Se apagaron las caracolas y los perros descansan ahora sus aspeadas pezuñas. La luz de la tarde aporta aromas de primavera y a la noche le anteceden ocasos color bizcocho, cuando hace sólo unos días eran de un azul hielo que tornaba rápido a un negro frío.
Se retiraron los coches de las solanas y los cortijos volvieron a sus soledades eternas donde sólo rompe el tedio la visita obligada del vaquero o del pastor. Ya no merodean las ayudas monteras vigilando en amaneceres y atardeceres ni se carrilean las manchas apuntando pistas y cerrando gateras.
El campo reposará de los enredos monteros y las reses, como las olas, regresarán mansas a los abrigos del verde mar de jarales y encinares. Los cochinos, hartos ya de tanto pensamiento en sortear podencos, ocuparán sus tiempos en rehacer camas desechas por rehalas y podenqueros; las cochinas, por el contrario, ocuparán su tiempo en el arreglo de sus nidos donde los futuros verracos verán las primeras luces de su vida. Todo regresa a la calma, incluso el tiempo, que acababa su mejor rostro alejando sus ariscas heladas, regalando amaneceres cálidos y transparentes.
Por su parte, el tapete también se pone de arreglos. La hierba baja saca sus hilos al sol y éste, agradecido, les regala su verde más sedoso y charol. El vigor de la hierba nueva ahoga en color al pasto cenizo que aguantó quebradizo los ataques del invierno, derramando sus nutrientes al suelo con aquellas aguas de octubre. El matorral y el monte de cabeza acicalan ahora sus melenas, son tiempos de peluquería y las nuevas metidas del año tiñen a mechones femeninos la fronda adulta del madroño y de la encina.
Todo y todos hemos entrado en tiempos de composturas. Los capitanes de montería inician de nuevo la liga, barajando entre despachos y barras de cafeterías descartes y nuevas adquisiciones por nuevos desempeños. Los muleros, perreros, guías y postores mudan sus coletos y cierran los tratos de las nuevas pelas, corchas y oficios municipales a la espera de la nueva temporada, dándoles la espalda ahora a reses y cochinos.
Nosotros, los monteros, también mudamos de piel y entre que esperamos las jornadas corceras, retomamos las labores domésticas que habían quedado aparcadas por las exigencias del cuero. Son tiempos de repasar tejados y paredes, coser cercas y bachear los pozos de los carriles. Hay que arrimar la leña que quedó esparcida por la leñera debido a las prisas en los amaneceres de ayer; se inician las podas para guiar las encinas jóvenes, olivar higueras y almendros para que den fruto bueno en los venideros verano y otoño. La motosierra, los azadones y la cortahilo se vuelven ahora nuestras herramientas domingueras.
Y entre toda esta metamorfosis, el campo, en silencio. Un silencio que aprecio mucho, ya que la caza es algarabía, coches por el monte y gente por doquier, atentados al monte como yo digo. Por eso ahora, en este tiempo de cambio, valoro mucho este silencio de la mañana. Y mientras podo el limonero, herido por las heladas asesinas del pasado invierno y las tijeras de poda alivian de brazos muertos al pie que nos regala estas joyas amarillas cada primavera, un balido agudo y seco, casi imperceptible, me llega desde el barranco de La Negra… «¡Ya tenemos gabata nueva!«, exclamo.
Da gusto morirse aquí.