Rececho

Un día de caza tras los arruis en Sierra Espuña

El autor del artículo, con los dos arruis, uno plata y otro bronce, resultado de este rececho.
Por Alberto Núñez Seoane
Ya sabemos, los cazadores, que nuestra pasión siempre nos tiene reservada alguna sorpresa. Lo imprevisible de un buen lance es uno de los condimentos fundamentales que hacen de la caza un tesoro para las sensaciones. Lo inseguro del resultado, en una práctica tan noble como lo es la nuestra, introduce un componente de incertidumbre sin el cual, la caza, no tendría razón de ser.

Es inevitable que los fracasos corran parejos, siempre un poco por delante, con los éxitos. Pero esta vez… la suerte no me soltó de la mano, ni siquiera para desayunar.

Llegamos a Lorca para pernoctar el día anterior a la cacería. Vicente nos esperaba allí. Mientras compartíamos la cena, me fue poniendo al día de todos los detalles que me hacía falta conocer.

De mañana, ya en unión del que sería nuestro guía y anfitrión, Rafael, partimos hacia las estribaciones de Sierra Espuña, cuna del arruí en España y, de nuevo hoy, tras muchas vicisitudes, paraje con una muy abundante población del llamado muflón del Atlas.

Sierra Espuña y el arruí
Sierra Espuña es un Parque Natural de más de 25.000 hectáreas, situado en la Región Autónoma de Murcia. Pertenece a la Cordillera Bética y ocupa los términos municipales de Mula, Aledo, Totana y Alhama de Murcia.

El arruí fue introducido en Sierra Espuña en el año 1970 y, tras un espectacular desarrollo, la prohibición de su caza y el consiguiente crecimiento descontrolado de la población, hicieron que se produjese un brote de sarna que casi acaba por completo con la totalidad de los individuos.

El control de la enfermedad, el abate de los ejemplares enfermos y el retorno a la práctica de la caza controlada, es decir, el triunfo del sentido común y de lo razonable, han conseguido recuperar, en todo su esplendor, la más importante población de arruís que existe en Europa. Y de este regalo de la Naturaleza, con el respeto y la pasión propia de un cazador orgulloso de serlo, me disponía a disfrutar.

Dudas razonables
Por fortuna no era un día caluroso. Una suave neblina y la brisa fresca, modelaron una temperatura ideal para disfrutar de la caza. Conforme avanzábamos y subíamos con el coche, las empinadas pendientes que íbamos dejando atrás me hacían imaginar las tremendas sudaderas que harían falta para patearse estos montes cuando el calor apretase. Detuvimos el ‘carro’ junto a una vieja casa abandonada y comenzamos a barrer la zona con los gemelos.

El pino carrasco es la especie arborícola que más abunda por aquí, pero también se pueden ver encinas, arces y quejigos. Las sabinas y los piornos, en las zonas más altas, terminan de configurar un biotopo perfecto para la adaptación de este peludo y broncíneo muflón norteafricano.

Echamos a caminar hacia lo alto de un cerro próximo. Desde allí dominaríamos, explicaba Vicente, un área querenciosa para los arruís. Una vez llegamos, repetimos la operación de mirar y volver a mirar con los prismáticos. No pasó mucho tiempo hasta que nuestro guía localizó un grupo de tres o cuatro animales, entre ellos, según dijo porque yo no lo llegué a ver, uno muy grande: «¡Puede ser un oro!», comentó.

Me adelanté con él, mientras Susana y Vicente nos seguían algo más rezagados, para tratar de avanzar del modo más silencioso posible. Bajamos hasta el cauce seco de un arrollo –caminar por él siempre es más sencillo-, que nos llevó hasta la base de una colina cercana por la que debíamos subir para buscar una buena posición de tiro.

Los arruís pacían tranquilos. Yo sólo podía ver dos; parece ser que el grande se había marchado o, al menos, ya no podíamos verlo. Es difícil apreciar el trofeo de estos animales si no se contempla de frente y de lado, pero a mí, los que veía, no me parecían muy grandes.

El guía insistió en que el mayor de los dos que veíamos era bueno y merecía el tiro. Esta es una situación en la que, a pesar de la experiencia, no acabo de hallarme, no me gusta y me incomoda bastante.

Había una duda razonable respecto a la calidad del trofeo. El profesional que, aunque yo conociese la especie, siempre está mucho más acostumbrado a ver y poder calibrar estos animales, me aconsejaba tirarlo. No tenía por qué desconfiar de él, pero mi apreciación personal me llevaba a contradecirle. Indudablemente, yo soy el que paga y soy yo el que decide, pero no me gusta desoír consejos de las personas que, se supone, saben más que yo. Tampoco se trataba de una situación irrepetible o de un animal difícil de conseguir… En fin, el caso es que, aconsejado por la educación –puede que mal entendida– y por todo lo dicho, apunté y disparé.

La bala pegó en el cuerpo del animal, pero huyó corriendo ladera abajo y desapareció entre la multitud de pinos silenciosos.
Rastreamos la zona pero no hallamos nada, ni tan siquiera sangre. Dudé de que mi disparo hubiese ‘tocado pelo’, pero Rafael me aseguraba que no tenía dudas respecto a mi disparo: ¡el arruí iba tocado!

Los arruís de la escalera
Decidimos regresar por la tarde con un perro de rastreo y, mientras tanto, mi guía me sugirió la posibilidad de desplazarnos a otra zona para ver si teníamos opción de tirar un segundo animal. Así lo haríamos, pero, antes, nos íbamos a pasar por su casa, situada al pie de la montaña, para echar un vistazo, ya que me comentaba que, en ocasiones, fuera de la temporada veraniega, que es cuando nadie se acerca por allí y los animales se sienten más confiados, los arruís suelen verse por las laderas del monte que ampara la vivienda de mi compañero de caza.

Cuando llegamos, nos recomendó que esperásemos en el patio situado en la entrada de la vivienda mientras él rodeaba la casa y echaba un vistazo desde la parte posterior que era desde donde podía mirar sin ser visto.

Aquí comenzó lo inaudito. El guía, Rafael, volvió a los pocos minutos. Traía el dedo índice cruzando sus labios y, cuando estuvo lo suficientemente cerca de nosotros como para poder susurrarnos y que nos enterásemos de lo que quería decirnos, dijo:

–¡Shhhhhh…! ¡Están ahí detrás, muy cerca de la casa, hay muchos! ¿Quieres intentar tirarlos desde aquí?
–Por mí no hay problema, yo los tiro desde donde haga falta.
–Es que… a lo mejor, no te gusta tirar desde la casa. –Me preguntó–.
–¡Que no, Rafael, que no pasa nada! A veces tienes que caminar durante catorce días para terminar por no poder ni disparar y, a veces, estás sentado en el campamento y se acerca un ‘pecador de la pradera’ diciéndote: «¡Estoy aquí, dispárame!»

Nos reímos y seguimos a Rafael hasta la parte trasera de la casa. Me quedé atónito cuando, entre la mitad de la ladera y la casa, vi dos grupos de arruís: ¡en cada uno de ellos no habría menos de treinta o cuarenta individuos!

Amparados por la construcción, estuvimos observando el grupo más próximo para tratar de averiguar si había buenos trofeos. La vegetación nos impedía salir de dudas, así que mi compañero me sugirió que subiese a lo alto de una escalera que teníamos delante.
Las cosas son así, uno nunca sabe dónde ni cómo van a suceder. Se trataba de animales salvajes, estábamos en terrenos abiertos, sin mallas, sin nada… pero tuvimos la suerte de toparnos con ellos y tenerlos a tiro, ¡desde el rellano de la escalera que subía a la azotea de la casa del guarda! «¡Cosas veredes, amigo Sancho…!», que diría don Alonso Quijano.

Desde ‘mi atalaya’, no tardé en localizar lo que consideré un buen ‘pavo’. Rafael coincidió conmigo y, tras tomarme mi tiempo para apuntar tranquilo, apreté el gatillo del Blaser 8x68S. El animal cayó desplomado. El tiro no fue difícil, a menos de cien metros, cómodamente apoyado y con la tranquilidad de saber que no había detectado mi presencia, tenía casi todas las papeletas a mi favor.

Nos disponíamos a ir a recoger la pieza, cuando, tanto Vicente como Rafael, me advirtieron que el segundo grupo de animales, tras una corta carrera, se mantenían a distancia de tiro. Me preguntaron si quería intentar un segundo arruí y les dije que sí.
Repasamos el grupo con los prismáticos y, sin movernos del sitio, encontramos un candidato a engrosar mi galería de trofeos.
El arruí estaba sobre una roca, intentando averiguar lo que había ocurrido. Sus disquisiciones las interrumpí con un disparo que acabó por aclararle la situación. ¡Cayó como un trapo¡

¡Increíble! Todos comentábamos lo inusual de lo que nos había ocurrido. En una mañana, corta, tuvimos ocasión de tirar tres animales que, en condiciones normales, hubiesen requerido, cada uno de ellos, de un arduo rececho con resultado incierto. Si no, que me pregunten a mí lo que me costó abatir el único ejemplar de la especie que hasta el día de autos tenía en mi colección… Fue en el año 1997, en Sudáfrica, en la reserva estatal de Tsolwana. El monte que tuve que patearme de arriba abajo para dar caza al arruí, se llama Ntabe Themba. Publiqué el relato en esta revista, hace muchos años ya. Fue toda una jornada de ascensos y descensos, un día agotador, aunque al fin, se vio recompensado con la caza de un trofeo excepcional.

Y son embargo hoy, por el contrario, apenas sin descamisarnos, echábamos al morral ‘un plata’ y ‘un bronce’, porque esto fue lo que dieron los dos arruís ‘de la escalera’. El tercero, que fue al que disparé primero por la mañana, y que no  habíamos encontrado, apareció esa misma tarde.

Por cierto… no me había equivocado: fue un bonito trofeo, pero inferior a los otros dos y no alcanzó el bronce. A veces, hay que dejar ciertos formalismos al margen, pero, la verdad, cuando se trata de gentes amables y correctas… me cuesta mucho trabajo.
Un magnífico desayuno, en casa de Rafael, con ricos y abundantes productos de la tierra, puso punto y sabroso final a una mañana que, con toda seguridad, no se volverá a repetir. Mi cuota ya está colmada. Ahora… le toca a otro.

Una panorámica de Sierra Espuña, donde se realizó la cacería.

Una pelota de las pelotas de arruis avistadas.
Alberto en el patio de la casa del guarda.

Susana, Alberto y los arruis ‘de la escalera’. Buen doblete.

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