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‘El tío Lucio’, por M. J. Polvorilla

el tío Lucio

‘El tío Lucio’, por M. J. Polvorilla

Qué calor. Chacho, es que van los lagartos con cantimplora. Un polvillo perenne en el ambiente. Sudores y gargajos. Y limpiando cueros en una bodega vieja me las encuentro; estaban duras como un tablón de madera. El moho ni siquiera estaba presente. Qué hacemos con esto. No sé por qué pero me picaban las quijadas… Algo andaba correteando por mis sienes.

El caso es que había hallado las aciones -la pieza es la tira de cuero que une el estribo con la montura- una silla vieja de mi abuelo… Aquel santo varón se marchó allá por el año 60, por lo que aquella pareja de cueros había sido abandonada tras un viejo mueble hasta que un zagalote de algunas berreas las descubrió. El caso es que no quería tirarlas. Para algo valdrían. En el campo se aprovecha todo, hasta las malas ideas…

Tenemos los pencos preparados para que los hierren. Son las once de la mañana y buscamos la sombra más que los mastines del cortijo. Con el herrador viene un séquito de jubilados a echar la mañana.

El tío Lucio, mellado salvo de dos dientes, sujetaba un garrote mientras descansaba sus cincuenta lustros de vida sobre un tajo de encina. Allí todos hablan y pocos trabajan. En poner un clavo se echaba un rato, se apuraban varios cigarros y se oían muchas opiniones. Esto se ha convertido en una reunión de perros. Pero, qué digo, si siempre ha sido así…

El caso es que ya están rematando con la media docena de jamelgos. Mandan al niño (un servidor) a por algo con lo que refrescar los sudores de sus resecas fauces. Ni corto ni perezoso voy a preparar unos aperitivos. A ver qué pasa… Cogí las correas viejas, hechas madera, y las corté finas como rodajas de mojama. Las metí en huevo, las enhariné y vuelta y vuelta en la sartén. Qué pinta tenían… A ver si estos tienen tanta hambre como ganas de trabajar…

Repartí los botellines de Cruzcampo helados como el lomo de una foca. De un sorbo los apuran. Otro más. Saqué el mechero para abrir otra ronda de quintos. Todos repetían… Ahora, ya están cebados, a ver qué pasa. Total, que agarro el plato de fritanga que había pasado desapercibido y se lo tiendo al tío Lucio, capataz del grupo:

-¡Pinche usté, tío Lucio!

El vejete prende la navaja y se esfuerza en llegar al plato. Tira un viaje al aperitivo pero la hoja rebota. Lo intenta de nuevo, pero no lo consigue. Desiste en volver a hacerlo y pesca un pedazo con los dedos. El abuelete lo mira y dice:

-¿Pos qué es esto?

Le respondí como quien no quiere la cosa mientras apuraba la cerveza:

-Una liebre de ayer mañana.

El vejete hace por morderla con sus dos dientecillos y replica:

Pos está dura la joia

Le miro juntando los dos puños y le muestro:

-Coño, tío Lucio, no va a estar dura el lebrato… Un par de turmas tenía como éstas.

 El abuelete me mira desafiante y lanza:

-No… Pos déjala. Porque va a ir pa dentro…

Y ante la mirada de los presentes engulló tres tapas de reseco pellejo… Mi hermano, que no acertaba a recordar cuándo había visto una rabona en la cocina, me apartó del brazo y me preguntó acerca del polémico aperitivo. Le conté la procedencia de la fritanga y me auguró el mayor y abrasador de los infiernos…

No será para tanto, pero he de reconocer que me equivoqué.  Ya que lo que no mata engorda. Pues aquel grupo de centenarios tenía más hambre que ganas de trabajar… ¡Al menos aquella mañana!

‘El tío Lucio’, por M. J. Polvorilla

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