Relatos

Bruja, estimada compañera…

A día de hoy ya no estás entre nosotros, desde lo alto del cielo nos observaras con locura, deseando venirte algún día más de montería, por tu gran pasión el campo, los lances comprometidos y apresar con tus fabulosas fauces algún magnífico macareno, ¡cómo lo sabías hacer de bien, en compañía de tu hermano y compañero, Brujo y Lobo! Ellos hoy, al pasar por la perrera, aún convalecientes de los cortes que el propino aquel macareno, me miraban con cara de tristeza, preguntando dónde te habías ido, pues, cuando el sábado te bajé del camión, tú ya no lo sentías, tu cuerpo estaba frío, te dormiste y te despediste de ellos que eran los que tenías siempre a tu lado, ese fabuloso equipo que los tres formábais y al que no había animal valiente que se resistiese de ser atrapado por vosotros.

El destino quiso que te tocase a ti la mala suerte de topar contra tu carótida aquellos tremendos colmillos de ese desesperado jabalí que emprendió la lucha con vosotros. Quizás, si yo hubiese sido más rápido, te hubiera salvado, pero sabes de sobra que el monte era muy tupido, que yo siempre vuelo en vuestra defensa y que jamás os dejaría que os pasase algo parecido. Mala suerte, mala pata, el caso es que te despediste de nosotros. El orgullo de morir en el monte, en la lucha encarnizada con un tremendo jabalí, al que aún tú viste como era víctima del acero de nuestros cuchillos. Eso es valentía y coraje, eso es ser un perro ejemplar, fiel, leal, valiente. Aún recuerdo con cariño aquellos mordiscos cuando jugábamos de cachorrilla y más de una vez me hacías daño, pues, con tu afición por morder, no controlabas tus mandíbulas. ¡Vaya orgullo de perra, de hechuras, todo un embeleso en tu raza! Sólo una dedicatoria, despedirme de ti y que nos veamos algún día en lo más alto, pues seguro que marchaste porque eras de lo mejor y al cielo siempre van los buenos.

El lance

358 - Relato Bruja (1)La montería iba siendo entretenida, los cochinos llegaban a las posturas, los disparos alegraban la mañana, habíamos atrapado ya un pequeño jabalí, estábamos llegando al cierre, os fuisteis a la finca vecina tras otro cochino de considerables dimensiones, quizás el escudero de aquel tremendo jabalí, y a la vuelta, de regreso, os cruzasteis, con tan mala fortuna, con ese tremendo cochino que no quiso emprender la huida, se puso a combatir y, como no podía ser menos, entre tú y tus compañeros no le disteis tregua. No os vi, pero me lo figuro, os conocía bien y aquello para vosotros sería otro lance más. No os importaba la envergadura ni el tamaño de sus defensas, os la jugabais todos los días; además, íbais siendo expertos en la materia, la rehala se sentía confiada con vosotros y salía victoriosa de los lances. De regreso, tras acabar con el agarre, cuando te llevaba en mis hombros, pues no podías dar paso alguno, sentía tu sangre correr por mi brazo, bajar por mi axila y llegar a mi torso. Ese recuerdo será inolvidable para mí. No podía hacer más, llegar cuanto antes al camión, donde había más apaños, pero tu cogida era muy grave, sentías frío, buscabas el sol, mientras nosotros cosimos a tu compañero, Brujo. Tú cuerpo empezaba a destemplarse y buscabas a todas expensas los rayos de sol que te hicieses entrar en calor. La hemorragia se te había cortado, pero tu falta de sangre hizo que, al dormir en el viaje, no volvieses más a despertar.

En el recuerdo siempre perduraras como la más valiente y, en breve, habrá que reponer tu falta, pues animales como tú son imprescindible en una rehala.

La última montería

No podía imaginar, aquella mañana, el regreso que por la tarde nos esperaría. Pero, aun encomendándome a algún santo de esos a los que siempre solemos tener más fe, Dios quiso que este día fuese desafortunado para Bruja, a pesar de las bendiciones matinales.

Hace ya algunos años mi rehala pecaba de cobardía, en ciertas ocasiones pasé serios altercados a consecuencia de los enfrentamientos con los jabalíes. Me puse manos a la obra, indagando sobre buenos perros de presa, con la ayuda de mi estimable amigo Pepe Pérez, de Almendralejo. Cierto día me dijo: «Tenemos que ir a ver unos perros de presa que quitan el hipo. Son extraordinarios, de hechuras descomunales, perfectas para lo que tú buscas». Así que nos desplazamos a ese pueblito llamado Lacara, próximo a Montijo.

Allí, José, más conocido como Polo, nos recibía y enseñaba aquellos perros. Tuve que tirar del pañuelo para limpiarme la baba que se me caía al ver tan preciosos y conseguidos animales. Eran formidables, perfectos en su morfología, subcampeones de España en su raza y, tras lo que nos contaba Polo de sus salidas al campo, decidí a adquirir una pareja. Tocaba esperar, pues su clientela estaba muy saturada. Tras la intervención de mi amigo Pepe, que hizo hincapié en mi necesidad de adquirir un perro de esa línea para mi rehala, Polo me prometió que algo haría para la próxima camada. Pasó el tiempo y, por primavera, recibí una cordial llamada de Polo: «Pásate por casa que tengo algo para ti». Allí una grata sorpresa me esperaba: una perra con tres cachorrillos jugueteaba en el corral de su casa. «Estás a tiempo, elige la que más te guste». Así lo hize y, como niño chico el día de Reyes, venía encantado con aquella juguetona perrilla. No había día que, al llegar a la perrera, aquella perrita hiciese alguna carantoña para llamar mi atención. Mi hijo jugaba con ella, así hacíamos las relaciones más sociables, desquitándose de ese mito que los perros de presa tienen. Era magnífica, juguetona, obediente, más de una vez se echaba con su barriga para arriba para eximirse de culpas, pues era cierto que ella nunca se metió en broncas en la perrera. Creció y creció, su aspecto era respetuoso, me seguía a todas partes y hacía honor a su raza con sus formidables hechuras, pegada siempre a mis talones e interviniendo en los momentos más complicados y decisivos. El fin de semana anterior a su fatal desenlace, hizo buena gala de su condición, cuando, junto a su hermano, Lobo (un año más tarde Polo me consiguió otro ejemplar), apresaban un venado en una charca. El espectáculo, digno de ver. ¡Qué bien se ganaban el sustento esta pareja! Pero vallamos al día de hoy.

Montería de familia, dieciséis puestos, tres rehalas, todo un buen cúmulo de condiciones para que el día no tuviese desperdicio. Aquella mañana abría la puerta de su perrera, con la ilusión puesta en verle protagonizar algún fabuloso lance. Llegada a la finca y las posturas ya salían para sus afortunadas posiciones. Tempranito se preveía el comienzo, así que, últimas indicaciones para organizar la mano lo mejor posible. Juan, cuñado de la propiedad y llegado desde Madrid, nos acompañaba a la suelta. Él no era cazador, pero le encantaba el campo y la naturaleza, así que se desplazó con nosotros y su cámara para inmortalizar la bella estampa de la suelta. Mi compañero del día era Jonathan, de Rehalas El Fune, quien ocuparía la mano derecha de la mancha, yendo yo por el centro y Juan Barriego a la izquierda. Al poco de soltar, una ladra nos alegra la mañana y, al poco tiempo, un joven jabalí es apresado por los perros. No bien habíamos reanudado el camino, cuando, de nuevo, arranca otra ladra. Escucho atento el desenlace y en un momento el cochino es agarrado por los perros. Raudo, comienzo una veloz carrera que me hace llegar al borde del monte, donde un tramo no superior a 200 metros el campo se encuentra labrado. Un puesto que está un poco más abajo, en una charca, ha visto el cochino y me comenta que era un buen ejemplar y que, por prudencia, no le ha disparado, pues iban seguido muy de cerca por los perros (excelente detalle el de Luis, propietario de la finca). Pues nada, la ladra continua y se adentra en el interior de la mancha, allí los perros le persiguen y parece que aquello va para rato, pues no acaban de regresar.

Conversando con Luis, me indica la querencia de los cochinos y dónde se podían albergar más ejemplares debido a la espesura del monte. Al poco comienzan a regresar algunos de mis perros y compruebo como Brujo trae un corte en el costado, justo debajo de la axila. Inmediatamente lo reviso y, en principio, no parece ser nada grave; es profundo, pero no ha pinchado ningún órgano vital.

Preocupado por el suceso lo hago saber a los compañeros y nadie sabe nada. Compruebo en el monte como una pequeña plaza con muchas jaras rotas había sido testigo de un agarre. Con un poco de preocupación comienzo a subir la última morra, donde, al coronar, están los puestos de cierre.

Un par de ladras más en la subida y aquello parecía finiquitado. Ya en la cuerda nos disponemos a dar la vuelta y comenzamos a llamar de recogida a nuestros perros. De pronto, se levanta un cochino a escasos metros nuestros, pero ya en la finca vecina, y se adentra en ella llevándose tras de sí toda la rehala. Les animo desde lo más alto de los canchos esperando que el puesto de retranca que diviso culmine el lance. He conseguido ver desde mi posición al jabalí y apenas tiene 40 kilos, saca distancia a los perros y acaba adentrándose bastante en la finca vecina. Antes que se dispersen más, comienzo de nuevo a llamar a los perros. Ya les vía a casi todos subiendo de vuelta.

De repente, un perro ‘da a parado’; enseguida, toda la rehala le cae encima y grandes quejidos de los perros auguran lo peor. Veloz me tiro de los canchos donde me encontraba y voy al encuentro. El monte es muy tupido, umbría de jaras, ahulagas, brezos componen un temido pasillo hasta el agarre. Fueron, quizás, un par de minutos o tal vez menos, pero a mí se me hizo eterno. Los perros se quejaban y el cochino no decía ni pío. Al llegar al lugar, Jonathan había sido más rápido y había acabado con la vida del macareno.

Mientras observábamos exhaustos las tremendas defensas, Johnny me avisa: «Tu perro, ése negro, corre, corre, que se muere!». Rápido me tiro al suelo, saco el botiquín de urgencias e intento arreglar la temible puñalada. Bruja ha recibido dos cortes en el cuello, gravísimos, uno de ellos cortándole la carótida y como un chorro de la más abúndate fuente, emerge la sangre de su garganta. Imparables, el nerviosismo y la desesperación invaden nuestros cuerpos, ante la mirada del montero desplazado allí desde su postura. Incluso el collar le arrancó el bravo jabalí, pues lo tomé del suelo e intenté con él hacerle presión a Bruja en su garganta. El elástico que llevo no hacía parar la sangre, al igual que las múltiples gasas. Todo empapado… ni en el mejor quirófano aquello hubiese sido remediable. Igual que en la muerte de Paquirri, la Bruja era consciente de la gravedad de la cogida. Ante la imposibilidad de otro arreglo, presioné con mi guante sobre su garganta, haciendo un poco menos caudalosa la pérdida de sangre. Entre la desesperación del altercado, se agrava el asunto cuando mi querido compañero de fatigas, Brujo, se presenta allí con cuatro puñaladas: en el muslo, en el costillar, en la axila y en la garganta. Está machacado. Desconsolado, cargo con Bruja en mis hombros, aún sangrando, en busca de la suelta. El camino de regreso es largo, tal vez 2,5 kilómetros hasta el camión. No me pesa Bruja en mis hombros, aguantaré con ella hasta el final. Allí le intentaremos recomponer con el botiquín y más apaños. Pero el camino es como de Pozoblanco a Córdoba. El tiempo apremia, de vez en cuando paro a ver su estado, la acaricio, le animo, pero la sangre no cesa. Por momentos parece parar, pero sólo por momentos, pues en breve vuelve a brotar de su cuello. En el último tramo mi camisa ya está empapada de sangre, siento un frío correr por mi brazo, bajar por mi axila y llegar a mi torso. Es una sensación indescriptible, de una despedida inusual, no puedo parar más, deseo llegar cuanto antes para curarle, pero su cuerpo comienza a enfriarse en mis hombros. Al llegar al camión la sangre se ha coagulado en su cuello, aún tiene vida, existe la esperanza… antihemorrágicos, antibióticos, etcétera, todo rápido le suministro, pero Bruja tiene frío, mucho frío, busca el sol, se echa y comienza a tiritar. Junto a su hermano Lobo se echan en el portón del camión, creo que despidiéndose. Nosotros mientras, con la ayuda de Jonathan, cosemos Brujo de las puñaladas que ha recibido en su cuerpo.

Una vez todo recogido marcho para casa, no sin antes parar un par de veces para ver el estado de Bruja. También me comunico con mi veterinario de urgencias, José Carretero, durante el trayecto a casa, para intentar una posible transfusión de sangre. Le cuento lo sucedido y sus palabras son: «Reza, reza todo lo que sepas a ver si te da tiempo a llegar aquí». Al llegar a la perrera Bruja no se baja, paso dentro del camión, le toco y ya no respira, ha comenzado un sueño del que nunca más despertara. Todo perdido, amargura, sinsabor, rabia…

Pero existen amigos para reconfortarte que te dicen: «Siéntete orgulloso, murió haciendo su trabajo, para lo que tú la criaste, la caza, qué honor morir en el monte, toda una figura. Guárdate el recuerdo imborrable de esa magnífica perra que murió con lo que más le gustaba: la lucha con un buen jabalí». Hasta siempre, mi estimada Bruja.

 

Por Quirico Matamoros.

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