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‘¡Demá!’, por M. J. Polvorilla

¡Demá!
¡Demá!, un nuevo relato de Polvorilla.

‘¡Demá!’, por M. J. Polvorilla

Verano del que trae a los lagartos con cantimplora. Aire socarrao. Polvillo de ese que se cuela en la garganta y no quiere salir. Los pajarillos ni vuelan y todo bicho viviente busca un sombrajo donde apurar el día.

No sé por qué, el caso es que nunca fui capaz de averiguarlo, pero me dirigí a casa de Fausto, acompañado de mi braco Coco, a transmitirle un recado. Eran las once de la mañana. Llamo y abro la puerta que estaba entreabierta.

-Buenos días-. Dije inocente e ignorante de lo que me iba a encontrar…

Madre mía… Junto a la mesa camilla andaba el padre con los dos cachorros devorando un regimiento. Qué cuadro. El padre arremangao hasta los codos, camisa abierta… Pero la collera de angelitos… Los angelitos son los dos hijos del Fausto, como dos osos pandas, zurdos de ambas manos, con carnes flácidas en todos los poros de su cuerpo, adictos a los petí suise, acompañaban a su progenitor en una guerra para ver quién engullía más. Y digo engullía porque aquellos tres cachos de carne sin bautizar ni masticaban…

-¿Qué pasa? ¿Qué vais a descargar dos o tres remolques de tanques a hombros?

Fausto levantó la cabeza de los cuatro dedos que le separaban del plato y espeta:

-Estamos almorzando. Niño, ¿gustas?

No pasé del umbral. El perro a mi lado, sentado, mirando aquella escena con las orejas pendientes de la tremenda situación. La Mari estaba a tres metros en la cocina que forma parte del salón. De su pulso estrepitoso salían sartenes llenas de chuletas, tortillas de nueve huevos, migas, un puchero de lentejas, otro de ajoblanco…

Mientras la matriarca arrimaba las fuentes para que fueran vaciadas al momento, de vez en cuando alguno de los comensales cogía la horquilla que había junto a la pared para descolgar del techo los restos de una matanza pasada… Dos hogazas de pan agotadas, otras dos a medio rematar. Estoy siendo testigo directo del fin del mundo… O del remate de la raza humana. Se acabó el romanticismo. Aquello era un suicidio en toda regla. Yo no iba a perdérmelo por nada del mundo. El Coco tampoco…

No, aquello no acababa aquí. Porque una vez que apuraron viandas, pollos de corral, una perola de arroz, dos platos de leche con pan y yo qué sé cuántas tortillas, se miran con complicidad. La mujer retira platos. El perro intenta abandonarme para evitar herir su perruna sensibilidad, pero le sujeto del collar para que seamos los dos testigos de lo que acontece. Cada uno de los hombres (bueno, el hombre y los dos osos pandas) pescan un cubo, se lo colocan entre las piernas y, navaja en mano, comienzan a tocar violines sobre el lomo de una sandía de 12 kilos… ¡Aquello era demá!

Se apiolaron la sandía, la Mari se secaba el sudor de la frente por el esfuerzo. La casa humeaba como una zorrera. Fausto apoya las costillas en la pared respirando fuertemente. El Coco intenta escaparse pero le sujeto con todas mis ganas.

El oso panda mayor en edad separa la mesa -en lugar de la silla- con no pocos esfuerzos. Pone las dos palmas de las manos sobre la tabla, se levanta y da dos pasos en falso, mareado, tambaleándose, a punto de caerse. Controla los doscientos kilos de peso mientras se sujeta en la pared y, moribundo, suelta: «Chacho, máma, ¡he comío demá…!».

Por M. J. «Polvorilla»

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