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Plagas, ¿estamos obligados los cazadores a realizar su control?

Son cada vez más habituales las noticias en la prensa, especialista y generalista sobre la presencia de plagas de determinadas especies, algunas de ellas cinegéticas, en entornos diversos, que provocan problemas numerosos asociados a daños a la agricultura, accidentes en carretera, contaminación por sus heces y riesgo de transmisión de enfermedades a las personas, puesto que muchas veces estas superpoblaciones se encuentran en entornos urbanos o periurbanos.

Por todo esto, nos planteamos analizar cuáles son las causas de esta situación y, sobre todo, si tenemos que ser siempre los cazadores los responsables de su control de forma obligatoria. Para ello tomaremos como ejemplo dos especies cinegéticas que frecuentemente son protagonistas de estas situaciones: el jabalí y el conejo de monte.

En todo caso, antes de comenzar, conviene recordar que significa la palabra ‘plaga’, que según la Real Academia de la Lengua (RAE) es: «la aparición masiva y repentina de seres vivos de la misma especie que causan graves daños a poblaciones animales o vegetales», por lo que, a tenor de esta definición, podemos darnos cuenta de que no siempre que observamos las noticias antes mencionadas nos encontramos ante plagas como tal, sino muchas veces ante animales que presentan superpoblaciones, término que, según nuevamente la RAE, no es más que «un exceso de individuos de una especie o de un conjunto de especies en un espacio determinado». 

Si continuamos con el análisis podremos darnos cuenta de que casi siempre estaremos hablando de lo segundo más que de lo primero, si bien, suelen ser superpoblaciones llamativas, porque los animales se acercan a entornos humanizados, como ocurre con el caso del jabalí, que, sin ser una plaga per se, ha presentado un crecimiento exponencial en los últimos años, haciendo que su presencia y visibilidad sea cada vez más frecuente en núcleos urbanos, con el riesgo que eso conlleva.

Dos especies cinegéticas son protagonistas de estas situaciones: jabalí y conejo.

¿Qué ocurre con el jabalí?

Si analizamos la situación del jabalí en nuestro país, podremos darnos cuenta de que sus poblaciones están creciendo de forma exponencial, hasta el punto de que un trabajo publicado por José Luis Garrido, señala que en los últimos quince años el censo de la especie se ha incrementado un 700 %, hasta alcanzar una cantidad estimada de jabalíes presentes de cerca de un millón de ejemplares.

No sólo preocupa este crecimiento, sino que, de seguir con la tendencia actual, unida a que el número de licencias de caza disminuye y el relevo generacional es escaso entre los cazadores, el jabalí podría alcanzar los dos millones de ejemplares en la próxima década.

Volviendo a la reflexión inicial podemos pensar que en muchas zonas se convertirá en una plaga, pero, probablemente, por el momento, salvo en áreas muy puntuales y vinculadas a espacios agrícolas intensivos, no se puede considerar como tal.

El control de las plagas cuesta miles de euros que la caza aporta a la sociedad.

Ante este panorama conviene también reflexionar brevemente sobre las causas que están provocando este crecimiento exponencial de la especie.

Por un lado, la propia biología del jabalí hace que sea una especie en general resistente a las enfermedades, con pocos enemigos naturales –salvo el lobo, donde está presente, y la caza– capaz de alimentarse de casi cualquier cosa y poco exigente en lo que a selección de hábitat se refiere, sin olvidar su elevada eficacia reproductora con ciclos relativamente cortos y partos abundantes.

Por otro lado, hay que destacar un cambio radical en las últimas décadas de nuestro entorno rural, con una despoblación creciente, reducción de los aprovechamientos forestales, los minifundios o la ganadería que, en definitiva, hacen que el matorral prolifere sobre los terrenos abiertos y cada vez sea más difícil cruzarse con gente en el monte haciendo alguna labor, lo que favorece al jabalí sobre otras especies.

La biología del jabalí hace que sea una especie resistente a las enfermedades, con pocos enemigos naturales, salvo el lobo, donde está presente, y la caza.

Tampoco debemos olvidar que la actividad cinegética no es capaz de asumir por sí sola ese crecimiento, ni el propio lobo, donde está presente, que habitualmente prefiere elegir predar sobre otras especies que supongan en su captura un menor coste energético.

¿Qué ocurre con el conejo de monte?

En el caso del conejo de monte podemos observar, a diferencia del jabalí, una paradoja en cuanto a que, en términos globales, es una especie que en las últimas décadas ha presentado en España una tendencia decreciente marcada, sin duda, por la aparición de enfermedades víricas que han causado estragos, pero a nivel local en determinados territorios es capaz de alcanzar la consideración de plaga como tal.

El control de las plagas cuesta miles de euros que la caza aporta a la sociedad.

Esas áreas suelen encontrarse en zonas de agricultura relativamente intensiva o en entornos relacionados con infraestructuras como autopistas o vías del tren.

De ese modo, mientras en regiones como Galicia se esfuerzan por recuperar las poblaciones de este lagomorfo, en otras, como en buena parte de Castilla-La Mancha, sufren los efectos de un crecimiento incontrolado de las mismas.

De nuevo conviene también repasar brevemente qué está ocurriendo para entender mejor la situación.

El conejo de monte, como el jabalí, a pesar de que cuenta con muchos más enemigos naturales, pudiendo ser predado por más de 30 especies de vertebrados, cuenta con una alta capacidad reproductiva, con ciclos muy cortos y amplias camadas y es relativamente resistente a la ausencia de alimento de calidad, pudiendo aprovechar casi cualquier vegetal, y muy resistente frente a la sequía.

Además, cuando sus poblaciones se encuentran bien estructuradas y cuentan con un tamaño elevado, tienen mayor capacidad de resistir al efecto de los virus de la mixomatosis o de la enfermedad hemorrágica, alcanzando tasas de inmunidad que pueden ser altas.

Por tanto, a pesar de que, como decíamos, a nivel global las poblaciones de conejo han descendido en los últimos años en España, incluso en algunas zonas drásticamente hasta llegar a casi su desaparición total, a nivel local hay áreas en las que crece exponencialmente causando importantes daños. Cuando esto sucede, gracias a esa capacidad reproductiva, ni los predadores ni la caza tradicional son capaces de controlar sus efectos.

¿Cuánto cuesta controlar plagas y superpoblaciones?

Si analizamos en general el coste de llevar a cabo un control de plagas de cualquier especie, desde insectos a vertebrados, que sea eficaz, podremos darnos cuenta de que es muy elevado, porque requiere de un trabajo constante, minucioso y realizado por especialistas.

A pesar de que es lo mismo que sucede para controlar las superpoblaciones de especies cinegéticas, ni nosotros mismos nos damos cuenta del coste ni tampoco, por supuesto, nuestra labor es reconocida por nadie.

Pensemos en cuanto nos puede costar como cazadores abatir un jabalí o, incluso, un conejo, y nos daremos cuenta del importante desembolso que hacemos.

Gastos de licencia de caza, tarjeta del coto donde cacemos o, en su caso, precio del puesto en montería… Gastos de desplazamiento, manutención y, en su caso, alojamiento, no sólo del día en que se consigue abatir algún ejemplar, sino de todos los que salimos, más el coste de amortización del arma o armas, la munición, ropa, alimentación y cuidados de nuestros perros… hacen que muchas veces sea mejor no pensarlo, puesto que al final se trata de una actividad que compensa con mucho todos esos gastos.

Compañerismo, convivencia, tradición, amistad, contacto con la naturaleza o contribución a la conservación son valores que están por encima del coste económico para el buen cazador, pero que, por desgracia, no siempre se puede asumir por todos y más en los duros años que acabamos de pasar con la crisis económica sufrida.

Sería arriesgado establecer una cantidad por pieza abatida, puesto que los factores apuntados son muy variables según los casos, pero no nos equivocaríamos si dijéramos que, por lo bajo, ningún jabalí sale a menos de 200 a 300 euros por cazador y ningún conejo lo hace por menos de 15 a 20 euros.

Multipliquemos, entonces, esos importes por el número de animales, jabalíes o conejos que habría que cazar, según el caso, para conseguir controlar las superpoblaciones y, en su caso, las plagas, y nos daremos cuenta de los miles de euros que estamos aportando a la sociedad, puesto que no debemos olvidar que estas sobreabundancias son un problema de todos.

¿Quién es responsable de realizar el control?

Pero, ¿quién debería ser el responsable de efectuar el control si el problema es de todos?

Evidentemente, parece que la respuesta está clara: en general, el control y la gestión de la fauna silvestre es, o debería ser, responsabilidad de las administraciones públicas competentes en cada caso. Sin embargo, en el caso de las especies cinegéticas, la normativa establece una responsabilidad subsidiaria en los titulares de los cotos de caza donde se encuentran. 

A pesar de que no somos juristas ni pretendemos serlo, puesto que además se trata de un tema complejo y con numerosos matices, el argumento esgrimido para hacer recaer esa obligación en los titulares de los cotos es porque se supone que son ellos los responsables de presentar los planes de gestión y de solicitar las actuaciones pertinentes de control que aseguren que los niveles de las poblaciones cinegéticas son compatibles con las actividades agrícolas.

Sin embargo, esta responsabilidad, desde nuestro punto de vista, se convierte en injusta, cuando, por un lado, se exige el control de una determinada especie, pero, por otro, se limita la capacidad de actuación, con épocas de veda que coinciden precisamente con los periodos en los que el control sería más eficaz, modalidades como los aguardos o esperas muy limitados en muchas comunidades o cupos para especies o sexos que luego desencadenan los problemas.

No olvidemos que una adecuada gestión de estas situaciones se realiza únicamente cuando se establecen medidas preventivas de control, puesto que si la superpoblación o la plaga ya está consolidada, de poco sirve realizar una declaración de área de emergencia cinegética o de autorizar medidas excepcionales por daños, si precisamente éstos ya han ocurrido.

Por otra parte, como apuntábamos ya, el envejecimiento del sector cinegético es progresivo y la falta de relevo generacional es evidente, así como la reducción gradual del número de licencias, por lo que la capacidad de control de estos episodios, probablemente cada vez más frecuentes, se verá sobrepasada con más frecuencia a medida que avancen los años.

A todo esto hay que añadir que, desde determinados grupos ecologistas y animalistas, se dirigen de forma sistemática campañas orientadas malintencionadamente a desacreditar al colectivo cazador ante una sociedad cada vez más urbana y desconocedora de la realidad del campo, si bien es evidente que, por desgracia, en más de una ocasión algunos descerebrados, que no cazadores, se lo ponen fácil.

Este interés por el descrédito del colectivo contribuye, sin duda, a dificultar que nuevos cazadores se incorporen al sector y, lo que es más grave, que en las administraciones, muchas veces por desgracia guiadas más por intereses o necesidades políticas que por criterios técnicos, sean más reticentes a autorizar modalidades de caza o permisos de control, encontrándose entonces el cazador en un callejón sin salida. 

¿Cuál será la reacción?

Es probable, como ya está ocurriendo en algunas zonas, como en Castilla-La Mancha, que los cazadores tengan que reaccionar y reclamar su papel como mantenedores de los ecosistemas que gestionan y, por tanto, como aliados y no enemigos de la Administración, que al menos tendrá que facilitar su actuación y reconocer su papel imprescindible. De otro modo, teniendo en cuenta los precios medios que cada cazador ha de gastar para controlar a un jabalí o a un conejo, junto con la presión social y el escaso apoyo administrativo, hará que muchos terrenos tengan que quedar libres, siendo imposible para las sociedades de caza asumir tales exigencias, cuando se pretende convertir una afición como la caza en una obligación interesada sin los apoyos necesarios.

Cuando esto ocurra, como sucede ya en aquellos lugares que no son terrenos cinegéticos o están catalogados con otras ‘figuras de protección’, como los parques nacionales, tendrá que ser la propia Administración la que se encargue de llevar a cabo planes de control para tratar de mantener un equilibrio, difícil de alcanzar cuando se lleve a cabo con actuaciones puntuales en horario de oficina.

Además de las dificultades inherentes a esas actuaciones, debemos añadir el coste de estas medidas, sufragado hasta entonces por los cazadores y compensado sólo con la ilusión y los valores que sólo los que salimos al campo podemos entender, pero que, de otro modo, tendrán que asumir las arcas públicas con los impuestos de todos, también de los ecologistas, a la espera de que la llegada del lobo logre alcanzar ese idílico equilibrio en espacios en los que ya no quedarán pueblos ni gente, y sólo entonces algunos de los que ahora critican la caza y el papel del cazador reconocerán la oportunidad perdida de no haber aprovechado a un aliado fiel y poco exigente como el sector cinegético.

La realidad, por desgracia nuevamente, será que la Administración no podrá asumir ese coste ni dispondrá de medios suficientes para llevarlo a cabo, y el lobo, incluso en aquellas zonas donde abunda y cuenta con poblaciones sólidas, no será capaz tampoco de mantener el equilibrio de esas especies como el jabalí que, precisamente, han evolucionado a lo largo de cientos de años para responder a toda esa presión. Sólo conseguiremos, por tanto, que los daños aumenten o que aparezca alguna enfermedad infectocontagiosa como ha ocurrido en el caso del conejo con la enfermedad hemorrágico vírica, o en otros ungulados cinegéticos con la sarna, o incluso la peste porcina, y regule de forma ‘natural’ esas poblaciones.

Pero, para eso seguramente tengan que pasar algunos años y, mientras tanto, seguiremos viendo como los parques y jardines de algunas ciudades son destrozados por piaras enteras de jabalíes, así como cultivos de maíz o cereal, viñedos… por no mencionar los tramos de autopistas o vías del tren que comienzan a ceder por el eficaz efecto excavador de los conejos que viven en sus cercanías. CyS

  Por Carlos Díez Valle y Carlos Sánchez García-Abad. Equipo Técnico de Ciencia y Caza (www.cienciaycaza.org) • Fotografías: Redacción 

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