Relatos

‘A orillas del Águeda’, por M.J. Polvorilla

Cada uno tiene sus miedos. Sus carencias. Sus manías. Cada perro tiene sus faltas, cada caballo sus resabios y cada fulano sus vicios. Y es que no me gusta, como a los gatos, no soporto eso de tener los pies flotando y nada debajo que yo no controle. Eso de cruzar un río, un lago, un mar… lo veo tan complicado como el mecanismo de un correo electrónico, de una radio, de una llamada al otro lado del globo.

Y es que no… Si hay que meterse en una jungla de zarzas allá que voy el primero. El brazo en una madriguera de escorpiones, también… Pero en un río, helado como el abrazo de una suegra… Pufff, ¡eso es harina de otro costal!

Si no quieres sopa toma dos tazas… El Cuchi reniega porque hemos soltado con un frío que helaba el aliento. Está el campo con una centellada que tirita con mirarlo. Y, cómo no, las orillas del Águeda no van a pasar desapercibidas, como nunca lo hacen.

La suelta ha ido serena, sin demasiado movimiento. Pero qué va a haber si siempre corren los cochinos, al sentir los cerrojos del camión, sierra adelante hasta lo sucio. Y una vez allí comienzan a salir cada uno por un lado… La misma música con otro bombo, las mismas querencias con otra fecha, el mismo perro con otro collar. Y un gran cochino ha cruzado el Águeda, porque el cierre le ha tirado dos balazos y la traviesa de más adelante aireaba delatando el peligro… Por ahí no y para atrás menos, al río se lanzó con una docena de perros. El Águeda en enero es como un obrero al que le toca la lotería; agarra un bidón del champán más caro y lo hace rebosar. Pues lo mismo, el arroyo va fuera de madre, ancho, fuerte y helado en sus umbrías… Fruto de las lluvias tiene algún islote de pasto y junqueras… y de un extremo a otro se ha enganchado el marrano, aculándose en un majuelo, y los perros a su merced…

Hay que entrar por él ¡que me mata los perros! El Cuchi llora hasta en una fiesta. Llego a su lado, tranquilo hombre que es una gran cochina, pero con todo y con eso a ver quién es el guapo que se mete a nadar los cien metros de río. Los perreros me miran pidiendo mi amparo, me sorprendo cuando saben que nado igual que una llave inglesa. Hay que ir, el agua está helada, un chaval insiste cegado por la afición e inconsciente por su corta edad, le paro. Vamos, Polvorilla, busca una solución…

Veo a Ligera, la mula de mi amigo Celes que trae su hijo del cabestro. Enciendo la idea, me echo arriba, esperemos que este bicho sepa nadar mejor que yo… El río es ancho pero espero que no tan profundo. Vamos allá, Ligera. Subido a su lomo cruzando la corriente, me siguen un par de perros que no desisten en echarme una mano. La mula avanza despacio, subo los pies, vamos pequeña que con las botas húmedas aquí uno tiene la pulmonía asegurada… Llegamos al otro lado. Ahora es mi turno, silencio…

Aparece Pulgas, mi fiel cachorra de Jack Russell, que hoy quiere mostrar su valía. La cochina está aculada, sólo hay dos canes y la pequeñaja que nada teme por su vida. Los animo, se crecen, la cochina carga… Me ve y se lanza al agua para huir pero un cachorro de mastín la prende de la oreja derecha y Pulgas del carrillo. La fiera se vuelve, está con medio cuerpo en el agua, si se suelta la perderemos… Hay que entrar de frente, ahora o nunca Polvorilla…

Atravieso de nuevo el Águeda con la cochina de cien kilos enganchada a la mula. Cruzamos la corriente para llegar a donde habíamos partido. ¡Qué buen sabor de boca eso de finiquitar un lance que creías imposible! Seguimos monteando, despacio, que los tiros están animando la jornada… La montería ha sido testigo de un lance poco usual y donde la suma de todos ha hecho el triunfo del total.

Otro cochino de mediano porte cruza el río seguido por tres perros, lleva un tiro en una nalga y no puede escapar. Se atrinchera en un matojo al otro lado del río. La montería se para de nuevo. Me grita un perrero desde la cuerda.

Llega Ligera, la mula de mi amigo Miguelito, el de Celestino, me mira con ojos de pícaro mientras me tiende el ramal: «¿Repetimos?».

 

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