Campeando Relatos

‘Solo’, por Ernesto Navarrete de Cárcer

Hace frío, mucho frío y estoy cansado, aunque le belleza de ver a los dos machos de sarrio correteando por la nieve arrollándose uno sobre otro sin atender siquiera a mi figura furtiva echada en la nieve hace engañar a mi tullido cuerpo.

Estoy solo en medio de la nada y rodeado de nieve, frío y soledad. Mi compañero de fatigas y yo nos separamos hace ya más de tres horas sorteándonos los valles objeto de nuestros recechos y de esta manera poder batir más terreno, a mi me tocó el vallejo alto que circunda el refugio por su trasera y sabiendo lo que era inicié una subida penitente. El rebaño lo divisé relativamente pronto, aunque a mucha distancia, lo formaban un par de docenas de animales donde sobresalían dos matreros negros con trofeos aceptables, el resto hembras y chivos. Llevaba más de dos horas detrás de ellos, pero cada vez que acortaba distancias me divisaban y en un santiamén volcaban de arista y volvían a sacarme otros trescientos o cuatrocientos metros y vuelta a empezar.

Me encuentro en el Pirineo aragonés, más cerca de Francia que de Huesca, la nieve lo inunda todo y en la zona baja, a primera hora de la mañana, los pinos soportaban cargas importantes de nieve sobre sus ramas, ahora ya más alto, no hay pinos ni rastro de ellos, la hierba de alta montaña está cubierta completamente de nieve y de hielo habiendo desaparecido del paisaje, sólo se observan algunas coronas de las escobas que perviven asomando por el manto de nieve delatando su presencia debajo de ella y eso a mi me consuela porque me sirven de apoyo y sostén en mi avance ya que no voy bien pertrechado y en esta ocasión no llevo las raquetas.

Los machos continúan sus carreras mientras el rebaño carea sin detenerse alargando su distancia de mí, vuelvo a levantarme y al sacudirme la nieve de la ropa noto el cansancio que se va acumulando. La edad me enseña mis años y compruebo que mis reservas ya no son las de antes.

Volví a colgarme el monotiro en bandolera por delante y clavando mi vara en la nieve inicié el enésimo rececho tras mis machos, ahora tocaba subir un poco más hasta alcanzar un collado por donde la manada había volcado buscando posiblemente el socaire de este cielo nubloso y gris. La subida después de tanto tiempo caminando se hace pesada notando que subo con poco avance y a medida que asciendo por la silleta del collado el rebelde aire se va concentrando y la ventisca levanta bruscamente la arena de hielo que golpea mi cara. Avanzo y solo escucho mi respiración forzada y el chasquido del avellano al hincarse en la nieve y su quejido de cristal al girarlo en mi avance arañando el hielo que habita bajo la nieve. A mitad de la silleta me encuentro con una placa de hielo que en caso de desgracia me puede resultar caro de forma que debo rodearla por abajo y retomar de nuevo mi ascenso por la cara izquierda del collado, me desespero, pero no pienso. Mejor, no quiero pensar. Hago el descenso y retomo el camino volviendo a pisar mis huellas primeras, la tarde no descansa y la luz va perdiendo intensidad, sigue el cielo gris y en el nuevo ascenso con el sudor por dentro de la ropa y la vista clavada en el suelo observo como la ventisca esculpe en la nieve siluetas fluidas que redirigen los aires fríos e inhóspitos. ¿Estarán mis machos tras el collado? ¡No aguantaré mucho más y el refugio se debe encontrar a no menos de hora y media de marcha sin caza!

A la felicidad de coronar el collado se le une el estorbo de la ventisca, pero también el espabile del instinto cazador. Lo más rápido que puedo cruzo de valle buscando el sotavento a la vez que voy rescatando los prismáticos de mi marsupia de goretex y plástico. Me sosiego apoyado en el hielo y encajonándome entre monolitos de caliza sin liquen me descuelgo la mochila y me quito el ‘collar’ del monotiro aliviando de momento mi cansancio. ¡Ahora floto!

El rebaño está cerca y tranquilo, aunque sí terciado respecto a la vertical por donde yo coroné. Me toca faldear a media ladera y ello obliga a descubrirse nuevamente. Mi respiración es todavía bronca y los prismáticos se me empañan nada más acercarlos a los ojos. No pienso mucho más, me clavo nuevamente la mochila y el rifle notando el sudor ya frío de mi espalda al recibir la carga. Inicio el faldeo y a mitad de él me hundo en un blandón de nieve polvo que me entierra hasta los ijares. Estoy a descubierto de mis machos y no puedo moverme, intento el avance tirando de riñones, pero el desgaste es mayúsculo y el avance nulo. La vara que ha sido mi aliada durante toda la jornada se vuelve ahora tan torpe como yo y solo me sirve de estorbo, mis movimientos estériles han conseguido alertar al rebaño que nuevamente inicia su escapada ascendiendo con idea de crestear y volcarse de nuevo. No puedo más y sea como sea el rececho debe finalizar aquí. Abandono la vara clavada en la trampa nival, me desabrocho la mochila dejándola caer sobre la nieve y me lanzo a nadar sobre el manto blanco que me atrapa, me doy cuenta que tengo el rifle debajo de mí sacándolo empapado de nieve y frío. Busco un apoyo por leve que sea, pero no encuentro roca alguna. ¡El rebaño ya está volcando, pero mis matreros siguen yendo los últimos!

A cuatro metros de mí encuentro una asomada de escobas donde la nieve y el hielo han provocado un ligero abultamiento que me permitirá clavar mi monotiro, avanzo como puedo ya libre de cargas y al llegar me tumbo sobre él hundiendo la culata del rifle en el hielo y clavando mi mirada en la óptica. Los veo a punto de volcar empañándose la lente con mi sudor, quito la puntería y por fuera del visor analizo de nuevo las situaciones, ¡tiraré al segundo…. Al último!

Fijo de nuevo mi ojo en la óptica y con el dedo intento desempañar la lente, cojo la puntería e intento calmar la bomba de mi pecho. Ciertamente no lo logro, pero creo que no hay otra oportunidad. Meto al macho en la cruz, está medio cruzado y por encima de mi dándome la espalda, no es tiro muy limpio, pero es lo que es, mi última oportunidad.

El disparo atrona el valle y tras la lente empañada veo como el macho se levanta de manos y vuelca. ¡Ya es mío!, pensé.

Clavé mi cara en la nieve de puro agotamiento y por vez primera me abandoné completamente liberando la tensión de toda la jornada, en seguida me vino a la mente el regreso y la luz que me quedaba. Alcé de nuevo la vista hacia la arista sobre la que habían volcado y tras ella empecé a ver como iba apareciendo el rebaño que ahora sí apretaba el paso escupiendo nieve y hielo tras sus pezuñas. Pasaron las rebecas y los chivos y esperé a que apareciera el macho que quedaba, así lo hizo, corría con el miedo de la muerte tras él y al rato… apareció el segundo. «¡Es mi macho!», expresé.

Efectivamente ahora veía como mis dos machos corrían y volcaban de nuevo un collado que les libraría para siempre de mí. Iban llenos de vida y miedo, pero libres y sanos. El abatimiento me inundó y ahora sí ya podría volver al refugio a calentar mi fallo en una lumbre de rencor y de recuerdos.

Solo, me encuentro solo y abatido, cansado y con ganas de llorar presintiendo el amargo de un regreso de vacío, pensando ahora qué leches hago yo aquí y cómo regresaré al refugio de mis penas. El fracaso también es la caza, me obligo a repetir. También sé que cuando me encuentre ante la lumbre y recompuesto con una sopa caliente, recordaré este día con deseo y con orgullo, tendré este recuerdo siempre para mí y escribiré mi relato para otros que no pueden subir estas montañas ni respirar este cielo. La montaña me ha vuelto a ganar.

Un artículo de Ernesto Navarrete de Cárcer

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