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La Laguna de El Taray

Recuerdo, casi con nostalgia, aquellos relatos de cacerías que partían en las barcas con la amanecida.

 

Cuando aquellas florecillas blanquecinas jaspeaban el horizonte del solano, tintando la amanecida de un misterioso y neblineo halo que reverberaba sobre el trasluz de la laguna, se rebullían los cuerpos y adquirían las caras de los chiquillos ese color cetrino que alejaba de sus rostros las ojeras y los grises sopores del crudo invierno.

Los tamarindos, tamariscos, atarfes o tarajes… ¡Ah, no! ¡tarays!, ¡Qué en La Mancha son tarays y no se les conoce por todos esos nombres, más de la costa que de aquí, del terruño seco! Sí, es cierto que se crían justo ahí, junto con eneas, carrizos, juntos y masiegas, en el encaje del ejido con el secarral, en el sitio exacto en el que, escasas veces, el terreno saldiguero y árido se convierte en el bien más preciado por estos lares de Dios, el agua; y es ella, en estos hermosos saladares que alegran tan plano suelo, dando lugar a lagunas, la que alimenta los únicos árboles, por querer darles esa categoría, que no son sino arbustos, que ofrecen sombra en la canícula estival de estos pagos. Pocos, pero hermosos y agradecidos.

Sí, es cierto que se crían justo ahí, junto con eneas, carrizos, juncos y masiegas.

Decía, antes de intentar explicar que los cuatro árboles ramplones que adornan los linderos de los surcos de las vertederas de por aquí son los tarays, que era, precisamente, la eclosión de sus yemas en una especie de lirios blancos, la que anunciaba el final de las heladas y los tiempos de la risa, el recreo, las noches de ronda y los arrumacos tras la reja al amparo de las celosías.

Julianillo, el Titi, era un tirillas escacío con menos chichas que la pata un jilguero. Huérfano con padre y madre, aunque parezca un dislate, vivía, es un decir, en el silo la Retuerta con su abuela, la Tomasa, que hacía malabarismos, además de baleos y serijos de crineja, para darle un mendrugo al crío. Su madre, la Mariantonia, se largó con viento fresco cuando la pillaron las vecinas encamá en el gallinero con un gorrinero de Villafranca. Su padre, decían, era el gañán de la Jesusa, que, bien casado y con prole, nunca quiso saber nada de la criatura. Así empezó a crecer, entre burlas y mucha hambre, en la escuela de don Crespo, el Cabezapepino, que le breaba, a él y todo el que se arrimase por la estufa, con la palmeta de oliva, por hacer chanza de su apepinada testuz.

Para ser certero, tengo que reconocer, y recordar, que el tiempo no pasa en balde, que al pobre Julianillo le cascaba hasta el Chato, que, de tonto que era, no se le ocurría otra cosa que andar a todas horas corriendo al muchacho como un perro a un caramono. Nadie tenía, teníamos, las agallas suficientes para salir a defenderlo, sobre todo de aquellos quinquis de la pandilla de los Cadillos, una banda que, presumiendo de matones, eran los dueños y señores de todo lo que hubiera en derredor de sus garras, incluyendo cualquier bicho que se criara en aquel páramo salitroso y yesero al que llamábamos campo.

El Titi tenía ‘gracia’, y no es porque hiciese de reír, que de eso ni en pintura; tenía un don, que decían, para agradar a todo bicho viviente que se moviese por aquellos andurriales. Le seguían los perdigachos, le revolaban las codornices, se le posaban las alondras y las tórtolas, le ronroneaba la raposa, le jipiaba la liebre y los conejos de monte comían ballico de sus dedos. Y qué decir de los pájaros, verderones, colorines, jilgueros, gorriones, petirrojos, abejarucos, chorlitos y hasta cuquillos, tordos o mirlos, andaban, siempre que se daba una vuelta por la laguna, alrededor de aquel chichibaíla como si fuesen amigos de por vida. Además, contaban, le besaban en los morros lagartos y lagartijas y hasta alguna que otra víbora picuda se metió por los manguetones de su remendada camisola y apareció por los calcañares.

Nadie daba crédito a sus hazañas, pero bien que provocaba las cochinas envidias de cuantos presumían de conocer a los bichos. Sobre todo a la panda aquella de desgraciaos, que andaban siempre arramblando con todo lo que se moviese por el lugar. Utilizando las más arteras mañas y las más rateras artes, capturaban y torturaban a cualquier bicho viviente para después engullirlos tras asarlos con sarmientos. Tiradores, ballestas, lazos, liga, cepos, losas… cualquier armatoste, inventado o sin inventar, les era bueno para limpiar el campo de sus habituales moradores. Y no se conformaban con eso, en sus razias habituales de estraperlo, destrozaban nidos, enjaulaban cualquier pollo que se moviese, aun estando querencioso de su madre, taponaban las bocas conejeras o arreaban a los lebratos encamados esperando la leche de las rabonas. Y no te digo na si pillaban a una zorra… Por eso odiaban al Titi. Por eso y porque éste, amaestrado por el Flugencio, el guardacampo de la laguna, les jodía todas las trampas que se encontraba cuando retozaba, salvaje como un jabatillo, saltando de taray en taray. El Titi, además de mocoso, harapiento y muerto de hambre, era libre. Y eso no se lo perdonaba casi nadie. Por eso recibía más palos que una estera.

Un vergel repleto de especies volatineras entre las que destacaba, tiñendo de añil y esmeralda sus cristalina aguas, el ánade real, más conocido por azulón.

El Taray era coto privado. Desde antiguo sus lindes estaban vedadas para lugareños y foráneos ajenos al disfrute de su particular paraíso natural, un vergel repleto de especies volatineras entre las que destacaba, tiñendo de añil y esmeralda sus cristalina aguas, el ánade real, más conocido por azulón. Entre el verde de sus cogotes se mezclaban coloraos, porrones moñudos, ánsares, tarros, fochas, cormoranes, cercetas, cucharas, garcillas bolleras, cigüeñuelas… y hasta, en ocasiones, su espejo se rosaba con bandadas de flamencos. Recuerdo, casi con nostalgia, aquellos relatos de cacerías que partían en las barcas con la amanecida. Gentes importantes con vestiduras de gala, rodados de los ojeadores con sus harapos y sus sombreros de paja… Estampas doradas, sinfonías de colores plasmadas en el lienzo pardo de aquella tierra seca, marcada con los surcos arañados con los dedos de unos hombres recios como las cepas a las que arrancaban, con el sudor de su frente, la sangre de sus raíces, el vino áspero y agrio que aliviaba sus gaznates en la taberna…

Al Flugencio, el guardacampo de El Taray, el Titi le calló en gracia por su don… o por la suya. Por eso le permitía, en los crepúsculos cálidos de aire tibio de primavera, cuidar de los nidos y sus polluelos. Y allí andaba el tirillas, entre zapatitos, sangrecristas, gramas, correhuelas y las aún verdes barrillas, cuidando a los perdigachos para que las petirrojas no los aburriesen y se perdieran las polladas. ¡Y bien que lo hacia el so jodío!

Todo rulaba en condiciones hasta que el Magras, el cabecilla de los Cadillos, aquella especie de asno con cuello de buey y menos sesera que un grillo verde, se empeñó en aviar al Titi. Harto de que le estropiciara sus enredos y chanchullos levantándole las trampas, le preparó una encerrona con el resto de sus secuaces. Una tarde, cuando el chaval se afanaba en el cuidado de sus nidos, llegaron los filibusteros y arramblaron con los pollos despanzurrando los nidos. Al Titi, la sangre le dio un hervor y, sin medir las consecuencias, arremetió contra ellos con toda la furia de sus apenas veinte kilos. Se las dieron todas juntas. Aquellos diez o doce bestiajos, en pandilla, que es cuando más sube la valentía, no tuvieron compasión y, si no llega a ser por el Flugencio, que se olió la tostá y apareció de lo más que oportuno, el Titi va p’a Santana, camposanto de Santa Ana, a criar un par de malvas, que sus chichas no hubiesen dado para muchos floripondios.

Con paños calientes y algún chorrito de vino caldo remendaron su maltrecha figura entre la Tomasa y el Flugencio. Se rehizo al sol alimentado de rabia, no por la paliza, que encallecido estaba, sino añorando a su perdidos perdigones y compungido por el llanto de su madres. Con las tobas resecas por la ardentía estival el Titi ya campeaba por los cerros arrullando codornices.

Una tarde, de esas tardes manchegas en las que el aire requema el resuello, los Cadillos se refugiaban en su cueva del tesoro, un antro repleto de herrumbrosas jaulas con todo tipo de animalillos prisioneros. Sin mediar palabra y en pose chulesca, Julianillo se plantó en medio del aquelarre. Las fieras rugiendo se abalanzaron, otra vez, a por su presa, pero la figura imponente del Flugencio, ataviado con sus galas de autoridad, se recortó sobre la claridad del agujero de la covacha. Cuando retrocedieron, cobardes, a sus cubiles el Titi encaró al Magras y en menos que canta un gallo se enzarzó con él soltando a diestro y siniestro una buena sarta de hostias. Se le quitaron las ganas a aquel cabestro de volver a espanzurrar nidos. Y el resto… puso pies en polvorosa con su orgullo mal herido.

Nunca fue más feliz en su vida el Titi que aquella calurosa tarde de finales de una primavera tardía y polvorienta mientras otorgaba libertades a su perdigones.

Por Escopeta negra

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