Por Carlos Enrique López
Cuando la canícula se deja caer de la manera que lo está haciendo, cada vez apetece menos leer cosas trascendentales, y menos para enterarnos de que cada minuto que pasa tenemos la cartera más jodida. Esta es la principal razón de recordar unos días de vacaciones en las que conocí a un personaje, merecedor sin duda de mejor cronista que yo. Procuraré transcribir la conversación que tuve y mantener su “acento”, especialmente interesante para disfrutar aún más de su recuerdo.
Juan de Dios El habicholones es uno de esos personajes con que la vida nos premia de vez en cuando a los que viajamos mucho y nos gusta escribir de las gentes que conocemos. Es un hombre bajito de complexión gruesa, cabeza grande y cara ancha, con dos hermosísimas orejas, carnosas y de color rojizo a las que debe su mote. El tono de su cara es más cercano al rojo que al moreno. Su carácter extrovertido y jovial impediría que pasara desapercibido en cualquier sitio donde estuviera más de diez minutos, aunque antes de sobresalir su forma de ser, llaman la atención sus orejas, exageradamente grandes.
Entró por las puertas del bar asegurando :
-Vengo de tomarme la tensión. 12–7, con cincuenta años y como un chiquillo. ¡Niño, un Rioja! Que dice mi médico que es cardiosaludable. ¡Olé mi médico! ¡Vamos!, que hoy me invita este hombre, que dice que escribe en una revista y quiere que le cuente cuando pesqué ar jabalín.
-Eso está hecho, uno y la botella si hace falta, faltaría más.
-¡Niño! deja aquí la botella, se me vaya a secar la boca. Bueno a ver, ¿qué quiere usted que le cuente?
-Pues hombre, a mí me interesa especialmente saber cómo fue la noche que pescaste el jabalí. Porque es una anécdota interesante, según me han dicho aquí en el bar.
-Eso se lo ha dicho el maricón del Jacinto, pero si no hubiera sio por él, que acudió con la escopeta…¡allí pelo el rabo!
-Bueno, antes que nada, dime tu nombre completo para ponerlo en la revista, dónde vives…, en fin, para que te conozcan los amigos cuando salgas.
-En tocando a mi nombre, Juan de Dios El habicholones, con eso los que me conocen ya saben quién soy y los que no, tres leches les importa. En cuanto al domicilio, soy de un pueblo de Cáceres que tampoco importa, porque aquí, de lo que hemos venío a hablar es de lo del guarro, ¿o no? Lo de habicholones es por las orejas, que ya se habrá fijao que las tengo de buen ver, y en cuanto me tome dos vasos…me se ponen más colorás. Dicen que por ahí foga el corazón. Bueno, a lo que vamos, ¿quiere usted que le cuente lo del jabalín?
-Claro hombre, para eso hemos quedado, yo hasta la hora de cenar no tengo más que hacer que escucharte.
-Pues a ello. Como ya le habrá informao el bocazas de Jacinto, yo soy camionero pero con la nueva ley, en los meses de verano no trabajamos en la obra na más que hasta las tres. Como venimos del pueblo y dormimos en pensión, algunas tardes se hacen más largas que otras. Los más jóvenes se van al cine o de putas, pero uno ya no está pa líos. Asín que empecé a irme ahí al Cabo Gata a ver a la gente pescar. A mí me gusta mucho ir allí en Cáceres, al lao de mi pueblo a pescar al pantano. De modo y manera que me iba por las tardes a echar un rato bicheando de uno en otro y dándoles palique pa enterarme de los cebos que usan, los anzuelos y to lo necesario pa pescar aquí. Como tengo buena conversación no me se hizo difícil enterarme hasta de dónde se sacan los papeles en Almería, y encima es más barato que pa pescar en el pueblo. O sea, que pa pescar en el pantano te zumban ya dieciocho euros, que en pesetas son tres mil, y aquí por pescar en to el mar te cobran menos y digo yo: «Pues será más grande el mar… coño, pues tenía que ser más caro», ¿o no? ¡Olé la Marina! Bueno, a lo que vamos. Que el primer fin de semana que fui al pueblo eché las cañas gordas de las carpas y los plomos de fondo y me las traje pa cá. En cuestión de anzuelos yo no los uso tan grandes, asin que tuve que mercarlos en Almería, y de paso compré unos lombrigones tan gordos como un deo, que les dicen titas. Esas sí cuestan caras las jodías, pero pa las dorás son miel de romero. Bueno, a lo que vamos. ¿Te pongo un vaso?
-No gracias, yo sigo con cerveza, ¡Jacinto…!
-En fin, que compre dos o tres clases de bichos de los que traía recomendaos y me fui a un sitio que llaman Torregarcía, donde un vigilante que había en la Torre se encontró hace un montón de años una virgen que salió del mar. En fin, que también pensé yo que a ver si me se aparecía la Virgen en forma de una buena dorá. Pa comérnosla aquí mismo. Planté mis cañas en el sitio que me pareció bueno y como soplaba levante – que ya entiende uno hasta de aires (en el pueblo le llaman solano), preparé la manta en el respaldo del coche, la silla con la nevera al socaire, me colgué el móvil, bien envuelto en una bolsa pa que no coja tierrecilla, con un colgantico que me regaló Cifuentes el de Correos, que viene mu bien pa oírlo si te llama la parienta. Monté los carretes con un peazo hilo del de los lucios grandes. Avié los aparejos y le puse a cada caña una tita de esas como un demonio de grande. ¿Usté fuma?
-No, gracias.
Aprovechando la interrupción, se despachó otro vaso de Rioja, que despenaba sin empacho ninguno y que como había asegurado al principio de nuestra conversación, pasaba el color directamente a sus orejas.
-Menos mal que vamos a la pensión andando. Bueno, a lo que vamos. A la hora de lanzar vino el problema; con el aire en contra, el hilo gordo y los plomos de fondo del pantano que para el mar son chicos, se me quedaba el cebo a quince o veinte metros. Esa zona es buena, es la que dicen rebalaje, pero con el levante y el poco peso, el cebo ca dos por tres en la arena. De toas formas, no había pega, se lanza más seguido y arreglao. No llevaba allí una hora cuando una de las cañas pegó un viaje que me hizo saltar de la silla. El pescao era bueno por cómo tiraba y cómo después se vió, pero como había buen hilo lo saqué sin despeinarme, y sin dar tiempo a que me se enfriaran las orejas ya lo tenía en la calle. Yo miraba pa tos laos deseando de que me viera alguien, pero estaba más solo que la una. Asín que como no había con quien presumir le saqué el anzuelo y a la nevera. Luego Jacinto la pesó y me dijo que era una baila con setecientos gramos ¡Olé las bailas! Volví a cebar la caña, la lancé de nuevo y me metí en el coche por que ya estaba cayendo la noche y empezaba a refrescar. Abrí el bocadillo y le ayudé a pasar con un buen Marqués de Cáceres. Entre el vino y el calorcillo de la manta, en cuanto acabé el Malboro, empecé a quedarme dormío y en eso la campana de la caña grande, que parecía sonando la de la catedral de Guadalupe en día de romería. ¡La madre que me parió!, pegué un brinco del coche y en lo que se tarda en decirlo ya estaba liando carrete. Cuando noto que el tirón viene de dentro de la tierra y no del agua. Me vuelvo y lo veo. Un guarro de lo menos setenta kilos bufando con el hilo en la boca.
Ahora, con el asunto madurao, y muchas veces hablao, la explicación parece fácil: cuando sale la luna, los guarros acuden a revolcarse y escarbar en la orilla del mar, buscando las lombrices que son su delirio. Aquel bicho se tropezó con el peazo lombrigón que yo había puesto de cebo y que el viento y las olas habían devuelto a la playa y se lo tragó sin pensárselo. Al tirón se le clavó el anzuelo en el gaznate y al tirar yo, sin saber de lo que tiraba, se lo metió hasta los tuétanos. Como estos bichos tienen los dientes más repartíos que Luciano el de la Sangres, se conoce que el sedal se le metió entre diente y diente y por más que mordía no lo cortaba. El bicho que se sintió herío y me vio, hizo por mí, por lo que no me quedó más remedio que salir corriendo hasta que el agua me llegó a la barriga. El guarro tiraba encolerizao, pero yo no estaba dispuesto a soltar la caña y que se perdiera, asín que le daba hilo y cuando se venía pa mí, corría y recogía. En la desesperación y las carreras me ví el móvil colgando del cuello y se me ocurrió llamar al Jacinto. Le dije lo que había y la media hora que tardó en llegar, me se fue en carreras por dentro del agua con el cochino detrás pero sin meterse. Cuando tiraba, el anzuelo le rajaba la garganta y como le dolía aflojaba, pero me se venía otra vez sin dejarme salir del agua. Asín hasta que apareció el Jacinto. Yo no vi na con los faros del coche en el hocico, pero oí el tiro y el suspiro del guarro. Salí del agua, pegando unos tiritones que a poco me se descompone el espinazo, ¡Joder qué frío! Antes que acudieran al tiro los del Seprona, que por aquí andan mucho, lo trincamos y al maletero. En llegando al pueblo, yo me fui pa la pensión y me pegué una ducha caliente. Cuando vine ya cambiao, el guarro estaba desollao y colgando en el patio de la taberna. El primer jabalín pescao de la historia de Almería, y he tenío que venir yo de Cáceres a “pescarlo” ¡Olé los de Cáceres!