Opiniones Relatos

«¡Dios aprieta…!», por M. J. Polvorilla

¡Menudo día! Aquí ando como perro sin amo con una mano envuelta en un trozo asqueroso de trapo. Me corté al caerme por el peñón de los Canalizos porque mi montura perdió las manos en la pedriza. La rodilla la llevo como un balón de reglamento, las uñas llenas de cieno, la cara arañada… Y el alma rota.

El caballo se ha enjarado justo antes de caer, se ha partido el labio y ha perdido dos herraduras. He extraviado la navaja y la radio y, para echarle guindas al pavo, cuando me he levantado del suelo dolorido, han aparecido “Charachas” y “Manazas” con sendos navajazos en  pecho y barriga. ¡Genial!

Al llegar a la recogida todo eran problemas; se nos ha acabado el Betadine, el hilo y la paciencia. Faltan una docena de perros, llueve a cántaros… Y encima el camión no arranca. Se nos ha olvidado la bolsa con un bocadillo para echarle algo al estómago y los mecheros no prenden para hacer una candela que nos ampare un poco.

La montería ha sido un desastre, los coches se atascaron, dos rehalas no aparecieron nunca y para colmo no había un rabo en la solana.

El camión del catering no ha podido subir el repecho de la casa. Cuando con ayuda de un tractor lo han logrado se les ha caído la carpa de un vendaval. Y los monteros, aunque siempre son señores, han preferido ir al hotel a ducharse y tomar calor para no morir de pulmonía.

Voy camino de la junta, echo polvo, echando la pata para atrás. Ha habido un accidente en la carretera y está cortada. La Guardia Civil hace un atestado porque un matrimonio alemán que conducía una caravana ha chocado contra un vareto que iba cuneta adelante y ha destrozado la rulot contra el quitamiedos.

El Seprona hace preguntas sobre un tejón atropellado en la carretera la noche anterior, los forestales pidiendo papeles del evento sobre si el plan técnico tiene autorizados 40 o 42 puestos. Me piden la lista de asistentes cuando el que no tendría que estar allí, era yo.

Llego a mi coche, para hablar con el veterinario y arreglar los remos de mi caballo, mañana cazamos también pero me tocará ir a pie, o en bici o en globo porque tengo un ligamento roto seguro…

Me acompaña Navaliches, más corto que el rabo de un conejo, fuerte y fiel como un mastín leonés. Gasta un buen depósito de ideas sobre los hombros, pero vano como una pipa podrida. Sin darme cuenta lleva desde el mediodía a mi lado, siempre con una sonrisa esbozada en los labios y a este pobre desgraciado lo mismo le da que el mundo esté terminando que comenzando con tal de tener el buche lleno. Y pese a todas las desgracias acaecidas esta mañana, no se separa de mí, ahora que lo pienso lleva todo el día pegado a la grupa del caballo. Será porque me quiere o porque se siente en la obligación de ampararme ante tanto caos. El caso es que, mientras Navaliches tenga algo que echarse a la boca, lo demás le importa tres cojones.

Cuando estamos llegando al sitio de la junta, la desolación era grande porque allí no quedaba nadie, los propios camareros del catering han vuelto a cargar todo en el camión porque viene lloviendo con rayos y centellas, además uno se ha resbalado y se ha machacado un hombro empujando a otro que se ha hecho una brecha. El día está para haberse quedado en la cama…. Pero con la mujer de otro.

Total, que mando a todos que se vayan para asimilar tanto castigo divino. Me siento bajo el mínimo porche de una casilla vieja, sobre un poyete, mascando una tiritona y sin saber muy bien qué demonios hacer. Mi fiel Navaliches me imita, sin abrir la boca, siempre con un leve gesto de estar contento. Se descuelga el morral y saca dos buenos trozos de tasajo de vareto y medio pan de centeno con una botella de vino. El camión del cátering va despacio por el camino, junto con otros coches que le siguen para quedarnos solos con nuestros pensamientos aquel saco de carne con ojos y yo. Sin decir nada me tiende el vidrio para echar un trago de un vinaco malo y agrio como el vómito de un tejón.

Mascando un trozo de carne con desgana, pues la pena me invadía, mientras observo la comitiva despidiéndose bajo una tormenta que crujía sobre nuestras cabezas, el bueno de Navaliches, inocente e inconsciente de todo, advirtiendo mi desconsuelo, mientras se metía un trozo de pan en la boca del tamaño de una sartén, me suelta:

-Como decía mi abuelo: Dios aprieta… pero no afloja.

Le miré no reconociendo esa frase… El bueno de Navaliches levantó la mirada hacia el cielo, haciendo memoria, y rectifica:

-No, no era así…

Al momento, mientras aquel desgraciado imploraba a los cielos si era o no correcta su afirmación, el camión del catering se salió del caminó resbalando por el barro para quedar a dos ruedas contra un alcornoque que le salvó de volcar barranco abajo. Se escuchaban las vajillas rompiéndose dentro de las cajas… Los coches que iban detrás tenían el paso cortado y el tractor ya se había ido hacía rato. Un rayo ha partido el repetidor y no hay ni cobertura ni nada. Sin inmutarme, miré alrededor y mi acompañante volvió en sí, ajeno a todo.

-Sí, si era así. Dios aprieta… pero no afloja. Eso decía mi abuelo.

Sin saber sin reír o llorar, me eché a pecho la bilis de tejón metida en el vidrio y de un trago me apuré media ración. Navaliches seguía engullendo todo lo que tenía en la tartera como si estuviera en la mejor fiesta del mundo que está a punto de terminar. Y para mis adentros grité: ¡Qué bonito es montear!

 

Por M. J. “Polvorilla”

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