Campeando Relatos

‘Un fantasma con cuerna de marfil’, por Ernesto Navarrete

Amanece un día nuevo que tiene luz de primavera y que dibuja en el celeste cielo nubes de poco peso, pero grises todavía al darles la luz de canto. Mi ánimo pletórico, como cada vez que recibo la alborada vestido de caza, y además sereno al encontrarme recorriendo callejas de un pueblo casi abandonado por el éxodo del mundo rural al urbano.

Pienso en estas casas arruinadas por el paso del tiempo y del frío, abandonadas a su suerte que intuyo cargadas de herencias sin firmar con decenas de propietarios unidos por esta penitencia de una casa que en su día albergó familias, sueños y amores, pero que hoy firman la muerte de un modo de vida. Los aperos labriegos oxidados adormecen en las afueras del pueblo esperando máquinas que ya no volverán y yo, iluso de mí, deseando esta vida de sosiego y de verdad. Tierras sorianas, tierras frías, tierras viejas, tierras de viento, pueblos vencidos con gente recia, fuerte y sana. Tierra de campos donde el cereal campea con la industria del cerdo blanco, gente de regate corto y directo acostumbrada al madrugeo y a mirar al cielo leyendo el agua.

Iniciamos la caza apostándonos en las terrazas de un tomillar que con su altura se convierte en un balcón donde el día nos enseña labranzas salpicadas de manchones de aulagas, espinos y barbechos, algunos de ellos coronan con roquedos de caliza que impiden el laboreo continuo, dándole vida al monte.

Gemeleamos y gemeleamos todavía con la luz horizontal de un sol perezoso y con el ánimo mayúsculo de un día de caza por iniciar. Divisamos ya las primeras reses careando despacio por los linderos de las siembras, son difíciles de avistar ya que la tenue luz del amanecer esconde el pelaje de los corzos con la tierra gris del tomillar y sólo se les descubre cuando el escudete anal de su trasero blanquea delatando su presencia. Tenemos varios grupos de hembras donde reina algún machete de poca talla. Insistimos en descubrir todos y cada uno de los congéneres que conforman cada grupo, esperando delatar al macho dominante que en cualquier momento pudiera aparecer y dar un giro al interés del rececho, pero nada, no hay más que machetes jóvenes.

Cambiamos de ubicación, nada, unos cuatrocientos metros más al sur y coronamos un machón apostándonos tras un roquedal al abrigo del aire e iniciamos de nuevo el barrido con la óptica. Esta vez sí. Diviso algo lejos, un grupo de cuatro corzos a media ladera en un tomillar dominante, tres de ellas son hembras y carean lentamente, pero el macho que va más alto me llama la atención porque su trofeo me confunde. Están lejos y la luz aún no es la mejor, pero cada vez que el macho, oscuro de cuello y con escudete gris, levanta la cabeza observo un trofeo que me parece blanco. ¡Blanco! ¡No puede ser! No digo nada a mi compañero Ricardo y me coloco al pie de un roquedo donde apoyar mi Swarovski para evitar el balanceo que mis nervios y el tozudo aire generan en mi visión. Ya sin tiemblos, observo con detalle al corzo y, efectivamente, veo con claridad que se trata de una cuerna blanca, blanquísima, y con una masividad de trofeo digna del rececho, posiblemente la cuerna tenga alguna deformidad ya que atisbo a creer que le nacen más de dos cuernas del cráneo. Ricardo y yo analizamos la entrada, marcando el inicio del rececho.

Hemos acortado distancias apoyándonos en el coche, el cual abandonamos en una zahúrda de pastores. Nos encontramos ahora subiendo por una hoja de siembra de cereal que termina en un otero de tomillos, casi en la misma cresta y que es donde creemos podremos avistar al grupo que buscamos. Vamos despacio y sin manchar al sonido, ya que la siembra es aún incipiente y lo conforman pequeños ramilletes de hojas verdes de un trigo alineado y suave.

Próximos a coronar ralentizamos el tranco, vamos dando pequeños pasos a sabiendas que pronto divisaremos la escena y…. así fue. «¡Ahí están!», exclamé con voz mullida, mientras agachaba la cabeza y echaba el cuerpo a tierra iniciando mi avance de comando. Reptamos ya sabiendo que el desenlace se aproximaba, eran pocos los metros que nos faltaban hasta alcanzar la hilera de tomillos desde donde había pensado ultimar el rececho. Poco a poco avanzamos mientras empolvábamos nuestra ropa de una tierra llena de caza y de deseos, llegamos a nuestro atril de tomillos y allí estaban. ¡La entrada ha sido perfecta!

El grupo lo conformaban tres hembras, dos de ellas intuyo que preñadas ya que sus panzas evidenciaban maternidad, el macho era una preciosidad, pelaje gris ceniza con el cuello casi negro y coronaba una cuerna de marfil muy masiva en su base y, efectivamente, ¡con un tercer cuerno desde la base que magnificaba el trofeo! Lo verdaderamente destacado era su color marfil, casi blanco del trofeo. Estaban tranquilos, careaban con sosiego y el macho no intuía el peligro que le amenazaba desde el otero de enfrente. Ricardo se preparó el disparo mientras yo le iba cantando en voz baja una canción de sosiego y dominio a la vez que mi óptica me dibujaba escenas del precioso macho.

–¡Con calma, Ricardo, están muy tranquilos, despacio! Ahora no, que se ha metido en la caja de la acequia y solo le vemos la cuerna. Deja que salga y se nos tercie.

Son momentos únicos, que solo los cazadores sabemos apreciar. Nuevamente nos hemos metido en su mundo. El mundo de la presa y el predador.

Pasaron segundos eternos donde el macho vagaba por el fondo de la acequia mientras las hembras careaban inermes por el tomillar. Mis prismáticos me regalaban de nuevo escenas irrepetibles, mientras nuestro macho ramilleaba espinos y festucas dejándonos ver su espectacular trofeo cada vez que levantaba la cabeza masticando su bocado.

–¡Tranquilo Ricardo, ya es nuestro!

Como era presumible, el macho salió de la acequia y definió el final del rececho. Salió dándonos su trasero gris que escondía su cabeza y cuerna, pero nosotros teníamos todo el tiempo del mundo. Aguardamos el mejor momento que tardó poco en llegar, se terció y entonces susurré:

–¡Ahora!

A doscientos metros de distancia el proyectil tardó poco en llegar. «¡Trasero!», espeté mientras que el rebaño iniciaba una carrera alocada escarbando la trabajosa tierra del labriego. El tiro, aunque cercano, se quedó trasero avisándome de una segura falta de puesta a tiro del arma. Los animales traspusieron una suave loma de la siembra, pero pronto volvieron a aparecer y aunque unos cincuenta metros más alejado volvimos a repetir un disparo que nuevamente se quedó trasero de derechas.

–¡Lástima! El rifle no tira bien, Ricardo. Se quedan a derechas y no poco.

Vigilamos la huida del rebaño que ya con mucho terreno de por medio se perdían por barbechos lejanos, pero conocidos.

Tardamos en recuperarnos. Permanecimos un rato echados entre el herbazal y el tomillo analizando el error y disfrutando a la vez de la caza que habíamos realizado. Sin quererlo la mañana se había pasado y el sol ahora nos bañaba de sudor y luz. Sin la tensión del rececho ahora el tomillo expulsaba el más dulce y meloso de sus aromas que hace un rato ni tan siquiera había reconocido, ahora con el fracaso del rececho entre las sienes, veía y disfrutaba de la visión de los molinos de viento, los aerogeneradores, que giraban alocados recogiendo el aire del día y aportando un sonido marino y repetitivo como un rompeolas de playa en plena campiña labriega. Ahora, con el sonido del disparo aún en el aire, era tiempo de recoger y meditar el error.

Almorzamos en el pueblo. Comimos pitanzas que nos supieron a corzo y bebimos licores con sabor a cuerna. Fumamos cigarros con olor a caza. Estábamos en la taberna del pueblo, pero realmente estábamos aún en el cazadero añorando esa cuerna de marfil y contando el tiempo que nos faltaba para volver a su encuentro.

No tardamos mucho y tras verificar la deriva del rifle a derechas haciendo muescas en una chapa a 40 metros de distancia, volvimos al cazadero por donde intuimos que el rebaño habría sosegado su huida. Era temprano, no llegaba el reloj a marcar las cinco y media de la tarde, cuando ya estábamos bajo la sombra de un molino de viento oteando con la óptica el refugio de nuestros deseos. No sé si fue la diosa Diana o un regalo de San Huberto, pero tras una hora de barrido con el cristal y mucho empeño por nuestra parte los encontré.

–¡Allí están, Ricardo, allí, allí!

Efectivamente, los encontré echados en un lindero. Fue el macho el que me ayudó ya que estaba algo más asomado y barriendo con los prismáticos los ribazos me sorprendió nuevamente su blanca cuerna. ¡No me lo podía creer! Habían pasado casi cuatro horas y los volvíamos a tener al alcance.

Otra vez los nervios, de nuevo la estrategia de la entrada, nuevamente las prisas, el pulso, la emoción. Iniciamos la marcha tapándonos entre dos cerros. Coronamos el primero y pudimos ver que el rebaño se había levantado y careaban ahora muy despacio, aunque próximos a volcar y cambiar de vallejo. Dejamos que volcaran y arreamos a acortar distancias ya que el tomillar donde estaban era alargado pero estrecho, sabíamos que a la volcada del mismo sólo se encontraba una hoja amplia de siembra de forma que los tendríamos a tiro fácil siempre que no los espantáramos.

Avanzamos rápido y ya pisábamos huellas del rebaño, estábamos en el mismo tomillar que ellos y sólo nos queda ir coronando despacio, muy despacio. «Nos los vamos a encontrar a no más de cincuenta pasos, le dije a Ricardo. Tranquilo, recupera la respiración y atento porque va a ser un desenlace rápido».

Iniciamos la volcada despacio, sin prisas y ganando visión a medida que avanzábamos. A cada paso ya veíamos la siembra de enfrente donde esperaba ver al rebaño pastar. Otro paso más y más terreno que avistar. «Poco a poco, ¡están aquí!», le dije. Otro paso más… Y otro… Así hasta coronar y ver la siembra de frente en todo su esplendor… pero del rebaño, ¡ni rabo!

–Atento Ricardo. ¡Están aquí, están aquí! Mira debajo de los espinos, busca en el pajonal del ribazo, no se han podido esfumar, ¡no tienen salida!

Buscaba con la vista y con los prismáticos. El tomillar donde estamos no alcanza ni los treinta metros de anchura y por delante y por detrás de él sólo hay siembra verde como un mar infinito. Buscamos y buscamos hasta perder la atención. Caminamos el tomillar entero por delante y por detrás, por la izquierda y por la derecha, rebusque bajo los espinos de las lindes y nada. ¡Nada!

Nos miramos con cara de pábulo y ademanes de novato y mirando al mar de siembra me senté en el tomillar y sonriendo me dije… «Es el corzo, Ernesto«. ¡El corzo! ¡Qué maravilla de caza!

Un artículo de Ernesto Navarrete de Cárcer

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