Campeando Relatos

‘La raya’, por Ernesto Navarrete

El puesto era un poco difícil, hacía de cierre de la mancha por poniente montando la armada sobre un cortafuego que por aquí le llamamos acero o raya y que hacía de lindero con la finca vecina.

La mancha era una única umbría casi rectangular con un sopié, una cuerda, sus dos cierres y luego algunas traviesas que cortaban la umbría de sopié a la cuerda, de forma que nuestra armada de cierre disponía el primer puesto arrancando en el sopié y el último culminaba en la misma cuerda de la costana.

Mi puesto estaba en la mitad del cierre de forma que veía desde él todo el sopié de la mancha, así como todas las llanas que se perdían en la lejanía de esta bendición de Dios que es la provincia de Cáceres. Por frente del puesto solo encontraba el monte, un jaral manchado de brezales y madroñeras con poco monte de cabeza que vestían una tierra arcillosa y pedregosa sembrada de estacas resecas y quemadas que las jaras expulsan quebradizas tras haber cumplido su función de darle talla a unas jaras de troncos gruesos como brazos pero yermos en sus cotas medias y donde solo en sus plumeros últimos, a dos metros de altura, desplegaban sus untadas hojas a modo de ramilletes hirsutos acompañados de sus cascabeles coriáceos en cuyos gajos anida la sangre de su pervivencia. Mirando en esta dirección tenía un poco de suerte porque la barrera cogía suavemente algo de más cota a medida que se acercaba a la cuerda y eso hacía que desde mi puesto pudiera ver como la costana me iba enseñando su jaral a medida que miraba hacia los puertos. No es que viera mucho pero sí es verdad que, si me aupaba al morrón de tierra que el buldócer deja al hacer el costurón del cortafuego, ahí aupado, sí vería algo bien las carreras de las bestias, pudiendo avisar al menos a mi vecino de arriba señalándole la llegada de la caza.

Nada más que reseñar de mi postura, tiraría de huida al romper la caza al cortadero y por tanto tendría que cazar mucho de oído y algo de vista confiando que el pañuelo de terreno que la umbría me enseñaba me permitiera cazar con la vista y avisar a Fernando, mi vecino, para que fuera cogiendo los puntos de la puntería por si le saliese la caza a él.

Descansé una vez apropiado de la postura y disfruté de las vistas que desde esta atalaya me permitía divisar todo el regato sereno del río Ayuela, los arranques de la Sierra de San Pedro, la Sierra de La Montaña con su patrona velando por nosotros, enmarcado todo esto en un cielo encapotado cuyas neblinas nos besaban la cara enfriando un cuerpo caliente ya por las ansias de la montería. Gemeleaba jugando con el horizonte queriendo adivinar poblados y sierras cada vez más lejanas cuando el ruido de los camiones me anunciaba la proximidad de la suelta.

Siete rehalas descargarían en el esquinazo entre nuestro cierre y el sopié siendo espectador de una suelta donde conocía a todos los rehaleros y a gran parte de sus perros. Se cazaba a una mano de forma que los perreros subieron por la raya de nuestro cierre, la mano alta dirigida por Calixto coronaba hasta la misma cuerda, quedándose el resto de rehalas a distintas cotas del cierre y dejando la mano baja, casi en el sopié, al mando de la rehala de Luis Alberto Moyano. Hay que decir que nada más iniciar el despliegue de los rehaleros por el acero arriba los primeros perros ya dieron con los cochinos que encamaban en la costana y las primeras ladras vaciaron la raya de perros comenzando la montería tal y como la soñamos tantas y tantas veces. Los perreros azuzaban a sus perros con vocerío y palmeos mientras que los canes tronchaban monte a la par que tocaban la sinfonía más bonita de la sierra.

Los rehaleros, a la voz de Mario, su capitán de monte, se metieron en la umbría y dejaron limpia la raya permitiendo entonces a los monteros apostados en este cierre poder tirar sin peligro en el caso de que las bestias rompieran ya de huida. Fue entonces cuando pude observar la talla del monte que cubría la umbría, a los perreros no los podía ni ver, casi sólo por los chalecos reflectantes intuía su posición, ni tan siquiera el tarameo era perceptible y sólo oía el tronchar de jarones que el perrero provocaba para liberarse de tamaña trampa. Poco a poco los rehaleros avanzaban, sin perros, y las carreras se sentían umbría adelante pero ya con mucha distancia de por medio. Había mucha caza en el monte y se escuchaban disparos por el sopié, por la traviesa y por los puertos, las carreras de los perros se atropellaban unas con otras y los perreros gozaban oyendo a sus canes disfrutar del rececho e identificando los latidos de cada perro puntuando de memoria a sus valientes más acosadores, los que laten y los que no, atisbando las maneras de los cachorros de prueba, en fin, haciendo también su oficio.

Aparecieron los primeros agarres coincidiendo con latidos a parada que no tenían refuerzo y el monte era una deliciosa escena montera. Por nuestra parte el cierre no había tirado, pero sí lo había hecho el uno del sopié y el uno de los puertos de forma que como el aire lo teníamos bien yo me hacía mis cábalas de que sin duda la caza no tardaría en romper a la raya. Pero, llegó la calma y ésta tomó plaza en la costana a la vez que la mano de los perreros volcaba tras una serreta que también moría en el sopié donde los monteros disfrutaban entonces de lances repetidos. Este momento del sosiego tiene un especial sentido para mí, de los golpes de tensión que te producen las ladras múltiples, las carrearas solapadas y los arrollones de monte escondidos se pasa a un silencio esquivo y lúgubre donde solo las ramas de los árboles y el monte bajo susurran conspiraciones animalarias de fugas casi humanas que tu cerebro tiene que ir desechando en contra de tus sentidos que siguen viendo un marrano allí donde sólo existe sombra y aire. En este juego animado estaba cuando por detrás de la raya, en la huida, regresan dos beagles hermanados que recuperando distancia de sus perreros regresan a la mancha al asilo de las voces de su amo. Me extrañó esta sangre en una rehala y por eso les seguí con la vista tomando nota de esta peculiar raza en rehalas extremeñas. Se adentraron en la umbría y ya les perdí de vista. A lo lejos y muy por delante el resaque continuaba y los disparos seguían cantando las bondades de la montería, a la vez una carrera lejana tomaba cuerpo mientras los rehaleros gritaban en la lejanía… «¡Patráspatrás se ha vuelto el guarro!».

Estaba lejos, pero la carrera tomó cuerpo y la música de los canes cogía hechuras hacia donde nos encontrábamos. Mientras, yo repensaba la futura carrera de este marrano y rezaba a escondidas para que su querencia pasara por mi postura a la vez que agudizaba el oído por detectar algún troncheo de monte que firmara mi oración. Los perros habían volcado la serreta hacia nosotros y la música de sus latidos ya se conformaba nítida y altiva, ¡pero el monte callaba! La carrera se acercaba con dos ramales de perros que acosaban por distintos caminos, es decir, la rehala que acosaba no venía en una única fila sino que había dos grupos, por un lado unos urracos corrían hacia nosotros por la mano baja recortando distancia con el primer grupo que eran cuatro podencos amastinados que corrían en fila india con una dicha muy entera pero sin ver la caza aún. Entraron en el trozo de umbría que yo ya podía dominar y predije un desenlace inmediato, oí el tronchar de monte y me preparé a la puntería. No estaba claro si los cochinos me pasarían por la derecha o por la izquierda, pero era claro que había varios porque el romper de monte se escuchaba por varios sitios distintos y no eran los perros… Azucé el oído y monté el arma sin la seguridad, los primeros podencos se deshilaron y ya peinaban la costana buscando sin ladrar, por debajo suya los urracos ascendían hacia mi postura también abiertos en abanico y latiendo de contagio, el monte hervía de nuevo, pero era a un lance de escondite. Miraba las copas de las jaras intentando distinguir un movimiento delator de las bestias, desechando aquellos que atribuía a los perros, era todo sentido de predador…

Subido a la morrena del buldócer me empinaba queriendo coger más talla a ver si podía distinguir una carrera delatora que me indicara por donde rompería la bestia a la raya, pero no había forma. Ya había detectado algunos movimientos de los cochinos y estaba en la certeza de que eran varios los que tenía por delante, los perros cazaban buscando y sin latir, los cochinos paraban y huían de oído también, de vez en cuando tronchaban monte, pero un tranco corto que enseguida paraban para volver a escapar de oído, entretanto yo empinado en un mogote de tierra herida por la máquina acechaba furtivamente. ¡Me quedaría una eternidad así!

Dos de los urracos en su busca dieron con la raya y a los dos pasos de salir a ella se volvieron a escuchar. Miraban la barrera del jaral con sus cortadas orejas apuntando al salto, mientras, dentro, el escondite seguía hirviendo pausadamente. Los tengo encima, pensé, pero no veía nada. Los urracos por dentro de la umbría buscaban y rebuscaban mientras oía su entrecortada respiración, los podencos a mi izquierda rebuscaban algo más alejados de mí, en eso…

…A mi izquierda, muy poco por debajo de mí el rodar de unas piedras delatan a mi presa, centro la vista y me reempino más si cabe, «tiene a los perros encima», mascullo. Corriéndose un poco hacia mí y a mi izquierda por fin le mal veo, es un cochino canoso se ha quedado parado bajo una jara espesa en su copa, pero calva en su arranque, está muy tapado y para de oído, tiene a los perros a ambos flancos de él, pero no se han percatado de su presencia y pasan de largo. Por mi parte intento meterle el rifle, pero estoy empinado y si me encaro el arma mis ojos no llegan al visor, no me preocupa mucho ya que el cochino está posicionado hacia la salida a la raya y es cuestión de tiempo. Al pasar los perros muy cerca de él, pero sin percatarse, el guarro se vuelve para no perderle la cara a los canes, está quieto y veo cómo piensa, ¡no puedo meterle el rifle! Los perros al alejarse de él hacen que la bestia vuelva a voltearse encarando la salida a la raya. Me preparo. Le sigo con la vista puesta en él y con la mirada en la raya intuyendo el arranque por donde se firmará el lance. Le sigo, va despacio muy despacio, le veo y le pierdo entre brezales y jarales, le vuelvo a ver, está como a unos cinco metros de la raya y a unos diez o doce metros de mí. En ese momento veo como el marrano se para mirando a la raya, creo que es el momento donde el bicho ve el limpio por vez primera. Se para y veo como mira y como piensa, me quedo un poco tranquilo porque noto a los perros por detrás suya en la rebusca y le tienen cortada la salida por su retaguardia, sin embargo y en un suspiro el marrano se da media vuelta y camina ahora sí con paso firme pero cauteloso hacia los perros y hacia el interior de la mancha. Veo como se enmascara con el monte y me sonrío cabreado por la jugada que está haciendo el animal. Pasó un segundo y nunca más le vi, pude adivinar el tarameo de las copas de las jaras muy tenue, casi algodonoso y poco a poco este marrano me sorteó a mí, a los perros y a la montería. He sido testigo mudo de una maniobra cochinera de las que se narran tantas veces al calor de una lumbre, mientras los urracos y podencos se recogen de nuevo al interior de la umbría donde sus amos les llaman jaleando carreras inacabables. De nuevo el silencio acuesta mi armada y nadie más que yo sabe lo que ha pasado.

Pasó media hora del lance con el marrano cuando de nuevo una chilla modesta y solitaria vuelve a centrar la atención de nuestra armada, es un latido de pocos perros y es a carrera corta, casi a parado. Lo que sea ha traspasado la serreta y vuelve la caza a estar en nuestro trozo de monte, noto claramente que se trata de un cochino con poderes porque los perros le estorban, pero no lo arrancan. Me pongo de nuevo en alerta, esta vez el cochino viene por mi derecha y veo con claridad el hilvanado de los perros en el interior del monte donde las jaras se mueven ahora con soltura. ¡No veo a la bestia! Los perros no dejan de latir y poco a poco la escena se va acercando nuevamente hacia nuestra desnuda raya. En uno de los arranques por fin veo a los perros. «¡Son los beagles!», exclamo, rodean y voltean el jarón donde se acula el cochino, pero no llego a verle. La imagen me confirma que se trata de un macho que no está dispuesto a escabullirse a la ligera. Lentamente la escena se nos acerca y si sigue con esa dirección me tocará a mí protagonizar el lance. Los dos hermanos tricolores revolotean alrededor del cochino que al pasar por entre dos madroñas al fin consigo verlo. Sí señor, es un buen cochino que molesto por los perros trata de poner distancia del resaque, pero me temo que si no vienen refuerzos este cochino se va de rositas.

El cochino a medida que se va acercando a la raya va regalando arrollones intermitentes que hacen que los perros regalen terreno. Cada vez que arrolla, el monte se estremece, la ladra se esconde y el suelo tiembla, es una escena irrepetible de poder, astucia y caza. Nuevamente a diez metros de la raya se produce un paréntesis en la batalla y se hace un silencio corto. No me gusta, no.

Tengo la puntería cogida y el arma encarada apuntando al arranque de la raya, los perros han vuelto a latir, esta vez a parado. Tardo una eternidad, pero al final bajo la guardia y se me escapa la puntería que cogí con tensión, ahora la ladra se ha desplazado otra vez hacia el interior de la mancha y la maniobra del anterior cochino me devuelve a la realidad. ¡Ya la vio, la raya, ya vio la raya y ha dicho que por ahí no! Poco a poco la carrera corta se vuelve por donde vino y ahora los beagles al ver que no vienen refuerzos van bajando el acoso hasta que el lance se disuelve entre brezales rosa y jaras cómplices. La bestia triunfó, pero el cazador también cazó. Me sonrío con una mueca forzada. Hoy ganó él y se lo ha merecido, otras veces triunfo yo, si no fuera así no sería caza. ¡Si no fuera así, yo no sería cazador!

Muchas veces me parece repetirme ante mis amigos y allegados cantando las alabanzas de la caza en montería. Tal es el gozo que soy capaz de sentir que cada año me parece aún mayor el disfrute, así como la fortuna que reconozco poseer ante la posibilidad de sentir estas emociones tanto en soledad cuando estoy cazando ya dispuesto en la postura, como en la compañía de amigos y familiares cuando desarrollamos los prolegómenos de la jornada o en la comida final con la junta de carnes. No se trata de una felicidad corriente, no, es algo bastante más intenso. Algo que me hace crecer en el monte y en la Naturaleza, algo que me permite entender mejor qué es lo que soy y algo que me asegura cada día que no existe un mejor cielo que este.

Un artículo de Ernesto Navarrete de Cárcer

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.