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‘El instante’, por M. J. Polvorilla

‘El instante’, un relato de M. J. Polvorilla dedicado a su compadre Juaniche Pérez-Tabernero, un valiente.

La vida no está en correr, sino en saber coger las callejuelas… Qué gran frase. Gran manera esa la de pensar en cómo aprovechar el tiempo para perder un minuto, pero ganar un segundo. Parece un contrasentido, pero si inviertes un tiempo inútil para vencer un instante afortunado has dado en el clavo.

Han soltado los punteros hace un rato y, como centellas, han atravesado el chaparral directos a los encames, sin titubeos. Los perros conocen la mancha de los asaltos de varias temporadas pasadas. Han salido Gitanillo y Tenazas con el hocico orientado al corazón del encinar. Con sus latidos y fijeza parecen gritar al muchacho de ojos azules: «¡Zagal, no te quedes con medios días habiendo días enteros!».

Comienza la orquesta. Descargas que parten el cielo a cada paso que da partiendo jaras con sus delantales de piel de cabra. Hay marfil en la mancha. Los perros en enero cazan como bailan en las fiestas los que se han tragado tres vinos: con soltura.

Están rematando el choque. Quiere terminar esta sonata pues los músicos han tocado ya suficiente y es hora de dejar la sierra en paz, pues en paz siempre nos recibe. Una ladra viene al otro lado del valle con un gran cochino. Los canes se lo comen, pero el cacique de aquellos lares se para hacer firma en los intrusos. Gana metros de nuevo y un puesto dispara al marrano afeitándole el espinazo. Se cae, pero vuelve a levantarse cabreado e irascible. De nuevo brinda dos navajazos que deja a dos podencos con las tripas en la calle. Se recompone veloz dispuesto a vender caras sus ocho arrobas de mala leche. La exhalación va directa al joven de las delanteras gastadas… Los podenqueros guardan silencio. Y por la radio le refrendan con solemnidad: «¡¡Ahí lo llevas, novillero!!».

Fue su instinto -y no sus ganas- lo que le llevó a quedarse quieto. La ladra va a pasar por debajo de su posición para tomar la cuesta arriba. El tremendo jabalí viene herido levemente en las agujas por ello trae a los perros pegados a las turmas. Es de ley que tiene que pararse un momento a tomar aire en esa subida, buscando siempre el collado. No hay más bemoles. Un perrero anima al muchacho a correr al barullo. Caso omiso. Agudiza oídos, chaval, que lo pierdes o lo ganas según juegues esta única baza… Y, tras diez segundos petrificado escuchando el lance, corre barranco abajo amedianando por la ladera…

Acude en silencio absoluto sólo acompañado de los latidos de su corazón alocado y la agitada respiración. El encuentro se hace inminente cuando lo ve al fin; la boca semiabierta, echando vahos por la garganta. Cerdas erizadas, orejas amagadas y escudos blindados de grea. Dos buscas le muerden las corvas. El verraco se detiene medio segundo para defenderse mientras brinda tres jetazos que suenan a sangre y alaridos. Llegan dos colleras más, inconscientes por la adrenalina, dispuestos a matar o morir sin más motivo que dejarse la vida. Qué locura es esto de la muerte que tanto llama a los vivos…

Es un segundo -uno sólo- donde los perros tienen ganas y el cochino aún no se ha repuesto del sofoco. Hay exactamente un suspiro para llegar, subirse encima y clavar el acero hasta los gavilanes. Todo ello en menos de lo que tarda en santiguarse un cura loco. Y además tienes que agarrarte bien con las rodillas a los ijares, con la mano izquierda a la cresta para menear el cuchillo como si estuvieras haciendo un masaje cardíaco a tu padre. A soportar la acometida de cien kilos de peso que al ver a la muerte asomar de pico saldrá despedido sierra abajo para morir matando, sino de cualquier guerrero.

Y le vio flaquear una micra de tiempo. Porque las debilidades de un fuerte son los arrestos de los parásitos que le rodean. Y pudo hacerse con él.

Trascurrida la mañana, mientras llamaban perros a recogida, un podenquero viejo le preguntó: muchacho, ¿cómo sabías que iba a amedianar por la ladera?

El joven no contestó… Será que tuvo una de esas reacciones que tienen los viejos. Que no saben la respuesta, pero con su comportamiento intentan dar contestación a lo que nada tiene.

Otro perrero respondió por el muchacho: Las faenas se ven en las plazas, así que las prisas para los ladrones y para los malos toreros…

De nuevo miró con sus ojos de cielo a la reunión. No hizo falta nada más. Y nadie más respondió.

‘El instante’, por M. J. «Polvorilla«

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