no hubiera cerca alguna laguneja o charca a la que acudían las estreptopelias después de llenarse el buche con el grano. Tiro va y tiro viene, delicias de una mañana ardiente de sol y pólvora, y regreso feliz con una buena percha de grises y líricas tortolitas.

Por la tarde, tras una efímera y desasosegada siesta, en pleno chajuán del día, en el ‘milcuatrocientostreinta’ del padre cura a los regadíos del Alagón. Vegas de maíz, algodonales, remolachares, esparragales. El reverendo se protegía de la solajera en el chamizo de un colono agricultor y se aliviaba la calor con frescos y dulcísimos melones, mientras nosotros, en pos de los pasos sapientísimos de la ‘Mora’, cazábamos las codornices, que la eminente perra nos ponía, con perdón, a huevo.

Vieran ustedes qué forma de mostrar las avecillas aquella perra negra, cruce de pacha y de qué sé yo, y después qué maestría para cobrarlas por muy intrincado que fuese el pago.

¡Y en esto llegó el progreso y se fue todo con viento fresco! En vez de media docena de escopetas, el lugar se pobló de todo quisque con una herramienta en las manos. A lo dicho añadiremos que las rastrojeras desaparecieron como por ensalmo y las tortolitas, que llegaban en abril, al ver semejante panorama, se dieron el vuelo hacia predios más favorables. Lamentaciones de Jeremías.

Entre todos la mataron y ella sola se murió

¿Y las codornicitas de los regadíos del fértil Alagón? Entre todos la mataron y ella sola se murió. Omnibuses de escopeteros ansiosos llegaban de lejanas tierras  y por si eran pocos, no sé qué fertilizantes de los cultivos, dejaron el panorama codornicero como los campos de Waterloo después de la batalla. Es decir, que adiós, muy buenas. Aquella divina caza al salto y con perro de muestra pasó a la historia. Hoy es otra cosa, ya saben vuesas mercedes.

Hoy, tras varios años de penuria en tristes y hueras medias vedas de lamentaciones y melancólicos paseos por los campos de estío, hemos vuelto a tirar a nuestra amada volandera africana, mejor dicho, hispana, que es aquí donde nacen, por cierto. No porque hayan vuelto los cultivos de cereales, sino porque por fin nos han autorizado su alimentación con comederos, dizque artificiales, que nos ayudan a mantener en nuestros encinares una decente población de tórtolas.

Y así, controlamos un número determinado de ellas que acuden a comer el grano que les proporcionamos. Cuando se abre la Media Veda, abatimos, apenas, un 25% de las que sabemos que pueblan nuestro cazadero. Caza conservacionista, hombre ¡no hay otro modo!

Si acaso tres tardes de caza, y dos horas o dos horas y media de ejercicio de puntería y tino. ¡Y si se van, que se vayan! Al menos, preparamos los archiperres, acariciamos las escopetas y buscamos en los cajones la ropa propicia para salir al campo. ¡Se empieza uno a divertir con esos menesteres, tal es la caza!

¿Y de la coturnix qué? Puede usted ir a un cazadero industrial, le sueltan las que tengan que ser en una pradera, las caza con su perro y sanseacabó. Codornices de granja, por lo menos por estas regiones meridionales. Seguramente los cerealísticos campos de Castilla la Vieja y Aragón aún conservan el claqueteo peculiar de sus codornices eternas. Que no les falten nunca.

Nosotros, por aquí, codornices como Dios manda, ni el honor de un tímido claqueteo o el característico vuelo rasante. Milagro será que, allá por octubre, en un paseo de esos con la escopeta al hombro, en busca de la rabona o de la patirroja, levantemos alguna codorniz que aún no haya emprendido el largo vuelo de regreso a su hogar africano.

El quid está en que un puesto de tórtolas es bocado golosísimo y los mercanchifles de la caza venden su alma al diablo con tal de rellenar la faltriquera. Servido está el conflicto entre el cazador cabal y el escopetero que, con tal de darle al dedo, convierte la entrañable caza de estío  en un burdo tiroteo sin ton ni son. Recemos para que cunda el equilibrio y podamos seguir disfrutando de la inigualable y evocadora caza de la Media Veda.

Epílogo gastronómico breve: no les voy a contar a ustedes las delicias de cualquiera de las múltiples formas en que se pueden degustar las muy sápidas codornices; pero me gustaría enormemente invitarles a un estofado de tórtolas con unas patatitas redondas de esas de pequeño tamaño, alternando, en un caldo espeso, con aromas y sabores de tomate. ¡Néctar y ambrosía del Olimpo!

Un saludo muy cordial de este, su seguro servidor.

 

Por Salvador Calvo Muñoz

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