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Disparos que suenan a olés, por M. J. Polvorilla

Disparos que suenan a olés. Cómo me gustan los toros… Esas tardes de añil que rezuman la primavera o el estío. Esos momentos donde se alinean los astros, se funden los sentidos y se plasma en albero una obra de arte sólo apta para los sensibles de carne, mente y corazón.

Recuerdo a mi compadre Ambel Posada, en la plaza de Zorita, donde le sacó la clase y poema a lo que ni clase ni verso tenía. Recuerdo el brindis del maestro subido en el estribo de las tablas donde en pie recibí los honores sin evitar santiguarme, pues, si ya cuenta con mis rezos diarios, esa tarde tuvo doble ración.

Y es que tauromaquia y caza no se separan tanto; una tarde de toros se asemeja y hermana con una jornada de montería. Tenemos protocolo, organización mientras se dan las instrucciones de la mancha. Las rehalas, guías, secretarios y postores se juntan y desfilan, como el paseíllo de figuras, subalternos, picadores, areneros, muleros… Y la banda de música entona un pasodoble en los tendidos de la misma manera que ladran los perros junto a las tertulias en las juntas de monteros.

El rezo solemne de la cacería se torna silencioso en los callejones de las plazas de tientas, donde los maestros se encomiendan a su credo pidiendo amparo y protección al Altísimo. Lo mismo ocurre en el monte para los que lo amamos.

El presidente del palco no deja de ser el capitán de la montería, que ha de juzgar y medir el desarrollo de la lidia o el transcurso de las sueltas y recogidas.

La diferencia de uno y otro es que en el monte el capitán sufre y pena todo lo que le rodea. Y, además, es juez y parte, figura y autoridad, todo bajo el mismo pellejo. Súmale que del éxito de la montería son dueños cazadores, perreros, postores y guardas. Pero los fracasos son de uno sólo: del que organiza.

Disparos que suenan a olés

Voy a lomos de Talibán, tronchando jaras como si no hubiera un mañana. Se han tirado disparos, pero las espadas no están finas a la hora de matar. Y en este baile se puntúa en el cemento -en la junta- donde aparece el resultado. La lidia puede salir bien, pero sin estocada no hay trofeo. Como mucho un silencio con suave ovación. Pero el trabajo de una montería -o el éxito de la lidia- se ve en el final. Porque hasta el rabo, todo es toro.

De nada sirve estudiar si yerras en el examen. El éxito es directamente proporcional a la suerte. Hermano trillizo del sacrificio y la entrega. Y las casualidades no existen, se buscan.

Lo que está claro es que necesito la estocada de un buen figura para que la plaza aplauda y se ponga en pie. Porque mucho lance y poca chicha, y necesitamos arrancar un olé a los tendidos. Hay que calentar el ambiente, que la música suene en el palco que viene a ser lo mismo que mis perros arranque a latir… Y el mundo estaba esperando un lío de esos que remueve los públicos. De nuevo besé mi medalla de la Virgen de Guadalupe. Cuando de unas madroñas salió…

Era grande de pechos, largo de pitones, esbelto y poderoso. Un venado imponente ha aguardado amagado hasta tenernos encima y ahora huye veloz sierra abajo. Los perros estallan a cantar, los perreros suben a los canchos para animar a los suyos. Se oyen aplausos y gritos de esperanza porque sin duda es el venado de la montería y la faena se está cuajando en los ruedos.  El caballo se desgarra los remos corriendo tras de ese trofeo que está al filo de un estoque de rematar…

Un puesto lo marra a tenazón y la sierra entera -el tendido en pie- se lamenta, como el pinchazo del figura que se repone dispuesto a matar o morir…

El venado sale a los rasos, a pocos trancos de un perdedero que le llevará a la gloria… O a mí a los infiernos. Meto espuelas a mi caballo, como ese torero que todo lo tiene perdido y sólo puede ganar. La sierra se cae abajo de ladridos y ánimos. Ahora o nunca. Los perreros anuncian a un puesto ocupado por un maletilla que será él quien obtenga la victoria o los pitos de esta jornada montera. Algo muy grande -bueno o malo- iba a ocurrir. Y ese joven de pocos años está dispuesto a defender con ahínco y poder sus ansias de novillero.

Cuesta abajo y a galope tendido mi jaco logra meter el ciervo en suerte… Reúno exageradamente a mi montura, freno en seco y, ahora sí sentencio con un grito dejando en silencio a la sierra entera y también un tendido que tiritaba de nervios: «¡¡Ahí lo llevas!!».

La imagen era solemne, pues el ciervo iba fugaz directo a la postura de aquel muchacho que había heredado -por casualidad- una situación en la que se ganaría o perdería todo en esa mañana de caza. En una micra retrocedí en mi cabeza al momento en que el maestro Ambel Posada sacó el estoque para finalizar el morlaco que me había brindado. Nos cruzamos las miradas, cómplices de una vida juntos, donde la gloria y el fracaso están tan unidas, que parecen la misma venganza. Puedo jurar ante Dios que vi los dos escenarios con 15 años de diferencia, pero con los mismos ojos, uno parejo a otro. Respirando la misma angustia.

Estoque y fiera, venado y bala, se fundieron en la misma carne. Y en las sierras y en las plazas un estruendo se escuchó al unísono: «¡¡¡Olé!!!!».

Enhorabuena, Jacobo Teruel y Moral. Enhorabuena, maestro.

              Por M. J. «Polvorilla»

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