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El cochino del arroyo. Por José María Losa, presidente del SCI Iberian Chapter

Llegaba mediados de agosto y, como cada año, desde hace unos 25, volvía a dirigirme a la Sierra de San Pedro. A pesar de las veces que lo he hecho, cuando me desvío hacia la carretera de San Vicente de Alcántara, se me disparan las pulsaciones y una medio sonrisa aparece en mi rostro.

Esta visita, además de por otros motivos, la hacía con la mala intención de esperar a algún desprevenido cochino que entrara al engaño, eso sí, con el permiso del aire y con una buena ración de paciencia, que era lo único que estaba asegurado.

Paso obligado, antes de ir al aguardo, era dar un abrazo a la gente del lugar, encargados y guardería de la finca, pero ante todo amigos, y donde, alrededor de una mesa improvisada, preparamos lo necesario y cambiamos impresiones sobre el lugar elegido.

Alex había estado echando cereal unos días antes para fijar a los cochinos en el lugar donde íbamos a esperar.

Una huella ‘curiosa’ en el regato, junto con otras de reses y de jabalíes menores, sembraba la duda de lo que podía entrar. Podía ser una cochina grande, la titular del rastro, y su prole las que provocaron las menores, aunque esa posibilidad no me iba a hacer perder la esperanza de que fuese un gran cochino. Alea jacta est…

Son muchos años ya y la mirada entre Alex y yo, que lleva la friolera de más de cuatro lustros acompañándome, era la de «bueno, veremos…» y con ese pensamiento fuimos al puesto ubicado en un lugar, ligeramente elevado, junto a un arroyo con cauce blanquecino y seco donde, bajo unas piedras, se habían esparcido manjares para los cochinos.

Llegó la hora y nos dirigimos lentamente hacia el sitio cuando un ruido, provocado por algún animal nos alertó, no había oscurecido aun, y nos quedamos como estatuas intentando averiguar qué era. Finalmente una cierva y su gabata aparecieron cruzando el arroyo en busca de algún pasto. El aire lo teníamos perfecto y no se habían percatado de nuestra presencia.

Llegó la hora del lubicán, ese espacio de tiempo en el que parece que el mundo se para, se hace el silencio, te abstraes hasta de tus pensamientos… hasta que algo rompe la tranquilidad: el sonido de una piedra delataba la presencia de algún ser vivo. Se repitió el sonido, ésta vez más cerca, y la tensión entra en juego, pero no se ve movimiento alguno, aunque yo sabía que estaba allí.

¡Ahí está!, entra un macho de unos 60 kilos. Con la poca luz de la luna y la ayuda de mis prismáticos intentaba discernir si asomaban las navajas. No conseguí mi objetivo, a la par que el viento rolaba y, tras un bufido, desapareció el intruso. Esperé un poco más por si el aire volvía a cambiar, pero se mantuvo firme y una hora después dejé el aguardo planeando volver al día siguiente.

¡Qué le vamos a hacer!, iba pensando mientras me volvía al cortijo, mañana será otro día y sin darme cuenta, aparqué el aguardo y reactivé la idea de la charla alrededor de esa majestuosa tortilla de patatas que siempre teníamos preparada, con mucho cariño, por la madre de Alejandro.

Un breve descanso y vuelta a comprobar el estado del comedero. Estaba casi intacto, sólo las pocas piedras removidas por el cochino de la noche anterior me hacían temer que el único jabalí que pasaba era el que habíamos visto.

Volvimos nuevamente al encuentro de lo que pudiera acontecer y nuevamente se repetían los actos de la novela del día anterior. Esta vez ni cierva ni gabata. Oscurecía y nada hacía presentir que hubiese ‘alguien’ interesado en el manjar escondido entre las piedras.

Una vez más la perseverancia dio sus frutos y de la nada aparecieron cuatro cochinos medianos, todos ellos machos, que empezaron a remover las piedras y a comer sin recato alguno, los oía masticar como si estuviesen a mi lado, el aire estaba bien.

Tras un largo rato, se percibió a lo lejos un sonido nada extraño para mí, una serie de gruñidos ansiosos y cortos que seguro pertenecían a un galán intentando cortejar a su hembra, ¡cuántas veces había oído esos mismos gruñidos en la granja porcina del abuelo cuando llevaban al macho a cubrir a las hembras!, era inconfundible. Se repitió un par de veces y nuevamente se hizo el silencio sólo roto por los cuatro machetes que seguían con su banquete.

A partir de ese momento la tensión apareció, sabíamos que algo iba a pasar. Un leve movimiento nos puso en alerta y apareció una gran cochina, pero ¡grande de verdad!, con cuatro primales que, sin prestar atención a los otros cuatro, se unieron al convite, pero, ¿y el macho?, ¿dónde estaba ese macho que habíamos escuchado?

Yo sólo esperaba el ansiado aviso que echase a todos del comedero… pero no llegaba. Lo ojos se me salían de las órbitas escudriñando cada rincón por donde pudiera entrar, parecía que abriendo más los ojos podría ver algo más a través de los prismáticos. La deducción era clara para mí, sólo para mí: si la cochina era así de grande ¿como sería de grande el cochino?

Pasaba el tiempo y nada cambiaba, sin embargo, me pareció intuir un leve movimiento que hacía que me llevase los prismáticos una y otra vez a la cara sin distinguir nada. En cada movimiento, real o no, mi compañero se llevaba un codazo, ya tenía las costillas moradas y, a pesar de intentar ver algo él, por temor, seguro, al siguiente golpe, no lograba ver nada.

Me llegó un fuerte olor a cochino, no me atreví a comentárselo a Alex por si este me decía «¿qué te has ‘tomao’?», pero el olor intenso me volvió y miré de donde me venía el aire y una mata se empezó a mover lentamente… y las matas no se mueven.

Un gran cochino se acercaba lentamente al comedero, directamente a la hembra, yo calculaba unos 100 kilos… y algo le subía los belfos. Otro codazo y le digo «¡enfrente!», pero nuestro ángulo era distinto y mientras yo veía perfectamente, él veía campo.

Me doy cuenta y le corrijo los prismáticos casi sacándole un ojo y Alex, nervioso como un gato, solo repetía: «¡ése es el macho, el macho!».

Los nueve ocupantes del comedero hacían caso omiso a la presencia del gran solitario y éste no hacía nada por espantar a los que allí estaban. Eso me confundía, pero no había duda de que era un gran macho.

Lentamente encaré le rifle y le solté una andanada a no más de treinta metros. El sonido del pataleo indicaba que el patriarca había encajado el tiro sin enterarse de lo que había pasado. El resto desaparecieron como alma que lleva el diablo y tras comprobar su inmovilidad fuimos a ver el cochino.

Alex, mucho más ágil que yo, llegó antes y con la linterna veo que se echa las manos a la cabeza. Se lanzó a abrazarme, escena que me trajo la memoria algunos abrazos como ese, tenía que ser bueno y así fue, animal viejísimo, lleno de barro seco y con una boca magnifica. ¡Seguro era el abuelo de la zona!

Fuimos a buscar al padre de Alejandro y entre los tres conseguimos cargar al cochino que estaba, según Alejandro senior, rondando los 120 kilos.

Llegamos a casa y emulamos la noche anterior, esta vez sin prisas, casi presidiendo la mesa ese gran jabalí, al que bautizamos como el guarro del arroyo y repitiendo el lance una y otra vez. Y todo ello… sin dejar de mirar de reojo no fuera que lo vivido hubiese sido un sueño.

Por José María Losa, presidente del SCI Iberian Chapter y de la Región 43 del SCI.

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