Relatos

La Fe mueve montañas

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Allí está, la cima inalcanzable en la que acampan todos los sueños. Allá, donde a Dios se le mira a los ojos y al mundo al cogote. Ese lugar -esa cúspide ilógica- fuera de toda humanidad donde solamente los locos son capaces de escalar.

Es el último día, última oportunidad, última bala para quemar. Todo o nada. Y la situación se complica porque viene tormenta. Los guías están nerviosos pero mi joven corazón no pierde la esperanza de que la balanza caiga a mi favor en cualquier momento, que la ruleta cambie de negro a rojo. Que la desesperación se convierta en luz.

Aún no es medio día. Vemos una torada de íbices, todos machos y preciosos. Están sesteando sus miserias sobre un peñasco. A lo lejos se aproxima una ventisca, lo sé, lo saben y van a moverse de un momento a otro. Están demasiado lejos. Hay que acercar el tiro como sea. Eso está donde el viento da la vuelta. Necesito más proximidad. Están a quinientos metros. Quítame un ciento y les parto el corazón. Lo juro.

Damos un rodeo para movernos a la zona donde habrían de carear para evitar la tormenta. Se mueven, ganamos metros, se acercan. Me echo al suelo, meto la ceja en la lente y agarro la espingarda con toda la mala leche de mis treinta primaveras. Disparo cuatro veces y echo dos a rodar. Parece que el mundo sonríe ahora. Pero no, porque aquello -ese preciso instante- marcaría la mayor hazaña de mi vida de cazador.

Al tiro asoma una pelota de cuatro carneros. Están lejísimos pero las balas vuelan, no corren. Desde el mismo sitio, tras meter cuatro cilindros en la recámara, compruebo metros. Los carneros están asomados a una atalaya donde la nieve empieza a caer con intensidad. Corrijo a pulso, busco al grande, al que hace buena rosca, disparo y echan a correr. Tiro de cerrojo, corro la mano, y mando las otras tres perlas en menos de un pestañeo.

¡Va herido, lo juro! ¡Va tocado! Lleva la bala clavada en el vientre, junto a la pata izquierda. Va jodido. ¡Vamos por él! Los guías me detienen. Insisto. Están muy serios, observan el horizonte, parece que viene la tormenta del apocalipsis. Les miro a los ojos con tantas ganas que no hacen falta palabras. Es probable que con la nieve todo rastro se borre. El probable que la ventisca nos obligue a resguardarnos en alguna cueva. Es probable que esta empresa se vaya  al carajo. Es probable que este extremeño sea un iluminado y un patriota. Pero esto no es cuestión de probabilidades, es cuestión de fe.

Subo al caballo de un salto, meto cuatro balas más y, sin consultarles, salgo sierra arriba dispuesto a morir allí, en lo alto de la cordillera más inhóspita del planeta, y si nieva,pues que nieve. Balas tengo. Lo demás que Dios disponga.

Los guías hablan algo en su idioma. Parece que han aceptado mi órdago y, puestos a hacerlo, deciden colaborar. Escalamos al alto más alto de los que he subido. El caballo se ha despeñado dos veces y dos veces me he lanzado de la montura para evitar ser aplastado. Atalayamos. La nieve está cayendo con fuerza. Hay que encontrar el rastro, cuanto antes. Hemos de dar con él. Antes de que el manto blanco todo lo borre. Los jamelgos se están ganando la talega de pienso, qué pulmones.

Cortamos el rastro de los cuatro. Uno de ellos se ha desprendido del grupo y va llaneando por la intensa estepa. La nieve parece que va a borrar todo. Los guías quieren desistir, con toda la razón. Me pongo en cabeza. Espoleo la montura. Dios dame tu luz y yo te daré mi esfuerzo. Besé mi medalla de la Virgen de Guadalupe. Cae nieve y frío como si fuera de noche. Cierro los ojos repletos de hielo. No es cuestión de probabilidades, es cuestión de fe. Y paró de nevar. Lo Juro.

Vamos siguiendo el rastro por la nieve helada. El carnero nos lleva ventaja, es un tiro suave, puede tardar días en caer. Pero hay que perseguir la presa, hay que correr a la meta como si fuéramos a ganar. Hay que buscar el gol hasta que suene el silbato. No podemos pensar en el calor de la lumbre, en la sopa caliente o en el tacto del saco de dormir. Ahora hay que pensar en el frío, en el dolor y en la angustia, hay que forjarse con lo tremendo del momento. Hay que sudar a 20 bajo cero, apretar los dientes hasta que te duelan las sienes. Y rezar, rezar mucho, para que la fe nos lleve a ser más fuerte que las probabilidades.

El rastro se ve nítido en la nieve. El cielo está tranquilo. De pronto veo cómo otro rastro se cruza con el que seguimos. Y ha cambiado su rumbo para seguirlo. Va delante de nosotros, un lobo, muy grande, solitario, ha cortado la sangre tenue de un tremendo carnero. Sin saberlo, el cazador nato de aquellas sierras está siendo utilizado como el mejor de los perros de rastro. Desmonto. Pongo mi dedos sobre las dos huellas –carnero y lobo- entremezcladas. Miro al cielo y aprecio un tenue, muy tenue, rayo de luz. Hoy va a ocurrir algo muy grande. Y los soñadores vamos a ser testigos.

Avanzamos ligeros. Los guías se descomponen. Su mirada es seria y tensa. Son tan conscientes como este optimista de lo que puede ocurrir. Llegamos a un tremendo desfiladero, un rambla vertical con otra barrera empinada de frente. Mis compañeros me aseguran que en el fondo están nuestros objetivos. Que de ese lugar no puede salir el carnero. Tenemos que aproximarnos a pie. Me pongo el primero. Es un barranco no apto para conscientes. Avanzo. Caigo dos veces. Me resbalo. Y quedó prendido de una afilada pizarra que me corta la mano. Estoy a punto de despeñarme, de matarme de verdad. La adrenalina me ciega. Voy a morir si no suelto el rifle. Una mano mágica me sujeta del abrigo y mis amigos me ayudan a componerme y volvemos. Es una locura seguir por ese sitio.

Damos un pequeño rodeo. Estoy como una pila. Mis guías también. Ahora, el que va primero, hace una pequeña asomada y queda petrificado. Ligeramente mueve su dedo y despacio retrocede. Me mira. Me lo dice todo. Te toca chaval. No va más. Vámonos polvorilla.

Asomo… Regalo por un día tan duro, por una apuesta tan arriesgada. Aquella imagen era el premio, el sueño cumplido, el cuadro más sublime que las pupilas de un cazador puedan robar: un carnero, enriscado. A su alrededor, sin detenerse, una fiera tremenda, solitaria, vieja como la noche, dando vueltas sigilosa, sabiendo el fin de su presa que, poco a poco, se va desangrando. El carnero no le pierde la cara. Golpea con su mano derecha el suelo, en señal de reto. Y el sol apareció delante de un cielo azul intenso.

El lobo oye algo, ha percibido algún peligro y huye ladera arriba. Los guías se descomponen. Me siento, saco tiempo para sujetar sus antebrazos para transmitirles serenidad. Esa falda tan escarpada obligará al lobo a detenerse un segundo. El animal mira hacia los lados, no sabe qué ha oído. Es mi baza. Sujeto mi medalla con los labios. Meto la cara. Dejo caer la medalla y le lanzo un silbido. El lobo queda petrificado, orejas horquilladas, hocico lleno de nieve. Sus ojos miraron a donde estábamos. Y supo que estaba perdido. BOOOM! Se escuchó el inmenso trallazo que lo dejó seco. El cuerpo comenzó a deslizarse por la nieve valle abajo.

Me puse a temblar. Se me cayeron dos lágrimas de la tensión, la presión y el esfuerzo. Los dos inquietos guías han perdido su nerviosismo. Uno de ellos se agacha, me mira, sujeta mi cara y, tras sonreír, me dice en un rarísimo inglés:

-You no finish my friend..

Cerrojeé. Avancé en solitario los pocos pasos que me separaban de poder contemplar el desenlace: El carnero no se ha movido, me contempla regio, gallardo, herido pero subido en su trono. Apunté con todo mi corazón, dándole gracias a ese animal, con el respeto de ganador y vencido. Y agoté su sufrimiento, su salvajismo y altanería. Y se derrumbó rondando a un par de metros de su depredador nato.

Llegué el primero, temblando. Llorando de adrenalina. Me quité el abrigo, solté el arma y abracé mis trofeos una y mil veces. Y, de rodillas, besé mi medalla de la Virgen de Guadalupe, Patrona de la Hispanidad, dándole gracias al Altísimo por otorgarme la locura, la pasión y la constancia para no abrazar la facilidad, no dejarme llevar por lo imposible.

Dicen que la fe mueve montañas, pero en realidad lo que mueve es a las personas para darles el valor de atravesarlas.

 

Por Lolo de Juan.

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