Relatos

La bala que salvó a un venado de una muerte segura

354 - Polvorilla

La encontré en el bolsillo de mis delantales. No sé cómo ni qué hacía allí. La intenté guardar en una caja con el resto, pero la caja estaba completa. De nuevo fue a ocupar aquel bolsillo gastado de mis zahones, con los que monteo o cabalgo. Me he acostumbrado a su tacto y su compañía. Algún mandato divino llevarán sus blindados aceros…

Qué pequeñas son y qué cantidad de energía pueden robar con su destello incandescente. Cómo algo tan pequeño es capaz de sesgar algo tan grande. Las balas vuelan veloces, como azores, sin elegir a su presa. No zigzaguean ni regatean. Arrasan con lo que encuentran. Cuánto daño y dolor pueden causar. Y cuánta vida pueden dar. Ahí les dejo un ejemplo.

¿Qué hacer? Puesto que estos casos se dan. Y cuando se te plantan delante has de ser frío y rápido para no dejarte llevar por la facilidad. Estamos en la berrea de un año seco. Los venados están fuertes y su celo les ciega a todas horas. El amanecer les trae los aromas del monte y de las hembras. Se vuelven locos. Ambos gritan a los cielos que el mundo les pertenece. Ambos aclaman a los cuatro vientos que nadie podrá con su bravura. Ambos se retan a muerte e inician una tremenda batalla.

Han pasado dos horas. Dos. Sus cuernos han quedado entrelazados y nada es capaz de separarlos. Han ido arrastrando su furia y su angustia barranco abajo hasta una ciénaga que será su muerte segura. Uno de ellos, rendido por la desazón, deja quebrar su cuello y cae muerto a orillas del barrizal. El otro intenta soltarse, imposible. Tiene una carga que arrastra a su cuerpo a morir en la peor y más lenta de las muertes. Es imposible que la naturaleza le libre de ese veredón sin salida. La dama de negro que a todos sonríe corre barranco abajo en busca de ese valiente ciervo que sigue luchando contra el mundo, intentando salir vivo de un escenario más turbio que las aguas que mojan sus pezuñas.

Mi caballo se mosquea. Bufa dos veces al oír el arroyón de monte junto a los zarzales de la umbría. Mi curiosidad me lleva a espolearle y conducirnos hacia el escenario que me dejaría huella en aquel pedazo de mundo. Llego despacio y contemplo el cuadro sublime: un venado yace en el suelo muerto. Enganchado a sus cuernos, otro intenta librarse. Está rendido, pero suficientemente fuerte como para partirme las costillas de una patada. Rematar su agonía con un disparo es lo sencillo. Pero hay que darle una oportunidad. Lleva horas sufriendo y no sería loable negarle el beneficio del intento. Llamo a los guardas pidiendo un arma. Mi caballo no sabe qué va a ocurrir. El ciervo ignora mi presencia aturdido de tanto cansancio y dolor. Mis guardas llegan con un rifle seguros de que aquella tarde cargarían dos cuerpos con olor a jara en sus coches.

Sólo se me ocurre una solución y, con los nervios, mis hombres han olvidado la munición. Antes de enfurecer por el olvido, caí en la cuenta que en mi bolsillo descansaba desde hace tiempo una solución a ese problema que se me acababa de presentar. Era el mismo calibre. Era momento de cumplir el mandato por el que fue escondida junto a mí.

Afiné lo que pude. Centré la cruz en la junta de los cuernos. El venado pelea contra la naturaleza. Se detiene un segundo a coger aire. Disparo rompiendo los dos cuernos y permitiendo que el valiente, el ganador, huya al monte conmocionado de tan largo purgatorio. Y aún corre por la sierra. Y la otra tarde oyó los pasos de mi caballo y se asomó a un peñón donde me dedicó una mirada altanera y arrogante, ya recuperando de heridas y fatigas. Radiante como el sol otoñal.

Alguna tarde que camino a solas por sus dominios siento cómo una silueta mide mis pasos manteniendo la distancia. No sé si es agradecimiento o curiosidad. Si es simpatía o soberbia. Pero me gusta saber que, gracias a una bala bien apuntada, un valiente sigue corriendo por el mundo, padreando gabatos y retando a veletos malencarados, y berrea a los cielos sin dejarse amedrentar por la astuta adversidad.

 

Por Lolo de Juan.

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