El rincón de "Polvorilla" Relatos

‘Dos mil días’, por M. J. Polvorilla

Qué compleja es la vida. Qué desigual en cada etapa. Vengo con los instintos adormecidos, un poco embobado, casi melancólico. Los ojos están chisposos y me noto más parco al hablar y al escuchar. Voy en el coche camino de mi última tarde como capitán del navío, de mi última batalla como general de división. Sólo me mantienen los recuerdos de una guerra que ha durado un lustro… y se me ha colado entre los dedos como la arena del mar…

Entré en la Dehesa de Castilseras con 28 años y una empresa al borde, casi al límite, de la quiebra absoluta. Me pusieron delante un proyecto tan disparatado -tan grande para mi pequeña edad- que lo acepté sin vacilar, no por valiente, sino por inconsciente.

En sólo un año convertimos los números rojos en negros, el equipo humano se mantuvo intacto y la ganadería ovina y vacuna dobló su cabaña, las hectáreas sembradas se triplicaron y la bella camuflada en fea estaba siendo la más guapa del baile.

Hoy he dado mi último paseo. Solo. Como solo tomé todas las decisiones que me persiguieron durante estos casi dos mil días. Enfrentamientos serios con la Administración, con los muchos políticos deleznables que abundan (que no imperan) en este sistema gubernamental, la Confederación, forestales… Charlas y tratos con furtivos y alimañeros, pactos de hombres de sierra en los que el respeto se paga con respeto y mano izquierda. No me jodas la mancha, fulano, que a buenas sumamos juntos más que a malas…

Sólo me quedaba el caballo por cargar en la maleta. Nada más. Lo he dejado para lo último, como deja uno para el final la guinda de la tarta para quedarse con el sabor más dulce. Talibán no quería irse. Realmente, yo tampoco. Pero mi caballo no entiende que en este mundo a veces cuanto más fuerte peleas, con más valentía y honestidad, te cesan. Porque el ser bravo tiene sus consecuencias cuando se está rodeado de cobardes. Y mi cruzado no entiende que en nuestro gran país son los más inútiles, los más rastreros, los que a veces ocupan los mandos de la Administración. Y algunas otras presiden una empresa de carácter público.

Eché la vista alrededor jurándome no olvidar nunca cada rincón de aquellas sierras. Cada paraje de la Dehesa de Castilseras. Olvidé lo malo y me aferré a los grandes recuerdos, las tardes de gloria tras una gran montería, las parideras inmensas y sanas de ocho millares de merinas. El recrío, la esquila. Los tratos con tratantes que todas se las saben, que nos han hecho aprender que el último duro ha de llevárselo otro y que un apretón de manos vale más que cualquier documento escrito.

Me despido Castilseras, he sido el peor alumno de la clase, pero, sin duda, el que jamás olvidarás. Si de algo puedo sacar pecho es de no haber cedido nunca ante aquellos que quisieron hacerte daño, pues despertaste en mí la ilusión por mejorar, por crecer y por hacer aquellas labores que mis ojos no verán pero sí disfrutarán los que vengan…

Recuerdo una tarde en la que iba de caza con un sobrino. Sus nervios por la primera vez, su intriga, su inquietud…  Como el primer beso, el primer abrazo o el primer brindis por algo en lo que creemos. Ahí me di cuenta que no es la primera vez la que más cuesta… sino la última.

He dejado lo mejor de mí en aquellas sierras… Sin olvidar que mi caballo, el mítico Asesino cuya historia es inmortal al paso del tiempo, queda enterrado en algún rincón de una de las fincas más importantes de Europa.

Siempre te recordaré con la mejor sonrisa. Gracias por todo lo que me diste y me arrancaste sin que yo hiciera nada por evitarlo. Gracias con el corazón, Castilseras.

Por M. J. “Polvorilla”

 

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