Relatos

Ciego

355 - Polvorilla

¡A otro perro con ese hueso! A mí hoy no me desencama ni Dios ni su Madre. Pues no es que haga mala noche, hace peor. Un aire fuerte con tintes de frío. Y es que el verano ha sido entre seco y muy seco, y el año, entre peor y dramático. Nada. Los rastrojos reciben ese nombre por no llamarlos eras. Nada. Está el campo negro, como las esperanzas de un pobre…

Y entra el otoño con un vendaval de pelotas. Y esta noche es noche de estrenar chimenea y olvidarse de correr tras gorrinos que poco tienen que echarse a la boca… Aire que pega en las ventanas y las menea como las espuelas de un rejoneador que le ha perdido la cara al toro. Salgo afuera a disfrutar del escándalo de la penumbra. Me laten mis perros desde su escondite en el montón de leña donde les tengo hecha la dormida. Jaleo pega un relincho desde la cerca… Me miro a mí mismo y me encuentro… La luna se asoma en un cielo que tiene un capote cárdeno. Echo a volar mis instintos… Noche de aire, de camuflar mis pasos con un viento que no da tregua. El aire menea los chaparros y quejigos y los cochinos saben que son las noches perfectas para recuperar esos kilos perdidos por la hambruna. Los venados han vareado mucha montanera. Pero el aire es la vara que mejor bate. Hoy la caza, más que nunca, busca las dehesas donde el árbol tiene menos protección a la naturaleza… Y mis perros y yegua me lo acaban de chivar…

Me despedí con un «¡buenas noches!» a mis padres, sin saber éstos que, en lugar de soñar dormido, lo iba a hacer despierto. Aparejé a Jaleo que sabe que hoy, pese al mal tiempo, será una noche de emociones. Me aprieto los delantales más de la cuenta, pues su tacto me protege de un frío que escuece. Me aseguro de tener al Polvorilla bien ajustado, también las espuelas. Paso cerca de los perros. Están sentados mirándome en tensión, pues no ven el momento de que les invite a acompañarme… Ahí están mis chatos y mis careas. Serios y alegres a la vez. Me calo la gorra, me aprieto la chamarra y pegando la barbilla al pecho les silbo y animo con un «¡Ay!». Al momento amparan a Jaleo camino del cielo o de los infiernos…

Llego al punto elegido. Haciendo mutis. Los perros jadean, pero saben de sobra cuáles son las normas: silencio. No tolero una precipitación. El castigo es severo. Silencio. Las sombras de la noche y de las nubes convierten aquel escenario en un circo de luces complicado de descifrar. Mis ojos hoy son los de mis animales. Mis oídos, también. Me toca dirigir, pero a los otros decidir. Bajo al corte del monte, buscando una sombra que cubre todo. Me apeo y sigo buscando, así dos horas… El aire me hiela al estar parado. Creo que he hecho el tonto… y más aún en una noche tan mala. La ilusión e intuición son las dos hembras que más traicionan. Pego más tiritones que los muelles de un colchón de motel de carretera. Voy a volver a casa cuando el Pipo envela y echa a temblar… Hay algo. Jaleo lo intuye e imita a su compañero. La noche me impide ver… Hay algo… Ahora o nunca. Vamos a tocar el violín a ciegas, vamos a rondar con los ojos cerrados.

Subo a Jaleo. Conozco el terreno y sé que no hay peligro de alambradas ni boquetes. Pero el campo es campo y por tanto duro. Y la noche es noche, y por tanto caprichosa.

Van pegados a las corvas ligeras de Jaleo. Me llevan ellos y ellos la llevan a ella. La yegua busca el amparo de un alcornoque. Los perros están casi fuera de sí, deseando oír una orden en una noche en la que los ojos de su amo no ven. Jaleo se para, se para descompuesta. Me dice con su gesto que ya más no se puede meter. Lo que sea está cerca, el aire tremendo ha camuflado nuestro pequeño alboroto… Doy la orden: «¡Ahí con él!». Salen como balas raseras…

No hubo titubeo en el lance, ni estudio de la situación. No hubo estrategia ni experiencia… hubo instinto, confianza y valor. Oigo los gruñidos de un cochino macho al que tienen preso. Y oigo dos alaridos de dolor, pero nada helador. Entre sombras y agitación llego presto, cuchillo en mano. El blanco de mis perros me señala que lo tienen bien amarrado. Calculo dónde tiene la cabeza, subo a su lomo, le prendo fuerte con la mano izquierda de la cresta y con la derecha, tras un último gruñido aplaudido por un vendaval que ahora trae lágrimas del cielo, le meto el acero hasta los gavilanes…

Voy al cortijo a paso ligero, en una noche en la que mis ojos han sido los de mis perros y mi montura. Nos empuja el aire de una noche de locos, echándonos del escenario. Tengo las manos resecas de la sangre de un cochino sorprendido y vencido por una noche ajena a los peligros que le dictó su experiencia. Los perros jadean y menean el rabo. Están cansados y más contentos. Y ahora empieza a llover.

La aurora nació con un sol radiante, porque tras la tormenta siempre llega el sosiego. En casa no entienden la pereza de mis perros y que aún no haya amanecido a disfrutar de una mañana tan hermosa… Disfrutando del café y de la imagen del campo extremeño, observé que mis perros y caballo me miraban con gesto de complicidad y secreto… Ese gesto que sólo conocen la noche, la luna y el monte…

 

Por Lolo de Juan.

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