Campeando Relatos

Monteseros, por Ernesto Navarrete

Mi respiración chufla como un tren de carbón mientras mis piernas, todavía útiles, avanzan paso a paso clavando sólo la punta de las botas. Vamos subiendo. Llevamos ya una hora de ascenso y aún queda barranco por encima. La gente joven abre cuerda, y senda, ya que hace tiempo que abandonamos la trocha y ahora avanzamos en vertical en contra de la ley natural de la caza. No queda mucho tiempo para la suelta y somos nosotros los que cerramos el resaque por la cuerda.

Me encuentro por tierras jacetanas detrás de los cochinos, «tocinos» les llaman aquí. Gente recia y dura como su pino negral, acostumbrados a los fríos polares y con unos cuartos traseros gordos como baobabs entrenados en la subida de torrenteras, barrancones y chimeneas donde el agua y la vegetación dominan el espacio vertical. Parentela de manos con piel acorchada que sólo verlas se orienta uno de qué frío han pasado y cuántas púas han taladrado su corteza.

Subimos y subimos, cortábamos terrazas donde anidan las hiladas de pinos de vete a saber qué año, echábamos las manos al boj para ayudar al cuerpo en la ascensión y evitábamos las aulagas amargas que nos arañaban las pieles sutiles de nosotros, los urbanos.

El guía nos apremia al mismo tiempo que en la lejanía se escuchan los ladridos apagados de los sabuesos y grifones que, en los remolques, se quejan del porqué de su prisión. Arreamos un poco más generando mayor presión en la caldera del pecho, ya caliente.

A trasluzones, evitando jarazos en la cara en nuestro avance, disfruto contemplando al boj que aquí hace de jara pirenaica y aplasto presuroso al tomillo montañés que en estos campos es la gayuba y que, a diferencia de nuestra aromática mediterránea, ésta es algodonosa al pisarla. Ya coronando, un rodal de quejigos me llena los pliegues sucios de mi morral con hojas tostadas de roble. Por vez primera y entre gotas de sudor oteo la que debe ser mi postura, se encuentra encabalgada a una terraza caliza que a modo de balcón divide la solana en horizontal muy poco antes de encumbrar. Después de las correspondientes instrucciones de seguridad y de ubicación, la partida se da un respiro y reinicia su andadura, faldeando, para colocar a las siguientes esperas a lo largo de la terraza, cerrando ya la linde de la cuerda.

Son los monteseros de Gredos, ¡pero en el Pirineo! Su caza es antipática por lo duro, incómoda por sus condiciones climáticas, agotadora por su exigencia física y paciente por su escasez y dificultad en meter las reses en las escuetas posturas dentro de un horizonte de monte casi infinito

Me quedo sólo con mi sudor dentro de los hilos de la camisa, me abrigo más y leo los comentarios que el campo me enseña. Descubro los pasos posibles de corzos y cochinos; intuyo las pistas de estos últimos buscando las bellotas diminutas de los quejigos y fijo los tiraderos posibles en caso de fortuna. Recupero el pulso ordenado de mi organismo y con mis prismáticos en máximos entreveo por las copas de los pinos la corta serpiente de mi armada recolocando las últimas puertas. Mientras les pierdo de vista al sumergirse de nuevo en ese mar de acículas picudas me acuerdo de Alfonso Urquijo y su devoción por estas gentes. Esta caza pirenaica es tan distinta a la sureña que, por ello, a mí, me resulta más auténtica. El arma, bien de tubo bien de ánima, no lleva envoltura y tiene tantas marcas como heridas su dueño, por zurrón se lleva una mochila o siquiera bolsa donde se revuelven cuerdas, navajas y nada más. De abrigo llevan poco y por color el militar más parco, eso sí, por calzado botas alhajadas de pringue, pero no de tienda, no, las botas tufan a grasa de jabalí entrearañado de sangre y greda. Para mí, un primor.

Son los monteseros de Gredos, ¡pero en el Pirineo! Su caza es antipática por lo duro, incómoda por sus condiciones climáticas, agotadora por su exigencia física y paciente por su escasez y dificultad en meter las reses en las escuetas posturas dentro de un horizonte de monte casi infinito. Pero ahí están. Sábados y domingos, sin falta, sean tres o treinta, llueva o nieve, a las ocho en el cruce del pueblo y tengan los perros que tengan. Caza auténtica, ¡oye!

Como bandera lucen su especial camaradería, no les falta su covacha donde organizar las nuevas correrías, donde se aliñan los siguientes resaques y donde se ríen las bobadas y meteduras de pata de unos y otros. Camaradería que sobrepasa la caza y que, por lo general, se queda también en tiempos de trabajos y familias. Ellos le llaman cuadrillas y yo creo más en un término similar al de familia.

Eso sí, en el tema de perros me quedo mucho más con nuestra cultura del sur. Aquí, en el Pirineo, los perros son queridos y cuidados como en el sur, pero son menos, muchos menos. Los linajes son los propios de perros de rastro y la chilla no es tan emocionante como en el sur. Siempre digo que en estos bosques meter una rehala de veintitantos campaneros que den con una partida de cochinos haría temblar el robledal, pero no se puede tener todo de la vez.

Finalmente, otro de los matices dignos de reseñar es su respeto por la carne. Toda la carne se recoge a matacuelga y todos o casi todos aportan sudor a la entresaca. Eso hace también compañerismo y al sufrimiento común de arrastrar al tocino durante hora y media por el manchurrón se queda la satisfacción colectiva de arreglar la cacería entre todos. No existen bestias que carguen ni guías que recojan ni landrovers con remolques. Más aún, no hay ni carriles que hieran al monte para facilitar la saca. Todo, todo, es hecho a mano.

Acabé el fin de semana sin buenos resultados monteros y lo que más me dolió fue la cara triste de mis anfitriones por ello. Para mí ha sido una expedición deliciosa que me volvió a permitir disfrutar de otra caza y de redescubrir la caza esforzada, de valores más auténticos y de una simplicidad deliciosa y fácil. En la comida no encontré más diferencia que la propia del madeself, es decir, nos la hacemos y nos la comemos, sin más conjeturas. Finalmente, al guiñote, como siempre, perdí. 

Por Ernesto Navarrete de Cárcer

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