La noticia saltó el pasado viernes. Wayne Lotter, un conocidísimo activista que había dedicado las últimas tres décadas a proteger a los elefantes en África del furtivismo, había sido asesinado. Dos desconocidos asaltaron el taxi que lo llevaba desde el aeropuerto de Dar es Salam (Tanzania) hasta su hotel, abrieron la puerta y le dispararon a bocajarro cuando se encontraba en su interior.
Lotter fue director y cofundador de la PAMS Foundation, una ONG que ofrece soporte a gobiernos y comunidades africanas para intentar acabar con los furtivos que amenazan la fauna salvaje del continente negro. Según cifras de la organización, desde 2009, fecha de su fundación, habían conseguido proteger a más de 32.000 elefantes y propiciado el arresto de 2.000 furtivos y traficantes de marfil. Sin ir más lejos, Lotter había colaborado de forma activa con la Unidad de Investigación de Crímenes Graves Nacionales e Internacionales (NTSCIU) que consiguió detener a Yang Feng Glan, la ‘Reina del Marfil’. Ésta y otras acciones le habían valido para recibir numerosas amenazas de muerte que, desgraciadamente, acabaron cumpliéndose.
El de Lotter no es un caso aislado. De hecho, según The Guardian, en 2017 han sido asesinadas 117 personas por defender los bosques y los ríos de nuestro planeta de los efectos nocivos de la industria, o por luchar, como en el caso de este sudafricano, contra el tráfico de marfil en Tanzania y la caza ilegal de animales salvajes.
La mayoría de los asesinatos que se han producido en Sudamérica, África o Asia tienen una característica común: el interés de la industria y de las mafias por explotar los recursos naturales en zonas deprimidas, en las que la ley no ofrece demasiadas garantías y la corrupción campa a sus anchas entre funcionarios y policía. En este contexto, los bosques son esquilmados, las minas explotadas, los animales abatidos y, aquellos que alzan la voz, silenciados.