En la recámara

Y, ahora… los galgos

Sí, ahora –una vez más–, los voceros de siempre, los cansinos papafritas de siempre, los desinformados de siempre, los tarugos ignorantes de siempre… nos acusan, a los cazadores, de abandonar, torturar o masacrar galgos, como quien tira un papelón de churros, después –claro– de haberlos comido, a la basura, o aplasta una cucaracha con la suela de su zapato… Y se quedan, los bocazas de siempre, como estaban antes: enterrados en la obscena estupidez que adoran, porque no conocen otra cosa. ¡Miserables…!, ¡mezquinos embusteros y miserables hipócritas, eso, y no otra cosa, es lo que sois!

Quien, al menos, conozca, un poco, el mundo de la caza, el nuestro, el de los cazadores, sabrá, y no se equivoca, que nosotros respetamos, cuidamos y amamos a los perros. Son nuestros compañeros, son uno más de la cuadrilla, son mucho más que un animal que camina a nuestro lado. En la muestra de una perdiz, un conejo o una codorniz; en la caza de la liebre, en el cobro del pato en la laguna, en la rehala, sierra arriba… son parte de la pasión que nos hace sentir vivos.

¿Por qué, antes de acusar, juzgar, condenar y ejecutar, no preguntan?, ¿por qué no hablan con el dueño del perro de muestra, o de sangre, o con el galguero o con el bravo y simpar rehalero… por qué? Pues no, no preguntan, escupen infundios, blanden calumnias, abanderan mentiras y, luego, salen con una nueva variante de la cantinela de siempre: «¡Hay que prohibir la caza con galgo!», y se quedan, como estaban, sumidos en la cerrazón, esa que atenaza a los espíritus torpes, cerriles, cínicos e impositivos.

Deberían de saber que los cazadores ni dejamos perros abandonados ni los tiramos a los pozos para que mueran –¡santo Dios!– de hambre y sed, ni los ahorcamos ni los asesinamos de cualquier otra vil manera, ¡no! Puede que haya alguien… alguien que pegue tiros con una escopeta o un rifle, capaz de cometer semejantes atrocidades, pero no será, entonces, un cazador, porque no sólo por el hecho de comprar un arma y sacarte una licencia de caza se alcanza esa noble condición, del mismo modo que no es cocinero quien ponga aceite en una sartén y fría un par de huevos. Lo nuestro es mucho más que eso, aunque las hordas de miles de mentes diminutas pintadas de verde –que no verdes–, vayan mundo adelante manipulando, injuriando, mintiendo y ‘convenciendo’ a quien se quiera dejar sodomizar –virtual y mentalmente hablando, claro–.

Sé, desoladora y tristemente, que aparecen, cada año, después de finalizar la temporada de caza, miles de perros en las trágicas condiciones denunciadas, pero, también sé que no somos los cazadores los responsables de semejante barbarie. Los responsables son los furtivos –no ‘cazadores furtivos’, no, ¡furtivos a secas!, a nadie que haga lo que hace un furtivo se le puede llamar ‘cazador’– que usan a los pobres animales para sus deleznables fines y luego hacen lo que hacen con ellos. Son los ladrones de perros, que los utilizan para ganar miles de euros con las inhumanas peleas que organizan y las apuestas que las rodean.

Son cuatro cretinos imbéciles, sin sentimientos ni dignidad, que se echan una escopeta al hombro, se toman siete copas y se creen los putos amos de la cinegética matando animales protegidos, hembras, crías o cualquier ‘cosa’ que se mueva… Pero no, no somos los cazadores porque, nadie que se tenga por tal, sería capaz de hacer lo que –de modo absolutamente temerario, salvaje e injusto– decís que hacemos.

No acabáis, estúpidos incoherentes, de sentar cabeza. Andáis dando tumbos de acá para allá, inventando historias, falsificando datos, modelando –a esa burda conveniencia que teñís de verde mugriento– las más peregrinas estadísticas, para, después, aparecer en cualquiera de esos tendenciosos estrados, que tanto abundan ahora, ahítos de pseudo progresismo xenófobo, borrachos de un protagonismo obsceno e hipócrita, saciados de repugnantes teorías impositivas y excluyentes, a dar lecciones a todo Cristo, tratando de imponer, ex cathedra, las normas del comportamiento de todos.

¿Pues, sabéis qué?, que vais a tener «qué echarnos un galgo…» si os pensáis que os vais a salir con ‘la vuestra’.

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